64. Los olivos sabios
Había una tierra fragosa que miraba al sol de la campiña, ese mismo sol que se encaramaba a medio día en lo alto de la sierra baja colindante. Allí, en un jardín sin cercas donde las piedras formaban acirates, vivían sesenta olivos centenarios muy respetados por los nuevos llegados al lugar. Éstos se habían instalado en la haza contigua, tejiendo marcos o hileras rectilíneas en las cuatro direcciones, bastante pegados los unos a los otros. Al principio se sentían muy contentos de haber agarrado en ese paraje; pero, conforme sus necesidades iban en aumento, las raíces de estos plantones comenzaron a competir por la humedad y los minerales, chocaban y se enredaban todo el tiempo en discusiones sin término, y se rompían en ocasiones unos a otros. Admiraban la calma de sus vecinos arrugados, el espacio que se abría entre ellos, el tiempo detenido en sus hojas verdes. Hasta el viento parecía dejarse seducir por el sosiego de sus ramas. Realmente, no entendían estos olivos jóvenes el mundo que les había tocado en suerte vivir. A menudo lanzaban preguntas en forma de aromas a aquellos ancianos tranquilos, que parecían vivir al margen de la prisa y de todo cálculo de rentabilidad. No soportaban los olivos jóvenes el estrés de la vida moderna que corroía sus ramas, la angustia que se adueñaba de ellos, empujados siempre por el imperativo del fruto rápido y la productividad. Ni siquiera mudaban las hojas cuando ellos querían: un agente químico forzaba sus ciclos, y el exceso de agua y abonos los enviciaba y envilecía. Sabían, por lo que habían oído de sus vecinos de grandes troncos retorcidos, que sus vidas serían cortas. ¡Cómo admiraban a aquellos ancianos! Continuamente, por medio de los aromas, preguntaban y preguntaban a qué se debía su buena fortuna y su longevidad. Los viejos olivos respondían a esto contando historias de otros tiempos. Como si fueran oráculos, los jóvenes eternamente jóvenes y hacinados trataban de interpretar el significado inasible de sus mensajes. «¿Por qué estamos aquí?», preguntaban. «Escuchad con mucha atención», les respondían los olivos centenarios. «Pero no tenemos tiempo», se quejaba alguno. «¡Callad!», gritaban los más interesados, que algo intuían.
Y les contaban la historia de Atenea. «Hace mucho mucho tiempo, en los albores de la civilización griega…» «¿Pero cómo sabéis eso?», interrumpía algún olivo desconfiado. «Si queréis conocer la respuesta, no debéis interrumpir. Lo sabemos por lo que nos dijo el más anciano de entre nosotros: un olivo milenario que lo escuchó de sus antepasados», repuso con paciencia el narrador mientras una de sus patas centenarias se inclinaba para amonestar con el dedo. «Cuando Atenas no tenía nombre todavía, compitieron Atenea y Poseidón para que los dioses y los hombres tomaran de ellos su nombre. Poseidón clavó en las rocas su tridente y una fuente de agua comenzó a manar de la ladera. Fueron los hombres a probarla y la sal que contenía pintó una mueca de desagrado en sus rostros. Probó Atenea después mejor suerte y, justo por encima de la fuente, hizo brotar un olivo. Comprobada la dureza y resistencia de su madera, los usos y beneficios para la salud que ofrecían sus frutos, todas las mujeres votaron a favor de Atenea, ganando el escrutinio final por un sólo voto. Desde entonces, y a pesar de la cólera de Poseidón, que consiguió de Zeus que las mujeres no pudieran votar en la asamblea y que sus hijos llevaran siempre el apellido de los padres, desde entonces, Atenea, la diosa de la sabiduría, es nuestra madre y protectora.»
Otro día un olivo nuevo preguntaba: «¿Por qué vosotros no disputáis por ser quien más sol recibe?» Y ésta fue la respuesta: «Porque a nosotros nos importa lo importante, lo que es de todos y no es propiedad de nadie, lo que está siempre presente en todo. Y eso, querido, es inagotable.» Otras veces preguntaban si vendrían tiempos mejores o si algún tiempo pasado fue mejor. A lo que solían responder: «Sólo podemos decir que en todas las épocas –y nosotros hemos pasado ya por unas cuantas– se prepara la misma comida. Pero debéis aprender a mirar. Porque en cada época hay de todo y sus límites son las posibilidades. Con esto tenéis que construir vuestro tronco y vuestras ramas.» Los más soñadores volvían siempre a lo mismo: «¿Alguna vez llegaremos a mover nuestras raíces por encima de la tierra y alzarnos sobre ella, como hacemos con nuestros aromas?» Y una mirada compasiva asomaba de las chuecas de los olivos más longevos.
