75. Ese milagroso líquido dorado

Dolores Asenjo Gil

 

Conocía los misterios de las plantas y con ellas fabricaba tisanas, tinturas y emplastes. Sabía cuando había que recolectarlas y como conservarlas para que preservaran sus propiedades. Los estantes de la alacena estaban abarrotados de tarros pulcramente etiquetados y del techo colgaban ramilletes aún frescos. La casa entera olía a campo.

Cuando hacía sus mejunjes destapaba la alcuza herrumbrosa, esa que había sobre la artesa, y añadía sin miseria un buen chorro de su contenido.

La abuela, ataviada con delantal y zapatillas, era la curandera a la que acudían las personas de la comarca cuando tenían alguna dolencia.

Aquella tarde llenó una taza de la alcuza exclusivamente para mí. Primero me untó el pelo, encrespado según ella por el cloro de la piscina. Después me dio un masaje en el hombro lastimado por la caída de aquel árbol tan alto y, por último, me frio un huevo como solo ella sabía, con encaje en la clara.

—Abuela, ¿qué es ese líquido mágico que guardas en la alcuza?

—Cariño, es aceite, aceite de oliva virgen extra.