79. Raíces de Tiempo
No he vuelto al pueblo desde hace más de quince años. La última vez que caminé por él, las calles empedradas se me incrustaban en las sandalias, el cielo era azul y el calor sofocante. Mis padres me pedían que apurara el paso, para no perder el tren que nos llevaría a la ciudad donde él trabajaba. La abuela nos visitaba todos los veranos, hasta hace tres años, cuando mis padres fallecieron en aquel accidente, y Jorge se instaló en mi casa para ayudarme a reconstruir mi vida. Pero ahora, incorporada en el asiento del vagón, no puedo despegar la frente del cristal, mientras el tren serpentea entre las colinas verdes, o deja paso a otras moradas de lavandas, bajo la presencia constante en la lejanía, de una fila continua de álamos amarillos que delatan la orilla oculta del río. Comparando el paisaje con la ciudad, esto es un oasis.
Regreso porque mi abuela falleció el mes pasado, cuando Jorge y yo recorríamos Estados Unidos. A la vuelta, encontré el mensaje del capataz que atendía las tierras de mi abuela. Este es un viaje extraño; es amargo, y a la vez, una especie de nostalgia y curiosidad se me despiertan en el pecho, cuando siento que me aproximo a la casa donde pasé los veranos de mi infancia.
Veo a lo lejos el reducido pueblo acercarse y me preparo. De repente el tren chirría hasta detenerse. Reconozco la corta estación de Santa Oliva. Me pongo el bolso en bandolera, levanto el macuto del suelo y desciendo insegura. Una ráfaga de viento cálido me envuelve. Respiro hondo. Quiero absorber la esencia del campo que rodea al pueblo, su aroma a tierra seca, a hierba silvestre y pino resinoso. Comienzo a recorrer la carretera comarcal custodiada por filas de olivos con sus troncos rugosos y vigilantes. A mitad de trayecto me detengo un momento junto a la cuneta. Respiro expectante y emocionada. Siento que el pasado y la niñez me esperan. Conforme avanzo, el camino me guía, polvoriento y seguro, hacia la casa familiar.
La casa se encuentra a las afueras del pueblo, al comienzo del olivar que se extiende más allá de donde alcanza la vista. La verja está abierta y la entrada sigue perfilada por aquellos árboles centenarios. Estos han crecido y sus ramas ahora se cruzan en las alturas formando una cúpula, que se muestra repleta de «racimos de lilos». Su olor intenso desciende sobre mí y me acompaña hasta la entrada, igual que cuando era niña. Yo hacía este recorrido en bicicleta mil veces, ante los ojos vigilantes de mi abuela. Miro la casa desde fuera y siento una punzada en el estómago. La fachada de piedra conserva las marcas del tiempo, sus losas han ennegrecido y las enredaderas siguen trepando, y ya alcanzan el tejado. La misma sensación de estabilidad, permanencia y serenidad de mi niñez, lo envuelve todo de nuevo. Excepto, por supuesto, que ahora la casa está vacía. La abuela Carmen no sale para abrazarme.
La puerta está cerrada. Suelto el bolso y el macuto en la mesa de madera del porche cubierta de hojas de hiedra. Rodeo la casa sin prisa. En la esquina me asalta el olor de un galán de día escondido entre la enredadera. Aspiro aquel penetrante perfume olvidado y continuó. En la parte trasera, debajo de una maceta roja, mi abuela siempre dejaba la llave los domingos que íbamos al pueblo. Hay dos macetas encarnadas rebosantes de aspidistras. Levanto la grande y allí está, mohosa y sucia como si no hubiera sido utilizada en siglos, la llave, esperando.
Dentro de los muros de piedra, el aire es fresco, e impregnado de un tenue olor a cuero curtido y cera de abeja. No puedo evitar que me inquiete el sonido de mis botas sobre la tarima. Paso la mano por los muebles intentando acortar la distancia que tantos años nos ha separado. Rozo la chimenea apagada y el retrato de la abuela junto al de mis padres sobre la cornisa. Acaricio con las manos y el alma los recuerdos. Empujo la mecedora de madera y se queda tras de mí, con un rítmico quejido, balanceándose sola. Junto a la ventana, encima de la mesa camilla, hay un sobre con la letra de la abuela. En la cara puedo leer tan solo: Instrucciones para Maribel.
Me siento en el sillón de la abuela, junto a la ventana desde la que se ve la entrada de los lilos y el principio del olivar, y comienzo a leer.