Pero la pregunta que con más insistencia se repetía iba directa al origen de su sabiduría: de dónde habían aprendido a decir esas cosas que tanto les daban que pensar. Un día respondieron: «Hemos vivido mucho y hemos escuchado a los hombres más sabios de la historia. Ellos insistían en que venían a aprender de nosotros, pero éramos nosotros quienes aprendíamos de ellos. Nuestros antepasados atenienses nos contaron que una vez se acercó a nuestra sombra el gran Sócrates rodeado de un enjambre de jóvenes, pues Sócrates era así de atractivo para los jóvenes. Ese día querían saber lo que unía a todos los seres humanos. Sócrates les devolvió la pregunta, como solía hacer, a lo que un joven moreno, que estaba sentado en la segunda fila y hacía poco que acompañaba al grupo, dijo que era la sangre, pues ésta es la misma para todos los hombres del mismo linaje. Entonces Sócrates, como solía, le planteó una objeción: «¿No es roja y viscosa la sangre de todos los hombres, sean del linaje que sean?» «Así es», respondió el alumno. Y prosiguió el joven su razonamiento, pensando en voz alta: «¿Eso quiere decir que todos los hombres están unidos por la misma sangre?» «Eso es, estimado Glaucón, respondió el maestro. Pero la sangre no es más que una relación material. Dime, Glaucón, ¿qué une mejor a las almas de los hombres y les permite entenderse unos a otros?» «No lo sé, maestro.» Y los demás: «Nosotros tampoco lo sabemos, maestro. No nos dejes otra vez con la respuesta en el aire.» A lo que Sócrates dijo algo que se nos quedó grabado en el tuétano de la edad: «La palabra nos une como las raíces de los árboles de un olivar como éste. Desde entonces nos vemos y nos escuchamos unos a otros, desde aquel día comprendimos que únicamente juntos podíamos llegar a ser sabios. ¿Lo entendéis, ahora, mis solitarios olivos jóvenes?» Los solitarios olivos jóvenes miraron las chuecas de aquellos más viejos y ya no les parecían tan intrincadas ni retorcidas; ahora veían la profundidad y el vigor de sus nervios leñosos. Mirarse en los pilares de sus ramas era como ponerse delante de un espejo. Se veían a sí mismos, pero más claros y luminosos.
De esta manera acostumbraban a dialogar, sobre todo cuando al atardecer el sol iba perdiendo su fuerza cortante sobre las hojas verdes, con las que se protegían las ramas más expuestas de las copas. A los olivos jóvenes les gustaba también escuchar las conversaciones de los humanos, quienes venían a veces a hacerles cosquillas y otras a provocarles cortes y heridas. ¿Para qué hacían aquello? Nada de eso les parecía necesario para que ellos pudieran vivir y crecer. Además, el comportamiento de estos humanos era de lo más chocante: no se movían por las entrañas de la tierra sino que, desarraigados, se apoyaban sobre dos extremidades sueltas y, cuando se cansaban, echaban todo su cuerpo sobre el suelo. ¿Qué querían de ellos cuando pisaban y escarbaban a su alrededor? Lo peor era cuando traían consigo unas partes duras y afiladas que clavaban en el suelo y con las que removían la tierra, la aireaban y la secaban por dentro. ¡Cuántas veces habían oído chillar a las lombrices, antes de exhalar su último aliento! Y las semillas les decían que rompían su nicho de germinar. Nada de eso era justo. Tampoco, que pretendieran dirigir su savia, cortándoles las ramas por donde a ellos les parecía. Estas heridas les ocasionaba un tipo de dolor que los humanos ni se imaginaban. Si desarrollaran su capacidad poética, tal vez encontraran ciertos parecidos, aunque desde luego no sería lo mismo. Si bien, no tendría que hacerles falta esa habilidad: para percibir el dolor de otro basta con que sientas tu propio dolor de un modo muy consciente. Tales conclusiones extraían después de hablar durante horas con aquellos olivos viejos.
