75. Alma

Antonio Tena

 

“A pesar de todo, para los que nacimos y crecimos allí, el olivo, la oliva, sigue teniendo algo de árbol sagrado, y su figura solitaria nos sobrecoge siempre, y el color y el aroma del aceite nos dan todavía una sensación de intemporalidad, casi de paraíso”

Antonio Muñoz Molina

Padre me llamó esta mañana. No suele hacerlo, por eso debe ser importante. Cuando te separan más de trescientos kilómetros de él, los mismos que van de Madrid a Jaén, tienes que estar preparado para responder a la llamada. En realidad nuestra distancia es mayor. Ya llevo unos meses sin ver al viejo. El trabajo no afloja, si sirve de excusa. Hoy ha amanecido lluvioso este martes de noviembre en Madrid. Pensaba quedarme en la oficina hasta que llegaran las limpiadoras del turno de noche. Tampoco tengo nada mejor ahí fuera. Es lo que he elegido para mi vida, ninguno me puso una pistola en la cabeza, no puedo culpar a nadie.

La voz de padre sonaba seria al teléfono. Tampoco era síntoma de nada, padre es siempre sobrio. Pero aflojaba cada palabra con cuentagotas, haciendo un verdadero esfuerzo para medir lo que decía. Quería verme.

–  Pero ahora ando con mucho jaleo en la oficina, ¿bajo para casa este fin de semana?

No hubo respuesta inmediata. Un silencio demasiado largo mientras padre, al otro lado, intentaba encontrar la mejor respuesta.

– Prefiero verte hoy.

Al poco ya estaba saliendo del aparcamiento de una de esas grandes torres al norte de la Castellana. Sin apenas respiro me encontré en el atasco de la M-30 dirección sur. M-30 o libertad. Y en esas andaba, intentando liberarme de aquella maraña de coches para desembocar en la carretera de Andalucía. La lluvia comenzaba a arreciar mientras las ráfagas de viento azotaban los árboles en los laterales. Un camión había pinchado y la policía cortaba el carril exterior mientras estallaba un concierto de bocinas.

Pero de todas las dificultades de la vida se termina escapando, incluso del tráfico en Madrid. Cuando tomas la autopista, todo eso queda atrás, en el retrovisor del coche. A partir de ahí sólo piensas en quitarte de en medio La Mancha. Volé como una exhalación por Despeñaperros. Sé que no lo soñé, porque al mes terminaría llegándome una multa por exceso de velocidad pasada la Venta de Cárdenas.

Iba al encuentro de padre. Sintonizaba alguna emisora de música, quería distraer la cabeza porque la preocupación iba ganando terreno. Podía haberme tranquilizado por teléfono, haberme anticipado algo para hacerme el viaje más llevadero. Incluso haberme invitado a comer un guiso de olla el sábado. Pero es así, a su edad no podemos pedir a los dioses que cambie su forma de ser.

Me rondaba por la cabeza que el misterio tendría que ver con el aceite. No es ninguna casualidad. En una provincia con sesenta y seis millones de olivos, donde tocamos a cien árboles por habitante, es una simple cuestión de probabilidades que la llamada de padre tuviera que ver con el aceite de oliva. En concreto con el de la Almazara Nuestra Señora de los Montes. La misma que padre heredó de abuelo cuando yo era un niño con edad de jugar al balón. La almazara donde pasé media infancia, merendando pan, aceite y azúcar. Trasteando por su patio, convertido en mi paraíso. Tantas horas tenía que pasar allí que padre mandó instalar en la entrada un columpio de balancín para su único hijo.

Fue después, en los años del acné, cuando comencé a saturarme de la almazara, de la aceituna atrojada y del aceite de oliva. Supongo que es algo normal a esa edad, cuando cualquiera cambiaría el olor a alpechín por tontear con las niñas en la plaza de la iglesia. Pero sospecho que había otras razones, más poderosas, que me hicieron perder el interés por la almazara. Padre tenía una forma muy peculiar de llevar sus asuntos. No quiero decir que fuera mejor ni peor, simplemente que era su forma muy personal de dirigir el negocio. Padre pensaba, le daba vueltas a las cosas, pero casi nunca tomaba decisiones. El tiempo transcurría indolente mientras las oportunidades pasaban de largo por la puerta de la almazara. Cuando tomó las riendas de manos de abuelo, heredó un gran negocio, pero a falta de decisiones, la almazara comenzó a languidecer. Los aceites de oliva Nuestra Señora de los Montes no estaban nunca entre los premiados en las ferias y concursos. Padre tenía la curiosa opinión de que los aceites se vendían solos, que era cuestión de despacharlos. No hacía falta remover Roma con Santiago, ni complicarse la vida para vender el aceite en Úbeda o Linares.

