95. El legado de Ibrahim
A veces el olvido se interrumpe, como cansado de su propia inanidad, y la negra cortina se descorre y asoma una hendidura por la que se cuela un rayo de luz desde el exterior. Son las ocasiones en que nos visitan periodistas para redactar su enésimo e inútil reportaje sobre nosotros, los refugiados palestinos en el Líbano. A veces, a nosotros, a los sin derechos, nos hacen creer, por unos instantes, que tenemos derecho a la esperanza. Y siempre escriben el término limbo para definir nuestra tragedia, pero yo creo que se equivocan al no elegir el sustantivo infierno. No nos dejan regresar a la patria de origen ni tampoco nos conceden la ciudadanía en el país de acogida. Nacemos y morimos atrapados entre la espada de Israel y el muro libanés.
Fueron miles los palestinos de Galilea quienes, huyendo de las matanzas y las persecuciones israelís, cruzaron la frontera y se adentraron al norte del río Litani. Han pasado setenta años de soledad desde aquellos hechos. Y ahora somos centenares de miles los descendientes de aquellos aldeanos que abandonaron casas y tierras, sin más equipaje que sus vástagos, sin otro salvoconducto que su pánico, para convertirse en refugiados, en apátridas, singular y engañosa palabra, porque patria teníamos hasta que nos la robaron. Varias generaciones sin ciudadanía, sin derechos, malviviendo sobreexplotados en la economía informal a manos de empresarios libaneses sin escrúpulos; habitantes de un gueto a los que se les niega un pasaporte con el que lograr escapar a cualquier otra parte en que el mundo no sea sinónimo de amargura.
Apátridas, sí, al fin y al cabo, ¿os que acaso se le puede llamar patria al campo de refugiados en el que nací y me críe? Una pequeña ciudad polvorienta de callejuelas estrechas entre los barracones techados con zinc, provista de un cielo raso enturbiado por tuberías y marañas de cables eléctricos, cerrada al exterior por un muro coronado de alambre de espinas y custodiada por el ejército libanés. Apátridas debatiéndose entre el feroz deseo de huir a cualquier parte en que la vida adquiera sentido y la nostalgia por retornar al hogar de los ancestros.
¿Se puede heredar la nostalgia? Mi abuelo Ibrahim era el único de la familia que había vivido, siendo muchacho, la Nakba, la catástrofe de mil novecientos cuarenta y ocho. Nos narraba que cuando tenía trece años, él y su familia fueron expulsados por el ejército israelí de su aldea natal, próxima a Nazaret, y que hubieron de caminar durante agotadoras jornadas hasta llegar a territorio libanés, en donde los alojaron en tiendas de campaña en un campamento que cuando llovía se transformaba en un lodazal. Tras describirnos su éxodo, el abuelo se sumergía en el recuento de las guerras civiles que asolaron el Líbano. Era siempre la misma historia, la misma tragedia en sus labios, la indignación fresca sobre la sangre reseca: “Nos lo han robado todo, pero la esperanza… jamás”, terminaba siempre el relato con la misma frase. Yo, para fastidiar, le dedicaba, invariablemente, la misma réplica malévola: “El año que viene en Jerusalén”, la plegaría que elevan los judíos repartidos por todo el mundo en su celebración pascual. Poco me interesaba a mí aquel inventario de derrotas, yo soñaba con huir a Europa.
Me gustaba mucho más cuando el abuelo Ibrahim rememoraba su vida rural y sencilla de niño palestino en Galilea. La casa encalada con su patio claro, habitado por un gato canela y provisto de un limonero y un pequeño árbol de granadas junto un pozo. Sostenía que si se pegaba el oído al brocal del pozo, se podían distinguir voces y como las aguas profundas susurraban historias. Las noches de verano olían a jazmín y su fragancia perfumaba el fulgor de las estrellas. Aunque lo que recordaba con mayor intensidad era el olivar de su familia. Sobre un monte, dispuestos en terrazas, las copas de los olivos se asemejaban a un mar de plata vieja cuando las mecía el viento. Se deleitaba recordando las noches de luna llena en que se escapaba de su casa para observar los vuelos de los mochuelos que anidaban en el olivar. Aseguraba que su familia poseía olivos doblemente milenarios, retorcidos como monstruos amables. “A la sombra de nuestro olivar predicó el buen Jesús a sus apóstoles y diez siglos después se echó una siesta el mismísimo Saladino, ¡que Alá lo tenga en su gloria! cuando iba camino de Jerusalén para liberarla de los cruzados”. Yo era escéptico acerca de que nuestro olivar ancestral albergara tanta epopeya, pero no le contradecía porque el mito es la pulpa jugosa del fruto de la historia y adquiere la sacralidad del símbolo. Y, ¡por supuesto! no existían aceitunas tan sabrosas como las que producía nuestro olivar ni aceite de mayor calidad que el oro verde que brotaban al ser exprimidas. Atestiguaba el abuelo que ningún otro manjar podía compararse con el de comer una tierna, grande y jugosa rebanada de pan untada en aquel aceite fuerte y de sabor punzante. Y a mí se me hacía la boca agua al escucharle, pese a vivir en un país mediterráneo, el aceite de oliva casi ni lo veíamos, nuestras madres cocinaban con el insípido aceite de soja que nos traían en bidones la Agencia de la Naciones Unidas para la atención a los refugiados.
