93. Eusebio
-Acércate.
Me sobresalté. Miré a mi alrededor, no había nadie en el olivar.
-Acércate.
Esta vez la voz llegó más clara. Al mirar hacia el punto de procedencia, sólo vi un olivo.
-Sí, soy yo. Ven.
Lo miré sorprendida. Sus ramas se agitaron como una invitación. Me acerqué y coloqué mis manos sobre su áspero tronco. Me invadió una tristeza honda. De manera instintiva lo abracé. Comencé a llorar, sin entender el motivo, era como si él usara mis ojos para liberar su dolor.
Se llamaba Eusebio. Mientras lo abrazaba, me contó que se sentía solo y poco valorado, que sentía que su vida no tenía sentido. Su voz tocaba mi alma de una manera especial. Pude sentir su pena, y tuve deseos de consolarlo. Le hice ver que era valioso porque purificaba el aire, embellecía el paisaje y nos regalaba las aceitunas que son deliciosas.
Conforme le hablaba, me fui serenando, hasta que las lágrimas se detuvieron. Di un hondo suspiro y Eusebio agitó sus ramas, como liberándose también. Sentí paz, entendí que él había sanado su dolor.
Me despedí. Y mientras me alejaba, me preguntaba si no habría sido Eusebio quien me ayudó a sanar a mí.