65. Consulta oficiosa camino a La Cornicabra

Inés Viñas

 

Pedro y su sufrido pasaporte estaban acostumbrados a viajar. No pasaba un mes sin que su trabajo los obligase a subir a un avión para que el investigador clínico diese una charla en algún lugar del globo. Pero, aunque la fuera a emprender sin estampar su sempiterno compañero de viajes, aquella aventura le hacía verdadera ilusión. No solo le regalaba la oportunidad de visitar por primera vez la tierra coloreada de olivares que vio nacer a su abuelo, sino también de enfrentarse a un auditorio, presumiblemente, más amistoso del habitual. Se disponía a presentar los resultados de su último estudio, que evidenciaban el esperanzador poder antidepresivo del aceite de oliva, en la «XI Conferencia Internacional de la Dieta Mediterránea». Y el plan de festejos se le antojaba casi como unas vacaciones, tanto por el bucólico cortijo aceitunero en la campiña jiennense que acogería el evento, como por el feliz presentimiento que lo acompañaba desde que confirmó su asistencia, o que allí sus tesis serían mejor recibidas que entre sus oyentes cotidianos.

A menudo lo invitaban a hablar en congresos de medicina y salud mental. Y solía darse de bruces con un recio muro de incredulidad que se materializaba en cejas levantadas y cuchicheos desconfiados de una concurrencia suspicaz que lo acribillaba a dardos teñidos de escepticismo cuando llegaba la ronda de preguntas. Por algún motivo que él no atinaba a comprender, al mundillo académico psiquiátrico le costaba horrores asimilar que la nutrición es un pilar esencial para el correcto funcionamiento del cerebro, muy capaz de ofrecer soluciones terapéuticas, en ocasiones, más eficaces que las farmacológicas. Y aunque se había propuesto como objetivo vital emplear sus ensayos clínicos como arietes para derribar esos recelos, al menos en aquel afortunado oasis de paz lleno de acólitos de la dieta mediterránea y el aceite de oliva, no tendría que empuñar su escudo de minucioso investigador científico para proteger las conclusiones de sus estudios, sino que podría disfrutar del encuentro tomándose un buen vino con una tapita de aceitunas. O eso auguró.

El tren llegó puntual a la estación de Jaén a las once y media de la mañana. Pedro sabía que los organizadores de la conferencia le habían procurado un transporte privado desde allí hasta La Cornicabra, el idílico cortijo que los cobijaría. Salió del andén esperando ver a alguien en el vestíbulo con un cartelito que mostrase su nombre, pero no fue así. Caminó hacia la puerta de salida arrastrando su maleta de ruedas, hasta que alguien muy sonriente le cortó el paso desde la retaguardia con un golpecito en el hombro, poco antes de llegar.

—¿Es el doctor Toledo?

El susodicho asintió y le devolvió la sonrisa a un cincuentón con gorra y un melódico acento andaluz que le recordó invariablemente al de su querido abuelo. Un momento más tarde, el hombre metió la maleta en el portaequipajes de un miniván que había aparcado junto a la parada de taxis y enseguida lo invitó a acomodarse en el asiento del copiloto.

—¡Es igualico a la foto que sale en internet! —le dijo, encendiendo el motor—. Soy Manolo, encantao’. Oiga, ¡he visto que es usted un psiquiatra famoso!

—Supongo… —respondió Pedro, vaticinando que su conductor pensaba aprovechar el trayecto tendiéndose en aquel diván alegórico que parecía acarrear allá donde iba.

—¿No le importará que le plantee una duda… —le preguntó, incorporándose al carril taxi sin apartar la vista de la calle y del retrovisor—, solo para que me dé su opinión, como profesional de esto de estar bien y feliz, con la cabeza bien amueblada, y eso?

—Claro, dígame —replicó el doctor, asumiendo inmediatamente su papel.

—Ya me perdonará que le moleste con mis problemas, doctor, pero… —Manolo hizo una pequeña pausa mientras torcía hacia la Avenida de Andalucía y prosiguió—. Es que estamos desesperados. Mi mujer ya no sabe qué hacer con la niña. Ayer mismo me decía que tendremos que obligarla a ir al médico, o a un psicólogo, o a hacer algo, lo que sea. Pero nos da miedo que a la chiquilla le siente mal y acabe peor de lo que está. Cómo le podría yo explicar para que me entienda…

—¿Su hija está deprimida? —intervino Pedro, sospechando que a su padre no le sería fácil describir con detalle los sentimientos de aquella paciente oficiosa por poderes.

—Uy, mucho más que deprimida diría yo. No es que esté triste porque ha suspendido un examen o la ha dejado el noviete, no. Es como si ya no le quedase nada por lo que vivir. No tiene ilusión por nada, ni ganas de hacer nada. Y antes no era así, doctor. Era una niña alegre y revoltosa que hacía mil cosas y no paraba quieta. Y mire, ahora hay días que pienso que solo es una estela de lo que fue, como un alma en pena… igualica que la desventurada Jasmina, el fantasma del Parador. ¿La conoce usted?

—No… Me temo que todavía no he tenido el placer de alojarme allí.

—Pues imagínese lo mal que está Rocío… que me recuerda a ella. La pobre chicuela, cuenta la leyenda, es el espíritu de la que fue la amante mora del Condestable Iranzo, sabe usted, el noble que vivía en el castillo donde ahora está el hotel, allá por el siglo XV o por ahí. Y una panda de chalaos’ la torturaron y la quemaron viva, aprovechando un viajecillo del maromo a alguna guerra que habría en algún lao’, total porque no les parecía bien que los cristianos retozasen con musulmanes, dicen. Ya ve usted, la gente, qué barbaridad. Y allí sigue la chiquilla todavía, gimoteando y vagando por la 401, sin otro quehacer ni más esperanza en la vida… o en la muerte, en su caso, que apagarse y lamentarse durante toda la eternidad. Pues así está mi Rocío, doctor, toda «saboría».