Dejaba atrás Despeñaperros, y eso siempre activa algo en mí. Algo avisa de que estoy volviendo a la infancia. Tras la sierra y los viaductos, aparece La Carolina, puerto de entrada al mar de olivos. Nunca me terminó de convencer eso del mar de olivos. Allí no hay olas, ni movimiento, ni una marea que lo ondule. Olivo es una palabra de ciudad. En Jaén sabemos que el árbol es madre, por eso la llamamos oliva. Es una madre que nos pide ordeñar su fruto. Allí acampa ese ejército inmóvil de sesenta y seis millones de olivas defendiendo su sitio bajo el sol. Y no hay dos olivas iguales. Levántame como una rama de oliva, canta Cohen. Les paso revista desde el coche, a más de ciento veinte. Compruebo que ninguna se ha movido desde que me fui para Madrid. Ahora que vuelvo, todo permanece como lo dejé. Es como el tango, porque el viajero que huye tarde o temprano detiene su andar. Imagino el juramento que brindó aquel ejército de olivas al hombre primigenio. Yo no te pido más que mi sitio bajo el sol. Alguna brizna de agua, siquiera muy de tarde en tarde. Y yo te brindaré mi redondo fruto de aroma y sabor. Pero ay, andaluces de Jaén, no os lo regalaré mi fruto, tendréis que arrebatarme cada aceituna y hacerla vuestra con el sudor de la frente.

Regreso al pueblo, a los escenarios y decorados de mi infancia. Me cruzo en la carretera con ese trasiego de remolques con los primeros frutos de la nueva campaña. Me doy cuenta de cómo he pisado el acelerador, llego al pueblo en poco más de tres horas. Padre me ha citado en la vieja almazara. Ha debido de planearlo así para vernos a solas, sin madre. Vuelvo al mismo cartel al pie de la entrada del pueblo. Comienza a anochecer en mi campiña jaenera y llegan ráfagas frías. Nada parece haber cambiado. Eso no es bueno, sólo confirma que la almazara está igual que hace treinta y pico años. Sigo hacia el aparcamiento de la entrada. El cemento del suelo se ha cuarteado tanto que tengo que avanzar despacio para no dar botes en el coche. La hierba ha brotado entre las grietas del pavimento. No hay nadie, estará aún en casa con madre, no esperaría que llegara tan temprano. Desde los alrededores de la almazara me llegan los sonidos y olores de la actividad de los vecinos en plena campaña. Padre siempre llamó vecinos a lo que los libros llaman competencia.

Me enciendo el enésimo cigarro. Desde el pequeño aparcamiento podré ver las luces cuando llegue el coche de padre. Refresca cada vez más y me subo el cuello del abrigo para protegerme del frío. No tengo llaves del edificio, no puedo culpar a nadie porque nunca las pedí. Tampoco es para tanto, los inviernos de Madrid son mucho peores. Doy pasos de punta a punta del aparcamiento, para sacudirme el frío y la preocupación de la espera. Doy la vuelta al otro extremo, hasta encontrar el balancín. No está completamente inmóvil. Una ráfaga de viento ha conseguido arrancarlo y se mece ligeramente, dándole un aspecto más fantasmagórico. Está herrumbroso, en su base han crecido los hierbajos. La almazara parece detenida en el tiempo, no parece que padre haya comenzado la campaña.

Estoy a punto de fumarme un nuevo cigarro pero padre es fiable como un reloj. Unos faros iluminan el camino de acceso. La oscuridad de la noche venció a las últimas luces del ocaso. Reconozco enseguida el viejo coche de padre. En apenas segundos distinguiría ese ruido del motor entre miles. No ha pensado en cambiarlo, ni cree que tenga necesidad. Suficiente para desplazarse hasta Jaén, a algún papeleo. Su mundo no va más allá de la capital de provincia.

El coche se detiene y padre baja de su interior. Le cuesta hacerlo, tiene que agarrarse a la puerta para descender. Ya estamos frente a frente. Padre e hijo. Me has llamado y he venido. Lo observo en silencio. Tiene mucho peor aspecto que la última vez que nos vimos antes del verano. En lugar de meses, ha envejecido varios años. También me mira antes de abrazarme. Nunca fue especialmente efusivo.

– Estás más delgado. ¿No te dan de comer en ese Madrid?

