86. El olivo
Le prometí llevarla al lugar que la vio nacer, a miles de kilómetros de donde lo había hecho yo. Ese fue su último deseo; volver.
Yo también lo necesitaba. Entender la magia de la que me hablaba. Conocer aquellos campos de olivos que le habían rodeado desde niña. Saber por qué habían permanecido para siempre en su recuerdo, por qué los alimentaba, por qué quiso que yo también creciera con ellos.
Cuando por primera vez te tuve frente a mí, me quedé absorto, mirándote. Y sentí sus aires sureños, su sabor a estirpe y tierra. Aromas a su niñez; gazpacho, garbanzos, pan con aceite… Y poco a poco fueron saliendo las historias que ella me contaba. De jornaleros y quincanas. De serones y tinajas. De vareos al sol, de cante y sudor. De la recogida; de rodillas; escogiendo uno a uno tu fruto… Fruto verde, joya verde, milagro verde.
Me acerqué a ti. Y te abracé. Olías a ella. A mi madre.