
74. El susurro de los olivos
En el corazón de la provincia de Jaén, un pequeño pueblo destacaba por su exuberante belleza, sus ondulantes colinas de verde perpetuo y los olivares centenarios que daban sentido a la vida de la región. El oro líquido del aceite de oliva sustentaba el lugar, al tiempo que los majestuosos olivares salpicaban el paisaje cual guardianes silenciosos de la historia de Jaén. Sin duda eran los centinelas que velaban por el sustento de los aldeanos y eran el corazón del olivar español. Se extendían como un manto de plata sobre las colinas, guardando el secreto de la historia de generaciones de olivareros, fluyendo por las venas de la cultura y definiendo la vida cotidiana de los lugareños. Allí vivía María Isabel, una joven apasionada por sus raíces, su tierra, por la cultura del olivar y por su memoria auténtica.
Desde su más tierna infancia había sentido una íntima conexión con los olivos que la rodeaban, identificándose plenamente con la idiosincrasia local. Cuando el sol se ocultaba tras las montañas, María Isabel solía aventurarse entre los olivares e impregnarse de la aroma de las aceitunas y de la tierra húmeda que la envolvía. A medida que fue creciendo comenzó a asumir los diferentes desafíos a los que se enfrentaba en su tierra natal. Su abuelo, junto a los ancianos del pueblo le había enseñado el arte de cuidar los árboles, dedicándoles tiempo, comunicándose con ellos, abrazando su tradición…
Durante siglos los olivares habían sido el sustento de las familias, sin embargo en los últimos tiempos pendía sobre la producción la competencia internacional, la cual había traído dificultades económicas, haciendo zozobrar el bienestar regional.
Desde siempre se habían escuchado innumerables historias a propósito de la cultura local, muchos de ellos mitos, otras arraigados fuertemente en las tradiciones y otros simplemente eran historias que se transmitían de generación en generación.
Vagando por el paisaje, cierto día se topó con un árbol hueco, donde se coló una grácil ardilla. Intrigada se situó junto al pie del árbol y halló tapado entre las malezas silvestres un pequeño cofre de madera raído por el tiempo, en cuyo interior contenía un amarillento sobre. Presa de la curiosidad, María Isabel lo abrió expectante, pero con sumo cuidado. Unos anticuados y frágiles folios, escritos con legra cursiva antigua saltó ante sus ojos. El viejo escrito narraba una leyenda de la que jamás había oído hablar y contenía un extraño mapa. Hablaba sobre un olivo centenario, que estaba oculto en las profundidades del bosque de La Loma. La fábula contaba que este olivo poseía un aceite de sabor y aromas incomparables, pero que ningún humano había logrado encontrarlo. Sugestionada por su hallazgo, decidió emprender la búsqueda de este tesoro. Reunió a un grupo de aldeanos, amantes de la tierra y del aceite de oliva y juntos trazaron un plan que los condujo hasta los intrincaos laberintos del olivar.
Se aventuraron en el bosque siguiendo la pista que les ofrecía el antiguo mapa, uno de los ancianos del pueblo los condujo hasta un olivo centenario de tronco retorcido y brillantes hojas plateadas que susurraban los secretos de los siglos pasados. Este magnífico árbol legendario y añejo era una sobreviviente nato de tormentas, sequias, guerras… Sus raíces se extendían profundamente en la tierra, cual testimonio de la tenacidad de la vida misma. Al llegar a él lo rodearon a modo de reverencia, abrazando su tronco, estableciendo una conexión especial que avivaba una llama perceptible en el corazón de todos los presentes. Obedeciendo a un llamado interior formaron un círculo entorno al olivo, se cogieron de las manos y cerrando sus ojos bajaron el rostro para solicitar su permiso y poder recolectar sus frutos. De repente y tras una apacible brisa, el tamaño y belleza del árbol parecía haberse revitalizado. Una suave sacudida hizo que de sus ramas fueran cayendo las olivas al suelo; cada una de ellas mostraba un aspecto brillante de color purpura y un tamaño único, de alrededor de unos dos centímetros. Fulguraban cual piedra preciosa, desprendiéndose de las ramas del magnífico árbol entre la hierba del suelo. Junto al árbol, como surgidas de la nada encontraron sacos en los cuales fueron colocando los extraordinarios frutos.
Tras la cosecha y cuando se disponían a transportar las olivas al molino local para prensar y extraer el dorado aceite, una resplandeciente luz iluminó los árboles cercanos, de cuyas ramas comenzó a caer una cuantiosa lluvia de olivas tan magnificas como las del centenario olivo.
Una fuerte corriente de energía sacudió a los presentes, quienes trabajaron con pasión hasta recoger la magnánima cosecha que tapizaba el suelo. Tras la molturación, el batido, la centrifugación y la eliminación de impurezas, procedieron al almacenaje del preciado líquido en los depósitos donde dormirían durante dieciocho meses herméticamente sellados y en la oscuridad del sótano del viejo molino.