Mueve la cabeza con preocupación real, como si su hijo estuviese afectado por una desnutrición severa. Padre no tiene el don de madre. Madre me ve y me sabe. Él sí que ha perdido mucho peso desde la última vez que nos vimos. No tiene buen aspecto, quizás está más cansado que de costumbre. Me ofrece un cigarro, lo rechazo y con un gesto le señalo la puerta de entrada. Estaremos mejor dentro, tampoco puede estar mucho tiempo de pie.

Antes de entrar le pregunto por el patio inmóvil. Preparado para engullir toneladas de aceitunas, pero inmóvil. Como un ejército impaciente porque su general no da la orden de entrar en acción. Bullen de actividad los alrededores, pero padre no ha comenzado aún la campaña. Se lo pregunto directamente y niega con la cabeza. Se enfada. Ya viene el listo, el mismo que se quitó de en medio con dieciocho años a explicarme cómo debo hacer las cosas. Aún es pronto para empezar. Él guarda todo en la cabeza para tomar decisiones, no necesita algoritmos. Esto va de rendimientos. Pero no le interesa abrir esta discusión.

– Venga, pasa para dentro que tenemos que hablar tú y yo.

Enciende las luces aunque podría moverme por la almazara incluso a oscuras. Está igual que el exterior, como atrapada en el tiempo. Me lleva a una pequeña sala que hacía las veces de sala de visitas. Pienso que sobra, porque apenas reciben a nadie. Es una estancia blanca, sólo una mesa en su centro con dos sillas frente a frente. Nada más que distraiga la atención. Fija en la pared, como único adorno de la sala, una imagen de Nuestra Señora de los Montes. Padre carraspea, tiene algo dentro pero no sabe cómo sincerarse con su hijo. Me pregunta cuatro cosas para romper el hielo. Yo también. Le pregunto por madre, me espera en casa ansiosa para la cena. Está incómodo y no termina de atreverse a hablar. A la luz de la sala lo noto más deteriorado que fuera. Ojeroso, las facciones más angulosas por la pérdida de peso. No se atreve a arrancar, por eso creo que es mejor permanecer en silencio. Hasta que finalmente se decide.

– Hijo, esto no marcha.

Yo estaba convencido, como un axioma, que nada marcha en esa almazara. Pero no de ahora, sino desde décadas atrás.

Fija la vista en la mesa. Parece sentirse algo más relajado, pero guarda aún algo dentro de sí.

– ¿Cómo va tu vida en Madrid?

He ocultado muchas cosas a padre, pero sabía perfectamente que lo mío en Madrid no era vida. Por razones complejas de explicar, pero no lo era. Y la soledad no es el único motivo.

– No me quejo. ¿Cómo va el aceite? ¿Vuelven a estar peor las cosas por aquí?

Finalmente reúne el valor para hablar, aunque sigue sin levantar la vista de la mesa.

– Va mal, muy mal. ¿Te ves con fuerzas de coger esto? Te lo voy a poner negro sobre blanco. Si me dices que no, se lo vendo al primero que lo quiera. A precio de derribo. Si te viene bien volverte para el pueblo y dejar aquello, todo tuyo.

Se vuelve a hacer el silencio. Allí estamos, en una sala viviendo mi particular proceso de selección para tomar las riendas de la empresa familiar. Dejar Madrid, y lo sabía por madre, no era nada. Un buen trabajo con un mal sueldo, y un alquiler prohibitivo para vivir en soledad. En el otro extremo, me proponía una almazara ruinosa. Pero me lo estaba ofreciendo barato. Faltaba poner un folio en blanco sobre la mesa para firmarlo.

– ¿Y si no estoy preparado?

– Si no estás preparado, no vamos a andarnos con sentimentalismos. Se lo vendo al primer especulador que me la quiera comprar para liquidarla. Pero quizás tengas aún este aceite dentro de ti. Algo tendrá el aceite cuando lo bendicen.

Padre sabe que el refrán se refiere al agua. Pero dispara con bala. Me está mandando un mensaje, a mí me bautizaron con aquel aceite. El cura del pueblo miró para otro lado cuando padre le dio una ampolla de su aceite de oliva para que hiciera de santo óleo.

– No sé qué decirte. Esto me pilla de sorpresa, tendría que pensármelo. Aquí hace falta gestión. Y mucho marketing.

Para padre, marketing tiene el mismo significado que crecepelo milagroso. Una de esas palabras que inventaron los niños de Madrid para confundir su sano juicio. Siempre estuvo convencido de que el aceite se vende solo.

– Este aceite ya lo conoces, es bueno.

– Podría ser mejor. Eso necesita un esfuerzo. Y los esfuerzos necesitan dinero.

