
66. El placer
Arde. Lenguas de fuego trazan surcos sobre su piel cuando él desliza, seguro, su mano exploradora hacia abajo, más abajo, donde las partes del cuerpo pierden su nombre y reina el deseo.
Dedos sabios, áridos como la tierra del olivar, hábiles recolectores expertos, exploran cada centímetro de su terreno, extrayendo gemidos suaves, goteo lento del fruto exprimido justo a tiempo.
Se inicia la decantación de silencios y jadeos, separando lo impuro de lo sublime, destilando la esencia más pura. Él, maestro molinero, prensa con firmeza, domina cada movimiento, transformando los susurros en gemidos, cosechando besos líquidos.
Al unísono sus cuerpos se elevan en un quejido ancestral. Cuerpos de olivo, arraigados en la tierra, piernas y brazos anudados, pero tocando el cielo con las puntas de sus dedos, transformados en ramaje plateado untado por su deseo.
El placer se eleva como el humo de una vela consumida, llenando el espacio con su emulsión: aroma dulce, fuerte y picante, pero ligero como un suspiro. Y cuando finalmente llegan al clímax, el aceite más exquisito se derrama en sus almas. Siendo dos y a la vez tan solo uno, nudos de un mismo tronco petrificado por el tiempo. Perenne. Eterno.