
76. Las raíces del olivo
El suelo crujía bajo sus pies a cada paso que daba. Era de las pocas cosas que se escuchaban allí: eso, el silbido intermitente del viento, el cantar de algún pájaro, los comentarios que de vez en cuando hacía a sus nietos, y poco más. Tranquilidad, al fin y al cabo. Una tranquilidad que contrastaba con el ajetreo de la ciudad, donde todo va deprisa y a contrarreloj; allí nada corría, nada se movía, porque todo estaba ya en su sitio, como debe estar, y como a él le gusta.
Los chicos lo seguían a la zaga, exhaustos y torpes, incapaces de moverse por allí con soltura; no estaban acostumbrados a ese terreno. Él, sin embargo, se movía de una forma envidiable. Mucho mejor que por el asfalto, donde los achaques de la edad lo entorpecían. Era como un marinero que, acostumbrado a los vaivenes del barco, andaba con más naturalidad en alta mar que en tierra firme.
Él sí tenía costumbre. Había pasado su infancia y su juventud recorriendo aquellos montes, y los conocía mejor que su propio cuerpo.
Era su sitio, su lugar, donde había nacido y para lo que estaba hecho, aunque las vueltas de la vida lo hubieran llevado lejos.
No podía recordar un momento de su niñez y no verse a sí mismo en esos parajes, rodeado de olivos, jugando con sus amigos o viendo a los adultos, y no tan adultos, trabajando duro, como fue su caso.
Era muy joven cuando empezó a bregar en el campo tan fuerte como el que más. Le hubiera gustado estudiar, como hacían los señoritos del pueblo, y tenía cualidades sobradas para ello, pero no podía ser. Muchos en casa para comer y poco dinero para alimentarlos.
Los niños, en cuanto podían, y podían muy pronto, tenían que ir a por un sueldo. No había discusión pues no había alternativa, en aquella época la vida era así, le gustara o no.
En su momento fueron vivencias duras, pero con el paso del tiempo, alejado de ello por los años y los kilómetros, pasaron a ser recuerdos dulces, a la vez que amargos por ser ya solo eso, recuerdos.
Esa vida que ahora añoraba se le hacía poco mientras la vivía.
Ambicioso y soñador como era en su juventud, sabía que en el mundo había más cosas que varear olivos en su pueblo. Le parecía poco para él, aspiraba a algo más, a otra vida mejor que la que tenía, y fue a buscarla.
Con solo diecinueve años cogió lo poco que tenía, lo metió en una maleta que él mismo se hizo, y salió rumbo a Alemania.
—Ahora con esa edad son niños —pensaba muchas veces—, pero entonces ya éramos hombres hechos y derechos, no nos quedó más remedio.
Era cierto. Los tiempos duros que le tocó vivir hacían apremiar el madurar, no había tiempo para ser un niño.
Ese, el de ser un niño, es un lujo que no todas las generaciones se han podido permitir.
Su familia le escuchó muchas veces hablar sobre como fue su juventud en el pueblo, pero nunca en tono de queja. A él no le gustó que fuera así, pero entendía que la vida es una lotería, y asumía con resignación lo que a él le había tocado.
Sus comienzos en Alemania tampoco fueron agradables. Toda esa emoción e ilusión por el futuro que le esperaba desapareció pronto, al ver que aquello no era el paraíso que le habían contado.
El calor de Jaén, el cielo claro, el verde del mar de olivos, la simpatía y familiaridad de la gente, todo eso lo cambió por un lugar, a sus ojos, frio y gris, donde no podía esperar más que trabajo y desprecio.
—Tal vez —pensaba— es solo la primera impresión. A lo mejor, pasado un tiempo, descubro que esto no está tan mal. A fin de cuentas, muchos vienen aquí y al volver cuentan maravillas.
Y le dio una oportunidad.
Consiguió colocarse pronto como peón de albañil, trabajando tanto o más que en su pueblo. Había otros trabajos mejores, más cómodos y mejor pagados, pero inaccesibles para un extranjero que apenas chapurreaba algunas palabras en alemán. Él tenía que conformarse con eso.
Ganaba más que en su pueblo, bastante más, pero muy poco para lo cara que era allí la vida. Eso, sumado a su obsesión con ahorrar todo lo posible, se traducía en una vida mísera, subsistiendo con solo lo necesario. Vivía en un piso con otros cuatro extranjeros de historias similares a la suya, comía lo más barato que podía y ni se planteaba ir a un bar o a cualquier otro sitio que solo sirviera para divertirse y tener un rato de felicidad.
No estaba bien. Alemania no era lo que le habían contado, y de saberlo, se hubiera quedado en su pueblo.