– Las cosas están mal para todos. El campo sufre, todo el sector tiene problemas.

– A todos no les va igual. Muchas almazaras sacaron la cabeza del pozo. Les costó su dinero. Y hay que salir ahí fuera para vender.

Volvió a cabecear.

– Eso ya lo hago.

Padre llamaba “salir ahí fuera” a acercar el aceite con la furgoneta de reparto a los clientes de toda la vida, en Porcuna o Linares. Lo mismo que aprendió de abuelo. Más allá de Jaén, comenzaba la terra ignota.

– El aceite hay que pasearlo en Tokio.

– Haz lo que quieras, te lo estoy ofreciendo. Niño, tú sabes de aceite todo lo que necesitas para levantar esto.

Me conocía como si fuera mi padre. ¿Cómo no vamos a conocer aquello que hemos mamado? Por supuesto que saboreo el aceite de oliva que sueño en mi cabeza. Llevo toda la vida probando, leyendo, viviendo el aceite. Claro que sé lo que necesito para hacer ese aceite de mis sueños realidad. Sé perfectamente cómo sería su sabor exuberante, tengo en mis papilas el sabor intenso de ese aceite que he imaginado desde siempre. Un aceite que me transporte a mi infancia con su frescura, como si estuviera tumbado en un prado de hierba recién segada, rodeado de verde alloza. Tiene que picar y amargar en su justa medida, o no merecería la pena llamarlo mi aceite de oliva. Sería otra cosa. Moriría por retener el verdor del principio de envero, cuando la aceituna nos ofrece lo mejor de sí.

Habría que comprar maquinaria moderna, tirar todos los cacharros de padre. Me viene a la cabeza en un instante todo lo que he visto y leído. Protorreactores, atmósferas de oxígeno, ultrasonidos. La última tecnología para capturar en las botellas el espíritu vivo que derraman las aceitunas, como si estuvieran por siempre recién exprimidas.

Pero hay que arriesgar, todo eso costaría un buen dinero. Dudo.

– No sé qué decirte. Creo que esto yo solo no lo saco adelante. Voy a dudar, voy a tener preguntas. Pero estarás por casa, tendré que llamarte para saber tu opinión. Tenemos tiempo.

Padre calló. Y ese fue el silencio más incómodo de la noche. Porque desde que comenzamos la conversación algo dentro de mí no paraba de dar vueltas. ¿Para qué tanta prisa en llamarme? ¿No podía haber esperado hasta el fin de semana para proponerme la almazara? Seguía en silencio, ahora con un ligero temblor.

– No niño, no tenemos tiempo.

Fue entonces cuando todo cayó en un solo segundo sobre mí, como una losa. La urgencia, la pérdida de peso, la visita al doctor que me comentó madre. Entonces sí, entonces el que comencé a temblar fui yo.

– ¿Qué ocurre, padre?

– Que se me acaba el tiempo.

Un nudo en la garganta me ahogaba sin piedad.

– ¿El oncólogo?

Padre asintió

– Bueno, vamos a estar tranquilos. Los médicos se equivocan.

Esta vez negó con la cabeza.

– La consulta anterior me dijo que el bicho estaba controlao, y ahora parece que se ha descontrolao. Sin remedio.

Trago saliva

– ¿Y?

– Meses. Tenemos meses para dejarte esto funcionando.

Los ojos humedecidos son aceptables. Una única lágrima también, se le escapó a padre, y yo lo imité. Eso está permitido. Una lágrima no hace lloro. Los hombres no lloran. Vaya reglas estúpidas nos imponemos.

No se termina de deshacer el nudo en mi garganta

– Aquí sentados no pintamos nada. Vamos a dar una vuelta por la almazara.

Andamos un poco. Ninguno de los dos podemos articular palabra, ni quizás sepamos qué decirnos el uno al otro. No queremos separarnos en los coches para romper a llorar cada uno por su lado. Porque lo haremos tan pronto como el otro no nos vea.

– Mira, aquí vamos a necesitar una maquinaria italiana que he visto en una revista, la mejor del mercado. La que usan las almazaras de premio.

Salimos para el patio. Padre me ofrece un cigarro y se lo acepto. Seguimos juntos, seguimos resistiéndonos a montar en los coches. Intuyo que vamos a tardar en irnos. Madre tendrá que esperar. Le hablo acelerado, de olivares superintensivos vigilados por drones, del protorreactor de la revista. Pero dentro ya sólo estoy pensando en él.

– Padre, ¿no me contaste una vez que nuestro aceite tiene alma?