Mi adorada Maribel,
si estás leyendo esta carta, es porque no me he atrevido nunca a decírtelo en persona. Este olivar ha sido el hogar de nuestra familia por muchas generaciones. Aquí nacieron, trabajaron y murieron nuestros antepasados. Aquí hemos celebrado alegrías y nos hemos refugiado en las penas. Cada olivo ha sido plantado, cuidado y amado por todos nosotros. Pero hay uno que es especial. Asegúrate que han esparcido allí mis cenizas. Este olivo, «el domo», guarda los recuerdos y secretos de nuestra familia. Es el gran olivo donde tú jugabas, el que está en el cerro dominando el campo con el tronco más grueso.
Ese olivo ha estado con nosotros por más de quinientos años. Me contó mi padre, y ahora te lo transmito a ti, que quien lo cuida y se sienta bajo sus ramas puede ver y escuchar sucesos del pasado, cosas del futuro y ver a los que ya no están. No sé si me creerás, pero yo lo he escuchado. No es algo inmediato, ocurre cuando él quiere, con el tiempo y la atención.
Si decides vender la tierra y regresar a la ciudad con Jorge tienes mi bendición. Si decides quedarte y cuidar de él, sé que terminarás escuchando sus susurros. De todas formas, quédate un tiempo en la casa, acércate a él y deja que él te ayude, tal vez encuentres respuestas, tal vez encuentres posibilidades, tal vez encuentres paz. O tal vez encuentres algo más.
Con todo mi amor,
tu abuela Carmen.
Me eché hacia atrás en el sillón y dejé que las lágrimas salieran. Apreté las entrañables palabras de mi abuela contra mi pecho hasta sentir el papel sobre la piel, como un postrero acto de unión entre ambas. Luego abrí los ojos con una mezcla de incredulidad y fascinación. La idea de un árbol que guarda misterios, me parecía un último intento de la abuela para que me quedara en el lugar. Y sin embargo, sentía que había algo más en las palabras que me tocaba el corazón. Tal vez era la manifestación de su pérdida, tal vez la añoranza por todos los que habían quedado atrás en el tiempo.
Sonó el teléfono dentro del bolso.
—¿Has llegado ya? —apareció escrito en la pantalla.
—Hace un buen rato —le respondí a Jorge.
—¿Todo bien por ahí?
—Sí, pero la cobertura es mala —escribí en el teclado. Y le miento como una bellaca. Estoy tan sobrepasada de emociones que no me he acordado de él—. Voy a darme una vuelta por el campo y hablamos esta noche.
—¿Has comido, Maribel?
—Ahora iba a hacerlo —vuelvo a mentirle.
—Perfecto. Toma algo, que no se te olvide. Hablamos a la noche
Saqué del macuto uno de los cuatro bocadillos intactos que Jorge me hizo. Aparté la cortina de rayas azules y entré en la cocina. Abrí el grifo y dejé que corriera el agua helada sobre mis manos. Llené un vaso con el líquido recién salido de la tierra y me senté a comer en la vieja mesa de roble. A través de la puerta de cristales trasera, el huerto se mostraba rebosante, y deduje que el capataz continuaba allí trabajando. Después tomé el sombrero de mi abuela y guardé la llave de la casa bajo el macetero.
Subí a hablar con las cenizas de ella. El sol estaba bajando y las sombras de los olivos se alargaban sobre los surcos de la tierra. Caminé hacia el gran olivo que la abuela me había descrito como «el domo». El sonido de las chicharras llenaba la tarde, el olor a terrones secos me resecaba la nariz, los pies se me hundían en parte del terreno arado y me entraba tierra en las zapatillas, pero nada de eso importaba. Me planté frente a él. Cierto, era un árbol imponente, con un tronco tan robusto que harían falta varios hombres con los brazos estirados para rodearlo. Sus ramas se extendían como un manto protector sobre la tierra. Me giré deleitándome en el paisaje contenido en los cuatro puntos cardinales. Y comprendí la razón por la que mi abuela había elegido este lugar, lejano y silencioso, para formar parte de lo que ella amaba.
Me senté a su sombra recordando cómo solía jugar allí de niña, haciendo casitas para los duendes con piedras planas y soñando mil aventuras. Ahora, sin embargo, sentía una tristeza profunda en el pecho, una soledad real y el peso de una responsabilidad que antes no conocía. Cerré los ojos y dije:
«Abuela, te quiero».
Nadie respondió, sólo escuché algunos insectos revoloteando. Apoyé la espalda en el tronco, sentí su textura rugosa presionando las costillas y las palmas de las manos.
