61. Matusalén, mi querido milenario olivo de la paz

Jesús González Cieza

 

“(…) El naranjo sabe a vida y el olivo a tiempo sabe. (…)”, Miguel Hernández, Poemas sueltos, 1939-40

 

–Hola, Jesús. Mi nombre es Matusalén– una voz remota, susurrante, se entromete tratando de alejar de mi la modorra que una impensada siesta tardía me ha provocado.

 

El calendario marca mediados de septiembre. Paseo por una de las colinas de las que tantas veces me habló mi padre cuando, en el exilio, recordaba sus lejanos entornos andaluces.

Hacia sesenta años que tuvieron que salir huyendo. Primero a Valencia, luego a Francia. Allí, en el campo de concentración de Ángeles-sur-mer, falleció mi abuelo y mi padre se apartó a México para esconder lo más lejos posible su tristeza.

Pero siempre recordó su tierra, sobre todo, sus olivos que tanto le gustaba contemplar mientras recostado a su sombra disfrutaba de sus atardeceres mágicos observando el sol que, con su lenta pereza, se ocultaba en el horizonte.

Alguna circunstancia que no logro entender me ha arrastrado hoy hasta esta colina. Me llamó la atención contemplar, a lo lejos, el pequeño campanario que aún se mantiene en pie y que me hizo descubrir junto a él una ermita ya derruida por el tiempo. Y en la única pared que difícilmente aguanta sin caer, me sorprende una antigua y ensuciada hornacina dedicada a la Virgen de la Esperanza, por la que siempre he sentido cierta devoción. Me da por pensar que algo, o alguien, ha dirigido mis pasos hacia ella.

A su lado, majestuoso, un olivo enorme, retorcido, arrugado, sinuoso. De tronco pequeño pero intrincado, surcado con innumerables repliegues imperfectos. Poblado de alargados y robustos brazos, y estos a su vez tapizados con infinidad de ramas que terminan simulando una inmensa pajarera. Por su largura y peso, algunas de ellas casi llegan a tocar el suelo del terreno donde se asienta.

En uno de sus costados, una ligera hendidura parece diseñada para que mi cuerpo guarde reposo y disfrute del inmenso y extraordinario panorama que se ofrece a la vista del caminante. Desde la altura donde me encuentro puedo vislumbrar decenas de suaves lomas y colinas plagadas de olivos. El mar de los olivos lo llaman. Mientras admiro su belleza, una imprevista siesta me atrapa.

 

–Hola, Jesús. Mi nombre es Matusalén– la voz apacible reclama de nuevo mi atención.

 

Los recuerdos acuden a mi mente. Recuerdos casi olvidados, no sé si también rechazados. Mi padre en mi habitación infantil, sentado en el borde de mi cama, con su acento andaluz ya casi desaparecido.

–Hay un cuento, más bien una leyenda familiar, que tu abuelo me relataba a veces antes de dormirme. Aunque lo que acontece en él casi siempre me lo impedía pues me espabilaba en demasía.

En mi enturbiada reminiscencia, continúa y me sonríe con dulzura.

–Erase una vez que se era un olivo milenario que se llamaba Matusalén –le escucho relatarme en la penumbra de mi cuarto.

 

–Hola, Jesús. Mi nombre es Matusalén– vuelvo a percibir.

Sin darme cuenta respondo a la voz apacible.

–¿Te llamas como el olivo de la leyenda de mi padre? –le pregunto sorprendido y, también, algo atemorizado.

–Sí, Jesús –me responde–. De hecho, soy el mismo olivo, el olivo varias veces milenario.

 

La voz de mi padre retorna de la lejanía. Acompañada de tantas pequeñas historias como me narró. Muchas de ellas bíblicas, pero también cortos episodios de la guerra de las Galias, extraídos de lo escrito por el propio Julio Cesar, o el asedio de Jerusalén y la destrucción de su templo en la guerra entre romanos y judíos narrada por Flavio Josefo, una de sus lecturas favoritas.

Su voz inconfundible arranca su narración:

– Querido Jesús, has de saber que el protagonista de nuestro cuento es el olivo más viejo del mundo. Le debe su nombre al abuelo de Noé, Matusalén, un personaje del Génesis que vivió ni más ni menos que novecientos sesenta y nueve años. En su madurez, tan solo tenía quinientos años –añade jocoso–, le plantó en una elevada colina cercana a donde asentaba las tiendas en las que moraba con su familia.

Su mirada busca mis ojos. Desea saber si el inicio del cuento ha captado mi interés. Lo que puede observar es que deseo de todo corazón que continúe con él.