Decía Ibrahim que el aceite de su olivar tan sólo podía compararse con otro que una vez probó, procedente del extremo occidental del Mediterráneo, de España, país que el abuelo nombraba con el término de Al-Andalus. Y juraba el abuelo que en aquel Al-Andalus legendario, gobernado por sabios califas, convivieron en armonía musulmanes, judíos y cristianos, una quimera que se me antojaba imposible imaginar.
Me seducían tanto los relatos de mi abuelo, que lo que más me indignaba de las tropelías israelís, era cuando nos llegaba la noticia de que los buldozers sionistas habían destruido algún olivar en Cisjordania para construir la enésima colonia judía. Me herían más que las demoliciones de casas y mezquitas palestinas y sólo un peldaño menos que el derramamiento de sangre de mis compatriotas. Influenciado por mi abuelo, pensaba que alguien que destruye un olivar no puede ser buena persona. Sobre una colina próxima al campo de refugiados, una familia de drusos cultivaba algunos olivos heroicos en una parcela exigua, yo solía demorarme en contemplarlos y consideraba que mi vida sería aún más triste si algún día un alma negra los talase.
Un año de fuerte sequía nos propusimos excavar un pozo. Como residimos en una tierra en la que el más nimio golpe de azada descubre un resto arqueológico, en la zanja que abrimos emergieron los vestigios de una villa romana, lo que nos llevó a escarbar la zona buscando algo valioso que vender en el mercado negro. Entre otras piezas, descubrimos un delicado mosaico en el que un delfín cabalgaba sobre una ola azul, era tan hermoso que lo respetamos y lo dejamos intacto. Cuando las autoridades arqueológicas libanesas trasladaron el mosaico a un museo de Beirut, lo vivimos como un duelo más, parecía que no teníamos derecho ni a un retazo de belleza. El abuelo Ibrahim aprovechó la aparición del mosaico para discursearnos acerca de Roma; si aquel imperio, el más grande que habían visto ojos humanos, había sucumbido, ¿por qué la suerte de nuestro pueblo no podía cambiar algún día? El abuelo sostenía que Roma conquistó todo el mundo conocido y si no se extendió por todo el orbe fue porque sus legiones llevaron sus fronteras hasta el umbral en que las tierras se volvían inaptas para el cultivo de la vid y el olivo, el límite que deslindaba la civilización de la barbarie. Mi abuelo era un hombre humilde, sencillo, sin estudios, que hablaba de cosas claras y elementales; ignoro donde escuchó aquella teoría que no expuso con una autoridad casi académica.
El abuelo se fue apagando con los años, cada vez más desmemoriado y ceniciento. Las tardes en que remitía el sol inclemente se sentaba en una mecedora frente a nuestra vivienda, desde donde se podía ver un atisbo de mar, y allí se mecía fumando su pipa de narguile. Olvidó muchas cosas, excepto su olivar añorado. Comenzó a desvariar. Nos prometía que nos iba a dejar una herencia espléndida. Yo, al escucharle me burlaban de él: “Abuelo, quiero heredar tu baraka (buena estrella)”, le solicitaba entre risas, recordándole que él fue uno de los pocos que sobrevivió a los milicianos maronitas que asaltaron el campamento. Salvó el pellejo al esconderse en el interior de un pozo séptico, tan maloliente, que los soldados se abstuvieron de registrar. Cuando nos aburríamos y queríamos reírnos un rato, le solicitábamos que nos contara aquella historia. Sobre la herencia prometida, ¿qué podía dejar de valor el viejo Ibrahim, aquel refugiado palestino, pobre como una rata?
Cuando el abuelo murió hallamos bajo su camastro una lata de galletas que contenía un manojo de llaves oxidadas y esquirlas de madera de olivo. Fue entonces cuando comprendí cuál era la herencia de la que nos había hablado. El legado de Ibrahim era una transmisión espiritual. Llaves de la casa que abandonó y vestigios de su olivar. La memoria de una familia, de un pueblo borrado por la guerra, al que se le había robado la tierra y al que pretendían, además, convertirlo en invisible, hacerle desaparecer de la historia.