Quería volver a casa, donde estaba su familia, sus amigos, y la vida era más bonita. Muchas veces se planteaba hacerlo, pero no era tan fácil. Había ido allí con la intención de triunfar. Le dijo a todos que, cuando lo volvieran a ver, sería un hombre rico, y a sus padres que estarían muy orgullosos. Presentarse ahora en su pueblo de esa manera, cansado, pobre y mal alimentado, sería fracasar, y no quería pasar por eso, así que aguantó.
Tragaba con todo con tal de juntar dinero y poder comprar tierras en su pueblo con las que tener una buena vida. Ese sería el momento de volver, cuando pudiera hacerlo siendo un triunfador.
No quería otra cosa más que esa, volver, y cada noche lo hacía. Al tumbarse en la cama y cerrar los ojos, su mente lo llevaba en sueños a su pueblo, y otra vez estaba en el monte trabajando con sus iguales, vara en mano, sudor en la frente y una sonrisa en el rostro.
Pasaron los meses, pasó el primer año, y ya estaba más que acostumbrado a esa vida, a ser el extranjero que trabajaba duro durante horas para malvivir en ese país a cambio de un salario bajo y el desprecio de muchos.
A él todo le daba igual, a fin de cuentas era algo provisional, el precio a pagar por conseguir dinero y, con ello, una vida de lujo en su tierra, donde pronto volvería. Al menos esos eran sus planes, y lo que pensaba que iba a suceder.
A veces el destino es caprichoso y juega con nosotros, retorciendo la vida para ponerla del revés.
Si bien no todos allí querían a los extranjeros, había excepciones. Un buen día conoció a una chica. Era simpática y amable, muy alemana en sus rasgos físicos, pero no tanto en su carácter. Él, que ya dominaba el idioma, la deslumbró con su exotismo ibérico y su gracejo natural, y ya no volvió a sentirse solo.
Puede ser que ella fuera la mejor mujer del mundo, o simplemente que le diera el cariño que tanto necesitaba, pero se volvió loco por aquella chica rubia de ojos azules tan distinta a las que había en su pueblo, y que estaban tan lejos.
Esa relación le dio tanta felicidad como quebraderos de cabeza. Si antes lo miraban mal por ser de fuera, ahora era el extranjero que andaba con una chica local, una de las suyas, y eso era un motivo de peso para ser odiado.
No era fácil, pero ella estaba dispuesta, y él tenía más que asumido que, para algunos, ser feliz requería esfuerzo.
Las cosas habían cambiado. Alemania ya no era el lugar horrible de antes donde solo había trabajo, miseria y soledad. Ahora estaba ella, y con ella buenos ratos, y alegría, y risas, y planes, y felicidad.
Con ella estaba bien. Con ella, el cielo plomizo de Alemania le parecía más azul, los rostros serios de los alemanes le parecían más alegres, y la pena por no estar en casa no era tanta.
Desde el principio le hablaba de España, de Jaén y de su pueblo, y no le escondió sus intenciones de volver. Ella, fascinada por las cosas que le decía, se mostraba dispuesta a ir con él, a convertirse en la extranjera, y él estaba encantado.
Irían, pero más adelante, cuando fuera buen momento. Primero había que juntar dinero para volver siendo un triunfador. Ella le decía que no necesitaba lujos, que podían vivir con cualquier cosa, pero él tenía su objetivo en mente de forma obsesiva, y no aceptaba otra posibilidad, así que lo aplazaron.
El tiempo pasaba y las cosas seguían su curso natural: en poco más de un año se casaron, y tras eso vino el embarazo. Tuvieron una niña preciosa, de rasgos más alemanes que españoles, que crecía sana y feliz. Había formado una familia, tenía amigos, un hogar y un trabajo.
Las cosas iban bien. Mantenía su deseo de volver, pero no tenía prisa, no ahora. Se decía a sí mismo que ya llegaría el momento, que era una cuestión de tiempo, y no se daba cuenta de que, precisamente, cuanto más tiempo pasaba, más lejos estaba de su tierra.
Todo eso que tenía, todo eso que le hacía tan feliz, todo eso eran raíces que estaba echando en Alemania. Raíces que lo sujetaban a esa tierra, y que cada día que pasaba se hacían más fuertes y profundas.
Un día se dio cuenta: no podía volver. Aquella vida que tenía allí era también de su mujer y de su hija. Él no tenía problema en dejarlo todo e ir a Jaén, pero tenía claro que para ellas no sería tan fácil. Sabía mejor que nadie lo que era eso, lo duro que era dejar tu propia vida, y no quería que ellas pasaran por lo mismo. Aunque fuera a costa de sus deseos, casi de su felicidad, desechó la idea de volver, o lo intentó.
