65. Versos entre olivos
La memoria del pasado, ese ente que a medida que los años transitan, comienza a hacerse más evidente, se llega a saborear, a traernos ciertos aromas y hasta se puede tocar con la punta de los dedos. Esta memoria que todo lo encierra, me trae vívidas imágenes de padre antes del inicio de la jornada, cuando toda la cuadrilla estaba conformada y preparada para emprender el camino al olivar, era entonces cuando como un ritual o un precalentamiento oral, recitaba a los aceituneros a la luz de un candil aquel poema de Rafael Alberti:
“¿Qué es un olivo?,
un olivo
es un viejo, viejo, viejo
y es un niño
con una rama en la frente
y colgado en la cintura
un saquito todo lleno
de aceitunas”
Lo hacía con su voz grave capaz de caldear la escarcha que se derretía con cada timbre, con cada palabra, con cada verso. La negra ignorancia de aquellos hombres, embrutecidos por la miseria y la resignación, que escucharían entre el desconcierto y la admiración palabras bonitas que intentarían traducir a su singular y normalizada historia de vida, eran un sostén de imitación. Sumaba a este poema, algunos relatos e historias siempre en su afán de ser un eslabón que les uniera a cierta ilustración, en esa baldía cultura de la que por entonces la población disponía. Mi padre entendía el olivar con aquellas miras que viajan más allá de un simple medio de supervivencia, el olivo era cuna de un arte milenario, envuelto en sabiduría, en compromisos, en apegos, era un modo de vida peculiar. El tiempo en su inexorable decrepitud nos lanza a ciertos abismos, y de un tiempo a esta parte mi padre se encontraba envuelto en uno de ellos, arrastrándonos a quienes de alguna u otra forma permanecíamos cerca de él. Como en cualquier proceso, estado o resultado, existía un germen, y en este caso no tardamos demasiado en averiguar.
-¡Padre ha perdido la cabeza!, ¿sabes lo último?
Yo miraba a mi hermano cansada de sus sentencias reiteradas, agotada de un lenguaje en espiral que llevaba siempre a un mismo propósito y conclusión.
-Creo que lo se casi todo, dime que es ese asunto de tan rabiosa actualidad.
-Pues ni más ni menos, que anda por el paseo habitualmente a la hora en la que se reúnen los vecinos en sus tradicionales tertulias sentados en los escaños, se acerca y comienza a preguntar por personas interesadas para formar una cuadrilla para la próxima campaña de recogida de aceituna. Ya te digo, ¡como si nada!, ¡esta manía de estos hombres del campo, que no son capaces de desprenderse de tal trabajo hasta el fin de sus días!
Yo era conocedora de casi cada paso, cada intención y cada día a día de padre. Desde que su estado civil quedó marcado por la viudedad, dilataba los espacios de ocupación, vía de escape que le llevaba a aminorar su ausencia. Sin madre; su casa, su campo, sus salidas y hasta sus amistades, entraron en un tiempo nuevo y melancólico, donde los actos, las conversaciones y hasta las emociones se movían en el pasado, tanto que su oficio regresaba con furia, tanto como si volviera a tener cuarenta años al menos.
Rememoro un día, cuando apenas despuntaba la mañana.
-¡El futuro!, ¡el futuro…! ¿Qué será sin nadie que cuide de estos campos?- exclamaba padre con un tono de pesar.
-¡Los jóvenes, los adultos y hasta los de fuera, lo ven como un trabajo pesado! Debemos a estas nuevas generaciones desde los centros educativos, enseñarles las proezas y riquezas de nuestros campos, animarles a convertirlos en un medio de vida digno, hermoso y creativo. ¡Promocionarlo y vender sus productos acompañados de un gran sello de calidad!
Había parado de paso a mi trabajo, en esa visita rutinaria que todos los días me llevaba a confirmar que la noche había transcurrido sin incidencias y el día llegaba en plenitud. En ese instante, en aquella situación, aguardé silencio, estaba aprendiendo que ante determinadas conductas era mejor el mutismo por respuesta. En el garaje de casa, padre tenía dispuestos todos los aperos que había utilizado en los cuidados y tareas del campo, los mostraba siguiendo un orden magistral, la limpieza en la que los había sumergido les hacía reverberar ciertos destellos. Aquel garaje se asemejaba más a un museo de carácter agrícola, en el que cualquier inexperto del ámbito rural se daría de bruces por conocer.
Y cómo no olvidar tantas mañanas de primeros de diciembre en las que me encontraba a padre con su mono de faena de color añil, esperando en la cochera a la cuadrilla, triste y desolado, porque de nuevo un día más no habían acudido.