Pedro llegó a la inmediata conclusión de que se había precipitado menospreciando la inteligencia emocional de aquel padre preocupado. No recordaba haber oído nunca un simbolismo tan logrado para describir una depresión mayor.

—La llamo mi fantasmita y ya ni siquiera se enfada. Justo ayer cumplió los veintidós años y no lo quiso ni celebrar. Su madre le hizo un pastel y le compramos ropa bonita, que era lo que más ilusión le hacía antes, desde bien pequeña, pero apenas si le cambió la expresión, ni siquiera se la probó. Es que… más que triste, de verdad, es como si fuera una sombra de mi Rocío, como si ella no estuviera. Tiene la mirada apagada y ya no recuerdo la última vez que la vi sonreír. Lleva meses sin querer salir de casa, ni con sus amigos, ni de compras, ni para buscar trabajo, ni estudiar, ni nada. Solo se tumba en su cama a ver la tele, noche y día. Aunque tampoco se entera mucho de lo que ve, porque luego no sabe decirte qué ha visto. ¿Qué haría usted, doctor? ¿Es muy grave?

—¿Ha sufrido algún trauma o una pérdida, que se sepa, que pudiera explicar su estado?

—Uy, no… Sus abuelos están todos estupendamente y sus amigos también, aunque ya no los vea nunca. Siempre fue buena estudiante. ¡Quería ser médico! Figúrese… Pero ya no quiere hacer nada. Nada le interesa, pero nada de nada… ni siquiera ella misma.

—¿Toma alguna medicación? —quiso averiguar el doctor, ya como última consulta de rigor para descartar causas iatrogénicas antes de conformar una hipótesis de partida.

—Su madre le da vitamina C efervescente, de esa que es como un refresco de naranja, porque leyó en algún sitio que se necesita para tener energía y no enfermar, pero nada más. Mi Rocío no bebe, ni fuma, ni ha jugado nunca con drogas como hacen algunos jóvenes, ni nada de eso, no… ¡Jugaba a voleibol! ¿Qué me aconsejaría usted, doctor? ¿Tenemos que obligarla a ir al médico? Porque ella no va a querer.

Pedro sabía que era muy probable que el abanico de las experiencias vividas por Rocío fuera mucho más amplio de lo que Manolo imaginaba, pero lo que oía le sonaba cada vez menos a depresión reactiva o postraumática. Empezaba a sospechar que su nueva paciente oficiosa sufría uno de sus cuadros depresivos favoritos, por lo vulnerable y fácil de vencer que era una vez desenmascarado. Y también sabía que la costumbre de incorporar un fármaco antidepresivo a un organismo exhausto y falto de micronutrientes solo añadiría más desorden al caos, sin contribuir a traer de nuevo a la vida al apesadumbrado fantasmita de Manolo. Aunque él no ejercía la psiquiatría sentándose con pacientes en la consulta para tratarlos uno a uno, sí había presenciado mejorías dignas de enmarcar en los participantes que reclutaba para sus ensayos clínicos, sencillamente, cuando se les procuraba una dieta mínimamente procesada con pescado, huevos y carne, bien rica en aceite de oliva y ácidos grasos omega 3. Él mismo se encontraba en aquel momento camino de un cortijo aceitunero porque lo habían invitado a presentar su último estudio, que demostraba estadísticamente dicho poder antidepresivo. Y su grupo de investigadores científicos no era el primero que ahondaba en ese fascinante potencial, ni sería el único.

—¿Qué suele comer? —le preguntó, solo para confirmar sus sospechas.

—Uy, el tema de las comidas en casa es muy difícil. Ya no quiere sentarse a la mesa. Solo come unos cereales de desayuno que son como bolitas de colores que sí le gustan, pan de molde sin corteza untado con una crema de chocolate especial sin avellanas, algún bollo… a veces un bocadillo de queso, unos macarrones con tomate frito o unas pocas lentejas, pero solo si su madre no les pone chorizo, ni salchicha, ni nada rico que le dé sustancia. A mi mujer la lleva por el camino de la amargura…

El miniván aminoró la marcha conforme se acercaba a su destino. Manolo detuvo el motor frente a un bello portón encalado en el que ponía «La Cornicabra» con letras de latón.

Pedro se desabrochó el cinturón de seguridad y se apeó del vehículo poco después de que lo hiciera su angustiado conductor. No le respondió, sino que guardó unos instantes de silencio mientras una idea tomaba forma en su cabeza. Echó un vistazo a su alrededor, como imbuyéndose del espectáculo grandioso que el mundo había dispuesto ante él. Respiró hondo y lo embargó una insólita sensación de plenitud. Gracias a su trabajo, el día le había deparado un rinconcillo en una casería acolchada por colinas pintadas con trazos rectilíneos de olivos infinitos. Enseguida comprendió el amor que su abuelo sentía por aquella tierra que parecía sacada de un óleo renacentista y desbordaba paz. Incluso el cielo parecía ser más inmenso y las nubes más blancas allí que en ningún otro lugar que recordase.

El doctor se sintió muy afortunado. Suspiró y decidió que su suerte bien merecía que intentase devolverle el favor al universo.

—Manolo… —le dijo, aceptando el equipaje que este le acercaba—, ¿qué les parecería a Rocío y a tu mujer que me acerque a verlas cuando termine aquí?

—¡La vística Pedrín!