«¿Y tú, viejo amigo, qué secretos guardas?»
Vino Jorge el fin de semana siguiente y se enamoró de la paz y la vida serena del pueblo. Pasaron los días y las semanas. Jorge asistía a sus reuniones en la ciudad y luego regresaba, para seguir trabajando en el ordenador sobre la mesa de la abuela. Aprendí a cuidar la huerta bajo la instrucción de Juan el capataz, a llenar la alberca, a regar los árboles en el momento justo, aprovechando la caída de la tarde, hasta que llegó el frío y el mes de la recolección de la aceituna. Jorge se hizo vital para mí. Llevaba la contabilidad, las peonadas y el peso diario en la almazara. Me hicieron varias propuestas de compra. Ante la posibilidad de alejarme de allí, comencé a sentir una conexión con la tierra y los olivos como nunca había experimentado en mi vida en la ciudad.
Una tarde de abril, sucedió algo extraño. El polen se expandía por el aire formando una capa amarillenta sobre el suelo y las cornisas de las ventanas de la casa. Los olivos se alzaban cargados de trama. Yo disfrutaba en mis paseos diarios de ver como, cada día, crecía su incipiente fruto. Me senté bajo el viejo olivo y empecé a hacerle confesiones a mi abuela, cuando aprecié un frío inusual en el aire. Las hojas del árbol se agitaron con fuerza a mi espalda, y de repente, un murmullo suave acudió a mis oídos. Al principio, pensé que era el viento anunciando tormenta, pero las palabras comenzaron a llegar hasta mí como si vinieran desde muy lejos.
—Maribel…Maribel…
Miré a todos lados y no había nadie. Me puse de pie con el corazón latiendo con fuerza y volví a buscar alrededor. La voz continuó mucho más nítida ahora.
—Maribel, atiende, escucha —dijo la voz mientras unas imágenes inconexas comenzaron a fluir en mi mente.
Vi a mi abuela Carmen, joven, hermosa, bajo el pie de nuestro olivo, que lloraba sosteniendo una carta en las manos. Vi a mi bisabuela Maria, trabajando en el campo con tres niños pequeños a su alrededor, pero con una gran sonrisa en su rostro. Observé hombres y mujeres que no conocía, todos vinculados al olivo, todos habían trabajado, cuidado y protegido el mismo pedazo de tierra.
Una escena daba paso a otra. Caí de rodillas en el suelo abrumada por la fuerza de las visiones. Sentí las emociones de las personas, su cansancio, alegrías y preocupaciones, como si fueran propias. Concluí que el olivo, no sólo conservaba los recuerdos, interpreté que era el guardián de las historias que formaban la identidad de mi familia; y sobre todo, que el olivo era un puente entre el pasado y el presente.
Transcurrieron horas hasta que pude reaccionar. Las visiones se desvanecieron y solo quedamos el olivar, el silencio, yo y la luna levantándose en el cielo.
A la mañana siguiente, presa de la necesidad de hacer algo por aquellas tierras, bajé al pueblo y pegué carteles escritos a mano en las puertas. Convoqué a los agricultores, a una reunión en la plaza, el domingo, a las doce de la mañana. Jorge llegó en el tren a las nueve. Me acompañó silencioso y prudente, puesto que yo, a pesar de sus pequeños chantajes, bromas y presiones, me había negado en rotundo a concederle ni la más leve pista. Reunidos todos, no les hablé de las visiones, pero sí de la importancia del olivar más allá de un recurso económico. Les recordé que nuestros olivos eran un símbolo del trabajo, la resistencia y la memoria de una comunidad. Les propuse convertir el pueblo en un proyecto de agricultura sostenible, aprovechando la creciente demanda de los productos ecológicos en las ciudades. Los incité a transformar el pueblo, venido a menos, en un modelo de tradición e innovación.
El escepticismo fue la primera respuesta. Algunos dijeron que ya se hizo el intento y fracasó; otros pronosticaron que, debido a la bajada del precio del aceite, nuestro destino era vender las tierras. A Jorge se le abrieron los ojos como búhos. Se ofreció de inmediato a buscar la documentación necesaria y colaborar con el alcalde en cuanto requiriera el proyecto. Pero todavía quedaban propietarios reticentes. A ellos les recordé las historias de sus abuelos, plantando aquellos olivos, esperando que crecieran, las luchas que habían superado hasta verlos dar los primeros frutos.