–Matusalén poseía atributos mágicos, entre ellos poderes de vaticinio y el conocimiento del habla de los animales y las plantas.

Concentro toda mi atención en su relato, mis oídos desoyen cualquier otro sonido diferente al de sus palabras.

–Cien años hacía que crecía desde su acomodo en la elevada colina cuando el abuelo de Noé se acercó al olivo una tarde y habló con él.

 

–Hola, Jesús. Mi nombre es Matusalén– vuelvo a sentir nuevamente la voz delicada que me saluda.

Esta vez obtiene de mi parte una respuesta todavía más amistosa, no entiendo muy bien la razón.

–¿Tú también puedes percibir la narración de mi padre? –le pregunto extrañado.

–Sí, Jesús –es su respuesta–. La escucho de igual manera que tú, las mismas palabras que tú le oyes decir en tus recuerdos.

 

La evocación retorna:

–Le explicó –continúa– que sería un olivo extraordinariamente longevo y que, además, gozaba de dos dones muy especiales.

–¿En verdad? –interrogo con cautela a mi padre.

–El primero, que tendría memoria. Que guardaría en ella todos los acontecimientos que presenciase. Le auguró que, en varias ocasiones, siempre tras existencias dilatadísimas, su savia pararía y así se agotaría su vida. Pero también le auguró que, en tiempos cercanos a ellos, se obtendría de él un esqueje que crecería conservando todas sus pasadas vivencias, todas sus experiencias, que se irían acumulando en sus recuerdos. Sería un renacer de sí mismo, de tal manera que siempre seguiría siendo él, un redivivo Matusalén igual al que él plantó con el añadido de su, cada vez, más amplia sabiduría.

–¡Oh! –exclamo mientras mis ojos chispean del asombro. Empiezo a pensar que me va a resultar difícil dormirme.

–Luego le habló de su segundo don. Que tendría la facultad de provocar en ciertas personas buenas un influjo para que se aproximasen hasta él y establecer con ellas un vínculo tan próximo que podría llegar a hablarles mediante ensoñaciones.

–¿Hablarles mediante ensoñaciones? Desde luego, tienes una imaginación, papá – le expreso muy sorprendido. Aunque tanto detalle de la leyenda familiar me despista. Me hace pensar ¿Y si no es una fábula lo que estoy escuchando?

 

–Jesús. Ya empiezas a conocerme– de nuevo la voz apacible resuena en mi mente y lo único que hace es aumentar mis dudas, mis incertidumbres.

 

–Anda, papá, cuéntame de esos acontecimientos que presenció, de esos aconteceres que vivió –le interrogo con respeto.

–Te hablaré primero del que quizás sea el más importante. Acaeció en sus primeros tiempos. Seguro el que mayor gozo le ha generado, pues tuvo que ver con el retorno de la esperanza al mundo.

–No te entiendo –le susurro intrigado, tumbado en mi cama.

–Has de saber que una de sus hojas fue aquella que la paloma acercó en su pico al arca de Noé, la que llenó de alegría a todos los habitantes de aquella embarcación que ya veían llegado el fin de su vida. Por algo Matusalén lo plantó en una colina muy alta. Sabía que tenía un destino que cumplir, devolver la ilusión a unos seres humanos apesadumbrados por la angustia y el miedo.

–Orgulloso estaría de ese inestimable servicio –afirmo con regocijo.

–Sí, no te queda duda. Ser el progenitor de la hoja de olivo que levantó el ánimo de aquellos seres tan atemorizados le colmaba de satisfacción.

Se toma un respiro y prosigue:

–Noé, que también poseía los poderes del habla con animales y plantas como su abuelo, una vez que finalizó el diluvio, buscó el olivo de donde procedía la hoja que trajo la paloma. Preguntando a los escasos árboles supervivientes que encontró, llegó hasta él. A Noé le gustó el lugar y allí aposentó su tienda y a su familia, pues era buena tierra de frutos abundantes. En el caso de nuestro olivo, además, fue favorecido de forma tal que de sus aceitunas, que ya eran sabrosas, se extraía el mejor aceite de la comarca.

–Continúa, por favor –le suplico, atrapado por la narración.

–Pasó mucho tiempo. En una ciudad remota nombrada como Jerusalén, un rey llamado Salomón había construido un templo magnífico y deseó que las más preciadas materias estuviesen a disposición de sus sacerdotes. Llegó a sus oídos la extrema calidad de los aceites de Matusalén y, tras probarlo, ordenó, para eso era rey, que fuese trasplantado a sus dominios garantizándose, así, su suministro. De esta manera, Matusalén llegó a parar a un olivar situado frente a la ciudad, popularmente señalado el Huerto de los Olivos. Allí, desde la distancia, podía gozar de la admirable visión del templo. Años y años disfrutó facilitándole su preciado aceite pero, por desgracia, fue testigo de su trágica destrucción.

