80. Reivindicación de una aceituna

Pedro Antonio Herreros Rull

 

Todos estamos predestinados a la muerte, esto no lo discute nadie. Quizás sea el único consenso mundial. Bueno, siempre habrá algún tarado al que no le riegue bien la testa, pero todos los demás -la gente normal, para entendernos- no ponen en entredicho esta verdad universal.

En mi caso, o mejor dicho, en el de mi especie, mi vida es de risa … pero nerviosa, de pura pena. ¡Mira! A lo mejor con esto también se consigue otra verdad universal, pues creo que nadie pondrá en entredicho el sufrimiento padecido por todo aquél cuya existencia esté dirigida a cambiar de estado. Con esto no quiero aludir a la inmigración o al matrimonio, que no, que es mucho peor.  Me refiero al paso de sólido a líquido. A exprimir todo tu ser hasta convertirte en líquido.

He de reconocer que no siempre ocurre esto, pero vamos, la alternativa tampoco resulta muy gratificante: ser ingerido. Si, a usarte como aperitivo, a comerte. ¿Os imagináis una muerte así? Masticados, atravesados una y otra vez por los dientes, impregnados con la saliva. ¡Con todas las infecciones que se concitan en la boca! Incluso deshuesaros para facilitar la masticación o, peor aún, para introducir en las oquedades de vuestro ser pimientos asados o restos de anchoas. ¡Con lo poco que me gusta a mí el pescado!

Por favor, que nadie me venga a decir lo contrario … ¡que me altero! ¡Que ya no estoy para que pretendan hacerme ver blanco lo negro! ¡Por Dios!

Mi prima, la cornezuelo, es la primera en abandonar este paraíso. Siempre por septiembre. Después, vamos las demás en fila india, sin que nadie se escape. Con esto de la primera “prensá”, ahora bien jovencitas nos pretenden. No esperan a nuestra vejez. Como si no supieran que la madurez es la mejor etapa, la de mayor rendimiento. Negras nos ponemos de saber nuestro final. Por favor, no me lo discutan: es una aberración. Saber que voy a ser comprimida hasta extraer de mí la última gota; machacada hasta el hueso. ¡Qué locura! ¡Qué atrocidad! ¡Qué salvajismo!

Y luego se quejan del exterminio nazi, ¿¡y esto qué es!? Por cierto, tampoco las feministas nos apoyan, ¿¡acaso nuestro género es distinto!? En fin, vivimos totalmente desamparadas en este mundo calificado como democrático. Dime tú donde está la democracia si se toleran este tipo de atrocidades. Que no nos dejan desarrollarnos. ¿Os imagináis un año sin recolección? ¿Qué pasaría? En fin, tengo la esperanza de que este año sea el primero, para comprobar lo que sucede.

Entiendo ahora cuando dicen que estamos ante un valle de lágrimas. ¡Vaya que sí! Esto no tiene más que penas. Porque -al menos yo- el disfrute no se lo veo por ninguna parte. Con razón cantaba Joaquín Carbonell eso de “con el clarear todos los olivos vuelven a llorar”.

Y eso de la igualdad, nada de nada. Pues anda que no influye, por ejemplo, el lugar donde nazcas. No es lo mismo una zona de regadío que otra de secano. No creo que exista persona razonable que no alcance a entenderlo. Que se nota mucho. Durante los primeros meses todo son atenciones, pero no es lo mismo vivir sin pasar sed que estar lampando por un sorbito. ¿Os acordáis de Machado cuando decía aquello de “¡Viejos olivos sedientos, bajo el claro sol del día, olivares polvorientos …!”? ¡Que razón tenía el hombre!

Después viene el calor y ¡hombre! si estás hidratada lo llevas mucho mejor, aunque un poco de aire acondicionado tampoco nos vendría mal. Si a todo el mundo le gusta el fresquito, pues nosotras no somos de otro mundo, entiéndenos, no creo que sea tan difícil, ¡empatiza hombre!, ¡no seas tan carca!

A parte de la propia angustia existencial -que entiendo ha de resultar muy comprensible- se le une la de mi identidad. Si aquella es de cabreo, ésta no le va a la zaga. ¿Por qué esta falta de identidad? ¿Por qué no puede ser normal? ¿Por qué no tengo un nombre concreto como el resto? ¿Se imaginan que su nombre fuera distinto según la zona geográfica? ¡Otra vez con el lugar! ¡Vamos hombre! Pero ¡qué desprecio es este! Y la culpa la tiene la Real Academia de la Lengua Española, la Rae vamos. ¡Qué poca consideración! Si soy aceituna, pues lo soy … y ya está. Fruto de la oliva, del olivo, que juntos y en grandes dimensiones forman el olivar. Pero vamos, que me digan en unos sitios aceituna y en otros oliva, pues la verdad me molesta mucho. O una cosa o la otra, pero las dos no.

