85. Veranos sobre ruedas
Desde que la abuela había enviudado, mi hermano y yo pasábamos con ella las vacaciones en el cortijo familiar haciéndole compañía y de paso, escaqueándonos de los aburridos campamentos de inglés.
Veranos felices sobre dos ruedas. Unas veces recorriendo los olivares en busca de aventuras; otras, huyendo del cinturón del hortelano cuando nos descubría devorando sandías.
Veranos deliciosos con sabor a hogaza de pueblo y aceite de almazara, que mi abuela nos untaba para merendar.
Cuando enfermó, los días que tenía tratamiento las dejaba preparadas la noche anterior junto a una nota: “pan y oro para mis tesoros”. —Siempre tuvo esa vis cómica—.
Al empeorar, mis padres ya no nos permitieron dormir en su casa porque se pasaba noches enteras despierta.
“Se le ha ido la cabeza con la quimio”, decía mi madre; “se la ha juntado con demencia”, aseguraba mi tío.
La tarde de su funeral me refugié en la alacena para llorar tranquilo, y allí descubrí a qué había dedicado sus noches en vela. Sobre unas bandejas llenas de pan con aceite, descansaba una nota: “oro y pan duro para el futuro”.
Lágrimas y risas se entremezclaron confusamente mientras merendaba, en aquel último verano de mi niñez.