–¡Oh! –balbuceo.

–Por dos veces vio cómo fue arrasado. Primero el rey persa Nabucodonosor II lo saqueó y demolió. No solo eso, también tomó prisionero al pueblo judío y lo llevó al exilio, a sus tierras de Babilonia. Cincuenta años después otro rey persa, Ciro, levantó su castigo y les permitió regresar. Como te puedes imaginar, uno de sus primeros quehaceres fue reconstruir el templo, aunque nunca tan ostentoso como el original. Lamentablemente este también fue destruido por los romanos tras un asedio brutal. Las penurias, el hambre, la sed, las muertes, todo lo contempló Matusalén desde su asiento para, finalmente, verlo consumir en un incendio. Tan solo quedó de él, el afligido Muro de las Lamentaciones. Y ya nunca más ha vuelto a ser erigido.

–¡Caray! Cuantas desgracias –exclamo apesadumbrado.

–Sí, hijo mío. Parece que en aquellas tierras la paz no quiere reposar –reflexiona–. Pero ahora debo hablarte de un hecho singular acaecido poco antes de la segunda destrucción del templo y del que Matusalén fue testigo privilegiado.

–Cuéntame, papá –le requiero ansioso de conocer.

–Una noche, bajo sus ramas, un hombre joven se cobijó. Oraba, suplicaba. Aunque no le habló, sabía que le entendía. Tan solo deseaba su compañía pues, aunque le acompañaban los que parecían sus amigos ya que llegaron con él, no compartieron su sufrimiento, su angustia. De pronto aparecieron otros hombres gritando, vociferando. Y quien antes padecía, se transformó. Ahora era un hombre resignado, pero, a la vez, también decidido. Había aceptado su destino, un designio que sabía era de muerte. Le vio alejarse y sufrió por el joven judío. Se sintió muy cercano a él en aquellos momentos de oración, era casi su única compañía en aquel lugar abandonado. Le hubiera gustado darle un mayor refugio, incluso poder esconderle, pero parecía que todo ya estaba escrito, que tenía un camino que no podía, y en realidad, que tampoco quería, evitar.

 

–Dos momentos antagónicos ¿verdad, Jesús? –reflexiona, nostálgico, Matusalén con su voz tranquila hablando conmigo manifestando de nuevo su presencia–. En el primero la vida, la esperanza. En este segundo la desazón, la muerte, aunque según conocí después, también el inicio de una nueva fe, de una naciente religión.

 

Mi padre hace una pausa en su relato. Cuando lo recupera su voz vuelve serena, bondadosa.

–Aconteció después, pasados cientos de años, que la tierra donde estaba asentado se cubrió, nuevamente, de sangre. Son, y han sido, Santos Lugares para muchas religiones. Judíos, cristianos, musulmanes. Todos convencidos de que debían expulsar de ellas a quienes consideraban sus invasores.

–¡Ohhh! –dejo escapar, y va la tercera vez, esa palabra de asombro de mis labios.

–Una persona importante, un conde español, reposó una noche a su vera. Le habían revelado quién oró en el huerto. Quería estar en su mismo lugar, sentir el mismo dolor que Él debió padecer. Matusalén enseguida sintió su pena y provocó que se recostase sobre su tronco.

 

El viento agita las ramas del ancestral olivo dejando en el aire sonidos que semejan suaves suspiros. En mi mente escucho, en ese mismo momento, las palabras de Matusalén: “Tal como acabo de hacer contigo, Jesús”.

 

–Así unidos, sin darse cuenta, suscitó en sus recuerdos la noche dolorosa de Ese de quien hemos hablado. Por su poder de conocer el interior de las personas, descubrió que su alma era buena. Promovió que volviese otras veces y finalmente un día, dormido descansado en su tronco, le habló en sueños. Le serenó, le dio reposo, quietud, en una palabra, le dio paz. Él, que venía de muchas guerras, descubrió en su regazo que la concordia no tiene precio. Matusalén, si en su larga vida había aprendido algo, era que siempre se debe buscar el acuerdo, la alianza, abandonar la hostilidad, la discordia, aun sabiendo que en muchas ocasiones parece imposible de conseguir.

–Háblame de ese conde y cuéntame qué sucedió con el olivo –le suplico a mi padre.