Por más que se esforzaba en aceptarlo, no podía. El deseo era muy fuerte, y a cada poco le brotaba un destello de esperanza. Volvía a ver posible la vuelta a casa, y creía nuevamente que algún día lo haría. Sentía alegría e ilusión, pero no duraba mucho. Se daba cuenta otra vez de que no podía, que era imposible, y sentía la misma pena y la misma frustración que la primera vez. Se convirtió en un ciclo constante de pena y alegría que nunca acababa. Un castigo incesante que él mismo se suministraba, y que duró durante años, durante muchos años.
Era ya abuelo y peinaba canas cuando, por última vez, siendo la definitiva, aceptó que su sitio era ese y que nunca volvería.
Aquellos días en su pueblo eran pasado, recuerdos, y no iban a volver. Muchas veces lo pensaba y se enfadaba. Suya fue la iniciativa de salir, y suya era la culpa. Él mismo se alejó de Jaén, de su tierra. Imaginaba como hubiera sido su vida si se hubiera quedado. Habría acabado con otra mujer, otros hijos y otros nietos, pero en su tierra. Tal vez hubiera sido mas feliz. Pensaba eso muchas veces, y siempre, tras ello, le embargaba un fuerte sentimiento de culpa. Pensar en eso, en tener otra familia, le parecía traicionarlos. No quería otros hijos u otros nietos, los suyos eran los que quería, y los quería tanto que no los cambiaría ni por su tierra.
El destino, efectivamente, es caprichoso y a veces juega con nosotros. Nos pone en situaciones en las que nunca hubiéramos pensado que estaríamos. Nos sorprende, a veces para mal, y a veces para bien.
Rondaba los 80 años cuando llegó el día. Su hija y sus nietos, todos radiantes de felicidad, le dieron la noticia: irían de visita al pueblo.
Muchas veces habían hablado de ir de vacaciones. Pasar algunos días allí, en su tierra, pero no podían. Nunca había dinero y siempre surgía algo, algún problema o alguna obligación que impedía hacerlo. Así, acabó por desechar la idea, también esa. Tenía claro que no volvería nunca ni para vivir ni de visita. Lo tenía tan claro que ahora no lo podía creer. No era capaz. Tras tantos palos y tantas decepciones, estaba seguro de que, por mucho que todos le decían que irían, pasaría algo que impediría el viaje. Cualquier desgracia que lo alejara de su tierra. Pero tal desgracia nunca llegaba y, al poco, tuvo ante sí el enorme manto verde de olivos que cubría Jaén.
Era cierto, estaba allí, en la tierra donde nació, con la que soñaba y a la que anhelaba volver. Estaba allí otra vez, en casa.
Tras tantos años, como era normal, las cosas habían cambiado mucho: a la mayoría de la gente no la conocía, y a los que sí, los recordaba muy distintos; las calles estaban mejor asfaltadas; las casas distintas y los comercios eran otros.
Viéndolo así se podía pensar que, tras tanta transformación, era otro pueblo, nada que ver con el lugar en el que se crio, pero no, él veía aquello y sonreía a darse cuenta de que estaba en su pueblo, en su lugar.
Habían pasado muchos años, pero no tenía esa sensación. Le parecía como si nunca se hubiera ido, incluso, se sentía como si tuviera diecinueve años otra vez, como si hubiera vuelto al pasado.
Habló con unos y con otros, recordando historias del pasado, contando sus vivencias y escuchando las de los demás. Llevaba a su familia de un lado a otro, enseñándoles todo lo que le parecía de interés, y asociando cada lugar y cada persona a historias que les había contado miles de veces. Al final, cogió a su nietos y se los llevó al monte.
—quiero que veamos algo— fue lo único que les dijo.
Caminaron entre los olivos durante tiempo, él sin problemas, y ellos con dificultad. Esos chicos jóvenes, atléticos y de rasgos germanos, no eran capaces de seguirle el ritmo a su abuelo, un hombre mayor castigado por el trabajo duro de toda una vida. Nunca lo habían visto así, tan alegre, tan enérgico, tan feliz.
—¡Aquí es!
Se detuvo junto a un olivo y esperó a que sus nietos lo alcanzaran. Mientras ellos, ahogados por la caminata, luchaban por normalizar la respiración, él lo miraba con admiración.
—Lo planté poco antes de irme a Alemania, y siempre me he preguntado como estaría.
El árbol era grande y se veía robusto. Le pasó una mano por la corteza y le pareció que las hendiduras que tenia eran similares a sus arrugas. Los dos eran ya viejos, se dijo para si, sonriente, y pensó en más cosas en las que ese olivo y él se parecían: duros, curtidos, bien trabajados y con unas fuertes raíces hundidas en ese suelo. Unas raíces que, daba igual lo lejos que estuviera, siempre lo tendrían conectado a esa tierra, a su tierra.