A mí me gusta más aceituna, por eso del aceite. Si me dicen oliva, no me desagrada, pero parece aludir más a mi origen que a mi ser. ¿Sabes por qué creo yo que se produce esa dualidad? El lio viene a la hora de distinguir el aceite, para no confundirlo con otros, como por ejemplo el de girasol. Hay aceites animales, vegetales y dentro de estos una barbaridad. Se hace necesario concretar la clase de aceite, de ahí que se diga “aceite de oliva” porque “aceite de aceituna” -que sería lo normal- se antoja redundante. Y ahí creo que es donde se ha metido el jaleo. Aceite y aceituna vienen de la misma familia. Morfológicamente, parece como si todo aceite procediera de la aceituna, lo cual, evidentemente no es verdad. No voy a ser tan tonta como para no darme cuenta de esta realidad. Mi vanidad, si es que tengo alguna, no llega a solapar mi capacidad de razocinio, jamás lo permitiría. A lo mejor es que el primer aceite conocido fue el de aceituna. Vaya usted a saber. Desde luego, no hay mayor aceite conocido que el nuestro y desde tiempo remoto. Preguntádselo a los egipcios. Y también a los griegos. Una vez oí que Atenas se llama así en honor a la diosa Atenea. Me contaron que Zeus convocó a Poseidón y Atenea para ofrecer a la ciudad un presente. Aquél cogió su tridente y lo clavó en el suelo provocando un manantial de agua. La pega fue que era salada. Atenea se limitó a ofrecer un olivo, sabedora de su fruto y de las propiedades del mismo. En este envite, salió victoriosa Atenea, de ahí que la capital de Grecia lleve su nombre.

Para que luego digan que no somos nadie. Bueno, y nada te digo de la rama que lleva la paloma. Si, cuando simboliza la paz. Ea, que no vamos de chulitas. No somos como el laurel, presumiendo de victorias. A nosotras nos gusta la paz, la concordia, el abrazo. Y mira como nos corresponden. ¡Que poca vergüenza hay en el mundo!

¿Sabéis lo que me ocurrió el otro día? En fin, esto me pasa por meterme donde no me llaman. Comencé con esta queja de la dualidad de nombres cuando me cortaron rápidamente; me refiero a que me interrumpieron en mi discurso. Fue una picual. Me dijo que ella se sentía realizada al terminar su ciclo en aceite. Me lo comparó con la crisálida de los gusanos. Es más, apuntaba a una especie de suerte la de poder transformarse de un estado a otro. Bueno, visto así, parece más llevadera la cosa. Siempre hay ojos que lo ven todo desde otra perspectiva, como ya apuntara Ortega. Y ahora ponte tú a saber cuál es la verdad.

Otro punto a denunciar es la recogida. ¡Bendito sea el poder divino! Primero un terremoto de temblores, bien por las vibradoras o por los vareadores. Después unos vientos, que ya me río yo de la Tramontana. ¡Qué barbaridad! Y después ¡como si fuéramos pescado! en una red a la máquina recogedora de fardos y al camión. Todo, rezando para que no haya barro. El transporte por carriles infames, botando (no en las urnas, que eso es votar), apiladas todas encima unas de otras. ¡Qué maltrato! Y después en la cooperativa, más de lo mismo, hasta nuestro fin. Es que me pongo a pensarlo y me entran los siete males. Nadie podrá discutirme que esto es una auténtica molienda.

No quiero que nadie se entere, pero estoy ideando una fuga. Hay otra que me acompaña. La idea es evitar llegar a la almazara, o al molino, como tú quieras llamarlo. Si llegas hasta allí está todo perdido, no hay solución. O te molturan o te pisan.

Lo tengo todo pensando. Cuando caigamos al suelo hay que intentar hacernos rodar y salir de los fardos. Tenemos que hacerlo en equipo propulsándonos unas a otras. Estoy hablando con la de la crisálida para que nos dé el empuje final; como a ella no le importa pasar a líquido, pues que nos ayude. Me ha dicho que soy una nefelibata de libro, pero que va a ayudarnos todo lo que quiera. Pues bueno, que me diga lo que quiera.

Hola, soy la de la crisálida, como me apodaba mi compañera. Estuve mucho tiempo enamorada de ella. Sus ideas me encandilaban. Tenía una verborrea impresionante. Y era culta. Prestaba mucha atención a las conversaciones de los demás. La echo de menos, aunque algunas veces pensaba que estaba un poco loca. Por eso, quizá, su atractivo. No era como las demás. Escribo estos últimos renglones porque me he encontrado este escrito y creo oportuno informar de lo acontecido. Lo hago pensando que le gustaría. Es mi gesto hacia ella. Se lo merece.

Efectivamente, caímos todas al suelo, encima de los fardos. Tal y como estaba planeado, hicimos piña para que las elegidas salieran de los fardos. Yo di el último empujón. Y lo consiguieron. Disfrutaron unos días de su libertad, creyendo -ilusas ellas- que pasarían a mejor vida pero, claro, pasaron mucha sed y frío. Tanto esfuerzo para nada. Al cabo de los días llegó la rebusca y volvieron a cogerlas. Las transportaron y ya son aceite. Yo estoy esperando, ilusionada, a ese cambio de estado. ¡Qué alegría más grande! Vale.