Una vez los jóvenes les preguntaron: «¿Por qué los humanos vienen a incordiarnos?» Entonces alguno de ellos solía responder –pues se turnaban para intervenir cuando, no bastando los aromas, proseguían a través de las raíces– con estas palabras u otras semejantes: «Los humanos actúan así porque ellos nos necesitan.» A lo que hasta los plantones más pequeños replicaban: «¡Pero nosotros no!» Y se les respondía: «Eso es lo que vosotros creéis, como ellos tampoco creen que nos necesiten a nosotros y a los que son como nosotros, las plantas y los animales. Nos necesitan para mucho más que cosecharnos y hacernos más rentables.» «No lo entendemos…», dijeron al unísono los olivos más cercanos. «Mirad, ya os hemos explicado que muchas cosas que sabemos, las sabemos por los humanos más sabios, esos que han llegado a conocerse a sí mismos, una proeza formidable pero sin la cual no es posible luego conocer a los demás. Y si nosotros hemos aprendido de ellos, ahí tenéis una parte de la respuesta: nos necesitamos. Esto lo comprendimos cuando escuchamos con atención el eco de las palabras del sabio Aristóteles, que nos fueron transmitidas por nuestros ancestros: todos los seres existentes buscan realizarse mediante la actualización de sus potencialidades, y llegar de ese modo a ser felices (tenéis que saber que hay muchas formas de “felicidad”, según cada clase de los seres); pero a la vez, y ésta es la magia de la vida, al tratar los seres de realizarse a sí mismos, persiguiendo su propio fin, contribuyen a mantener el orden cósmico y, en consecuencia, están ayudando a cada uno de los demás seres existentes, a realizarse también a sí mismos.»
Con frecuencia alguno de los olivos jóvenes lanzaba una pregunta en apariencia insolente: «¿Eso quiere decir que hemos de aguantar todo lo que nos hagan los humanos?» En estas ocasiones acostumbraban a responderles: «No, eso quiere decir que no hay que ser impacientes, que todos tenemos que desarrollar nuestra propia conciencia y que la nueva visión llega antes o después, nos cueste el sufrimiento que nos cueste. Los humanos tienen todavía mucho camino que recorrer junto a nosotros, las plantas y los animales. El día que comprendan esto –que ninguno de los seres se encuentra separado ni puede vivir separado de los demás– lo apreciaréis en sus rostros cuando, al subir por la pendiente de esta colina los veáis resplandecer, luminosos como nosotros»
Días después de uno de esos coloquios, subían por la pendiente dos hermanos mozalbetes. Uno llevaba una azadilla, el otro una hachuela. Venían a quitarles a los olivos los bigotes o las varetas (como llaman a esos brotes que salen de sus pies) para que nada de su savia se desvíe y puedan recoger así buenas aceitunas, que luego se transformen en ese oro líquido que los humanos llaman “aceite de oliva virgen extra”. Los hermanos querían, de ese modo, ayudarles. O eso pensaban. Porque ellos, los olivos viejos, ya sabían, y los jóvenes empezaban a sospechar cuál era la verdad: que los humanos les ayudan en la medida en que se ayudan a sí mismos; cuando aprenden a respetarlos y no se proponen aumentar la producción a toda costa. Cuando no pretendían hacerlos “mejores”. «¡Qué petulancia ciega e insolente!», murmuraban para sus adentros incluso los olivos más jóvenes. Por lo visto, su padre había mandado a los dos hermanos a la vieja mata de los olivares a una hora muy temprana, sin admitir excusas, para aprovechar la frescura del aire cuando el sol comienza a saludar las haraperas de sus ramas. «Papá, tengo mucho sueño, anoche me acosté muy tarde.» «Niños, a quien madruga dios le ayuda: uno que madrugó, un bolso se encontró.» «Por favor, papá, más madrugaría el que se le perdió.» «Hijo, madrugar es de buenos.» «Más prefiero ser malo y estarme quedo.» Y dicen que los olivos de aquella vetusta ladera vieron llegar esa mañana a los dos hermanos mozalbetes que, muy despiertos, aprovechaban la frescura del aire, cuando el sol comenzaba a saludar las haraperas de sus ramas.