Finalmente, les expliqué, que esta era una buena oportunidad para continuar con fuerza, para revalorizar sus tierras. Aceptó el noventa por ciento.
El proyecto comenzó modestamente. Nos ayudaron medio ambiente y algunos ingenieros agrícolas que nos enseñaban a introducir prácticas sostenibles. Lo principal fue que la comunidad se unió. Tuvimos que luchar contra algunas plagas, hasta que comenzamos a prosperar y las aceitunas se transformaron en aceite de oliva virgen extra, alcanzando fama por su calidad y su sabor. El alcalde cedió casas cerradas a personas que solicitaban trabajo. El pueblo, antes al borde de la extinción, se convirtió en el destino de aquellos que buscaban productos naturales respetuosos con el medio ambiente.
Al llegar octubre comenzó la recolección de la primera aceituna destinada a la mesa. Subí a ver cómo iba la recogida. Vi a una niña pequeña jugando bajo el viejo domo. La reconocí, era hija de uno de los nuevos agricultores instalados en el pueblo. Se entretenía con las aceitunas caídas y las colocaba con esmero en una cesta minúscula.
—¿Qué haces? —le pregunté antes de acercarme para no asustarla.
La niña me miró en silencio, evaluándome.
—Estoy hablando con el árbol —declaró llena de inocencia sin dudar de sus palabras.
—¿Y qué te dice? —le pregunté con un nudo en la garganta.
—Me cuenta historias —dijo la niña apoyándose en el tronco con total confianza y encogiendo los hombros.
Sentí un escalofrío por el cuerpo. Recordé, cómo de niña, yo pasaba allí muchas horas segura, entretenida, tranquila, aunque entonces no comprendiera lo que significaba.
—¿Y qué cuentos te ha narrado? —volví a preguntarle con la curiosidad de quien conoce la respuesta.
—Hoy me ha contado la historia de una mujer que venía aquí con una carta en la mano y lloraba. Vivía muy triste porque alguien a quien quería se fue muy lejos. Pero el árbol le dijo, que no estaba tan lejos como ella pensaba, porque todo lo que amamos deja una parte de sí en los lugares y personas que queremos.
Sentí un nudo en la garganta. Reconocí la historia de mi abuela Carmen, llorando bajo el olivo con la carta de despedida en la mano. Esa carta era del abuelo, que se fue lejos, dejándola sola en el pueblo. Yo nunca conocí a mi abuelo, pero el olivo parecía haber guardado aquel hecho, incluso ese dolor.
—¿Y te cuenta más historias? —le pregunté antes de marcharme.
—Sí, pero el árbol dice que no se puede saber todo de golpe. Hay que esperar, como cuando esperamos a que las aceitunas estén maduras —respondió la niña llena de sabiduría para su edad.
Se levantó una ráfaga de aire y sentí una inmensa paz en mi interior. Miré al olivo, y por un momento, juro que el viento entre sus ramas susurraba algo para mí. No pude distinguir las palabras, sin embargo, sí capté el mensaje: El tiempo sigue su curso, pero algunos lugares y cosas, tienen el poder de guardar en su interior lo verdaderamente importante.
—Continuaré cuidándote toda mi vida, viejo domo —le susurré a modo de respuesta— tal y como lo hicieron mis antepasados. Pero yo no callaré, contaré tus historias a quienes vengan, para que aprendan a valorar lo que es vivir enraizado en la tierra.
Ese día reflexioné sobre el olivo que seguirá allí cuando yo no esté, viendo la vida que transcurre a su alrededor. Con cada generación, con cada recién llegado, él añadirá nuevas historias a sus raíces de tiempo, y estas seguirán creciendo, entrelazándose, retorciéndose, manteniendo vivo el legado de los que nos han precedido.
Acaricié su tronco y regresé a casa cuando el sol comenzaba a ponerse, deslumbrándome y bañando el atardecer con su luz dorada. En el camino de vuelta no me sentía sola, llevaba conmigo la fuerza de mis ancestros, la sabiduría del olivo y la certeza de que pasado y presente se mantienen conectados en un lugar especial que debemos descubrir. Llevaba el corazón lleno de gratitud y alegría. El olivo y yo dormiremos muchas noches bajo el cielo de Santa Oliva. Yo, viviendo mis estaciones al compás de las de Jorge, cuidando este legado. El viejo olivo, firme y sereno, extendiéndose sobre la ladera y estirándose hacia el cielo, mientras sus raíces, que son mis raíces, se afianzan cada vez más en la tierra, como siempre ha sido, como siempre será.