-¡Estos lugareños no quieren el trabajo del campo! ¡Este año la aceituna se hundirá y perderá entre la tierra de nuestros campos!, será su propio abono.
Yo miraba a padre afligida, con un nudo en la garganta, aquel que me impedía decirle tantas cosas: ¡ padre acabas de cumplir ochenta y cuatro años!, ¡padre ya no dispones de ningún olivar!, ¡padre hace un par de meses has sido diagnosticado de una demencia incipiente!
De un tiempo a esta parte, se le veía caminar por estos lares, con aquellos pasos cansados y aturdidos que no van a ningún espacio o lugar. Correcto en el saludo, correspondía a cualquier “buenos días”, “hola” o “adiós”, sin que ello implicara una parada que le llevara a entablar cualquier tipo de conversación, es más, rehuía. La gente del pueblo, comenzaban a intuir algo extraño, cuando en cualquier cruce con él, denotaban el soliloquio en que andaba sumido, pues en voz baja reafirmaba sus pensamientos como un conjunto de sentencias: “¡mira que este año se presenta poca cosecha con lo poco que ha llovido, al final nuestros campos se secan, tal vez tenga que ver con esto que se habla del cambio climático! ¡y las curas persistentes, pues algo tendrán que ver también!, cambiando de tema, tengo que ir próximamente a ver si los riegos están funcionando correctamente, no olvidar que este año toca la poda y creo que llamaré al mismo chico del año pasado, mañana mismo a primera hora bajaré al olivar.
Agotada por esta situación y con la imperiosa necesidad de un drástico cambio, esta mañana, bien temprano, agarré el abrigo, el bolso y las ganas, dejando atrás los miedos y dudas. Recogí a padre en casa, en notaría éramos los primeros citados. Tras la lectura minuciosa del contrato de compra venta y las firmas de rigor, salimos de esas cuatro paredes con carpeta bajo el brazo y portando una sonrisa capaz de templar e iluminar cualquier rostro, el frío ahora era nuestro enemigo incapaz de atravesar el estado de satisfacción del que andábamos presos. La primera visita obligatoria, pasaba por sacar el todoterreno Land-Rover de la cochera, no recordaba el tiempo que hacía que no había arrancado esta joya del pasado, tras cuatro intentos se puso en marcha, todo bajo la atenta mirada de padre que acompañaba con las instrucciones necesarias. El camino que llevaba a la finca había mejorado, nada de la tierra de entonces, solo algunos baches asomaban en una fina capa de asfalto. La finca era totalmente reconocible, cómo olvidar aquellas mañanas de escarcha en la que abandonábamos la mula mecánica tras un turbulento trayecto, donde los baches y curvas ejercían tal fricción en este vehículo, que nuestros cuerpos temblaban y se agitaban rompiendo cualquier amago de sueño tardío. Recuerdo y hasta veo mis pequeñas manos envueltas en unos guantes de lana color marrón que intentaban camuflarse entre la tierra convertida en barro, hacía amago de arrancar alguna de esas aceitunas, todo dentro de un juego de conteo que buscaba colmar mi pequeña espuerta.
La mañana ha quedado atrás y aquí seguimos postrados, refugiados bajo este olivo centenario, cuyo tronco aguarda en cada una de sus grietas, conversaciones, pensamientos y emociones de padre y quienes con sus manos participaron en el cuidado y recogida de sus frutos. La noche empieza a ser presente, dilatando el horizonte, padre está tan emocionado, que no para de recitar:
“¿Qué es un olivo?,
un olivo
es un viejo, viejo, viejo
y es un niño
con una rama en la frente
y colgado en la cintura
un saquito todo lleno
de aceitunas”
Versos que aún permanecen agarrados a su memoria emocional, es ahora cuando entiendo cada palabra que recorre cada verso, mi padre al igual que el olivo retrocede en el tiempo, empieza a declinar desde la senectud hasta la niñez. Hace de rapsoda mientras recorre con sus manos cada uno de los pliegues de su tronco, sus ramas y sus incipientes aceitunas. A la vez que lo miro, una enorme calma recorre toda mi piel, se adentra por mis órganos y llega a mis sentidos. Reconozco que no fue buena idea la venta de su finca de olivos, recuperarlos le ha devuelto a la vida, aunque su recorrido sea corto. En ocasiones los hijos tomamos decisiones apresuradas y sin contar con la voz de quién le pertenece, ahora llego hasta a jugar con la idea de que esta demencia fuera fingida y pueda llegar a ser reversible, a veces es mejor perder la cordura, cuando la realidad encierra dolor.