Desde aquel memorable día los olivares parecían a ver cobrado vida viéndose revitalizada la producción. La magia parecía haberse extendido a todas las plantaciones acelerando el ritmo de la productividad.
La impaciencia de los lugareños por saber cuál sería el resultado de tantos esfuerzos resultó premiada por el exquisito aroma y calidad conseguida. Con denotado orgullo el maestro de almazara permitió a los paisanos probar el aceite de oliva virgen obtenido, quedando estos atónitos por su sabor excepcional.
– “¡Es el elixir de los aceites! ¡Es oro líquido puro! – voceaban entusiasmados!”.
El secreto de los olivares centenarios seria preservado celosamente como un tesoro, al igual que el viejo cofre que lo reveló. Sin embargo, este descubrimiento les instó a compartir esta singular riqueza con el resto del mundo.
Los ancianos crearon un centro de oleoturismo en el pueblo, donde los visitantes podían explorar el olivar centenario, aprender sobre la cultura local y degustar el aceite de oliva más exquisito y puro como jamás lo habían probado antes.
Su principal cometido era transformar la herencia olivarera en un destino de oleoturismo, el cual por sí mismo suponía un gran reto.
Llamaron “El susurro de los Olivos” al proyecto turístico focalizándolo en visitas guiadas durante las cuales los visitantes podrían conocer y valorar las principales características del producto ya elaborado, pero también les permitiría experimentar el proceso de elaboración. María Isabel estaba segura de que el hecho de divulgar todo el proceso de producción haría que palideciera la competencia extrajera.
Este pequeño centro comenzó a avanzar invitando a los visitantes a experimentar la magia del olivar, mostrando todo el proceso que comenzaba con la cosecha de las aceitunas, hasta la degustación del aceite de oliva virgen, un proceso esencialmente artesanal.
El turismo comenzó a florecer, fortaleciendo y afianzando la economía local. La leyenda del olivo centenario se cristalizo trascendiendo fronteras y afianzando el legado del olivar centenario de Jaén. El dorado aceite de oliva había logrado preservar el legado histórico y demostrar la importancia de dejar fluir y cuidar los frutos que la tierra brinda para el sustento de la humanidad. Una joya liquida invaluable, símbolo del pasado, del presente y del futuro de aquella bendecida herencia olivarera.
Desde muy tempranas horas, cuando el sol aún se mecía en el horizonte, los visitantes se enfundaban en los trajes de campo, uniéndose a los recolectores locales para cosechar las olivas. El aroma de las ramas de olivos, mezclado con la risa y las innumerables historias compartidas creaban una atmosfera especial.
María Isabel se encargaba de guiar a los visitantes a través de los diferentes pasos de producción, desde la molienda de las aceitunas hasta la extracción del preciado oro líquido. Un cuidadoso itinerario permitía a los excursionistas conocer los antiguos molinos de piedra que aún se mantenían operativos, manteniendo viva la tradición y al mismo tiempo explorar la pintoresca villa y su historia.
Con el tiempo se fueron incorporando servicios que contribuyeron a incentivar el oleoturismo local. Se servían almuerzos a la sombra de los impresionantes olivos, donde se compartían platos típicos de la región, gazpachos, aceitunas marinadas y un crujiente pan elaborado con el preciado aceite. Este exitoso emprendimiento permitía a los visitantes apreciar el producto que ellos mismos habían contribuido a elaborar.
El museo local fue añadiendo diversos utensilios relacionados con la cultura del olivar, desde los más antiguos artilugios de recolección hasta pinturas de artistas locales que habían sabido reflejar en sus lienzos la belleza atemporal de los olivares.
Durante las noches estrelladas del verano se servían cenas al aire libre donde la asistencia disfrutaba de una extensa variedad de platos gourmet exquisitamente enriquecidos por el aceite de oliva virgen, maridados con los vinos locales y la música flamenca que impregnaba el aire. A medida que ganaban popularidad, María Isabel comprendió que se había obrado el milagro de difundir la cultura local proyectándola internacionalmente, al tiempo que se revitalizaba la economía regional, preservando así la herencia olivarera.
“El susurro de los Olivos” fue tornándose gradualmente en un lugar emblemático que preservaba el legado olivarero y que compartía su singular riqueza con el resto del mundo. La pujanza de los lugareños lo convirtieron en un faro de conocimiento y pasión por la producción local celebrada en su máxima expresión.
Los visitantes partían con la nostalgia incrustada firmemente en su alma, pero con la semilla de la esperanza del regreso enraizada en el corazón. El olivar centenario enamoraba y seducía a los turistas que llegaban de todas partes y se llevaban consigo el sabor y el espíritu de los olivares, una herencia que crecía al igual que los frutos.