–Venía de guerrear en sus, ahora, lejanas tierras. Contra los mismos con los que luchaba en Palestina. En su pecho, una cruz grande, por eso era llamado “un cruzado”. Pero Matusalén ya había visto a muchos de ellos. Por oleadas. Algunos estuvieron mucho tiempo por esos territorios, aunque otros fueron esporádicos. Hasta nueve veces intentaron reconquistar la que llaman “su ciudad santa”, Jerusalén, pero o la conquistaron para luego perderla o ni siquiera pudieron llegar a entrar en ella. Para sus oponentes también era “su ciudad santa”.

 

Nuevas ráfagas de viento atraviesan su tupido ramaje. Suscitan esta vez sonidos que evocan invisibles campanillas. Mientras, Matusalén me susurra:

–Es curioso que las religiones –reflexiona–, en tantas ocasiones, hayan sido provocadoras de guerras, de muertes. Deberían imponerse por la fuerza de su mensaje, no por la de las espadas.

Mi nuevo y anciano amigo silencia su voz dejando que yo valore esta última consideración.

 

–Al conde, pasajero de la séptima vez que arribaron los “cruzados”, le cupo la suerte de poder vivir en Jerusalén, aunque, pasados diez años, se vieron obligados a cederla. En su abandono decidió llevarse el olivo con él a sus posesiones en Andalucía, hasta las tierras de Jaén, su nuevo lugar de adopción.

–Una azarosa vida, desde luego –musito.

–Y desde entonces otea el horizonte de esos pueblos desde las alturas. El conde edificó a su vera una hermosa ermita, pero tras una terrorífica tormenta tan solo quedaron menudas ruinas.

 

– Lo cierto es –la voz susurrante suena debilitada – que prefiero la soledad, la placidez que me concede estar retirado y aislado en este cerro.

 

–Y desde el alto que preside ha vivido todo tipo de venturas y desventuras. Alegría y diversión por fiestas y romerías. Desgracias por prolongadas sequias o desastrosas lluvias. Pero nada tan devastador como la maldad de los hombres.

Aquí la voz de mi padre se quiebra.

–Una guerra fratricida nos obligó a alejarnos de aquellas tierras que tanto amábamos, y a las que espero tu puedas volver. Muertes y más muertes. Primero de un lado. Luego del otro. La cal blanca de las tapias del cementerio manchadas de una sangre que castigará nuestras conciencias por siempre. Tantas muertes sin sentido.

En ese momento mi padre, sus ojos llorosos, se inclina sobre mí y me deja el más cariñoso de los besos en mi frente. Siento todo su amor en ese beso.

–Buenas noches, Jesús –se despide y, con paso silencioso y abatido, abandona mi habitación.

 

–Hola, Jesús. Soy Matusalén– vuelvo a percibir y la ensoñación del cuento de mi padre desaparece–. He seguido tu recuerdo del cuento que, de pequeño, te narró tu padre. Debes saber que hace tiempo le conocí a él y también a tu abuelo. Siento tanto que hoy no estén aquí contigo.

Percibo como sus ausencias, esta tarde, le afectan profundamente. La pena inunda la voz que escucho en mi mente. En ese momento soy consciente de que puedo dialogar con él a través del puro pensamiento, que no necesito pronunciar palabra alguna.

–Sé que desde que escuchabas aquellas historias, has deseado ser tú quien escribiese sus propias ficciones, quien diese vida a sus ideados personajes.

Una breve pausa y me plantea una proposición:

– Jesús, deseo narrarte mis vivencias. Las alegrías que he disfrutado, las penas que he sufrido pero, sobre todo, lo pavoroso de las guerras que he presenciado. Su insensatez, el dolor a tantos inocentes, niños, mujeres, ancianos. Escribe el cuento que te relataba tu padre y a través de él traslada el mensaje que atesoro. Que la paz debe regir el mundo, que las guerras no deberían existir.

–Matusalén –le respondo de inmediato–, sin dudar acepto tu encargo. Por razones familiares, desde joven deseé estar junto a los alejados de su patria, intentando facilitarles cualquier tipo de ayuda, aunque muchas veces lo que más necesitan es una voz amiga que los escuche. Por eso, trabajo en Naciones Unidas, en su organismo de Ayuda a los refugiados. Y sé que me acompañan mis familiares fallecidos.

Le aseguro:

–Matusalén, la gente debe conocer tu invitación a la concordia. Escribiré lo mejor que pueda la historia de un olivo que siente, que tiene recuerdos, que habla. Será un cuento, para ellos una absurda fantasía pero tú y yo sabremos la realidad que esconde. A ti, mi querido Matusalén, mi querido milenario olivo de la paz.

 

 

Esa tarde, en mi fresca habitación del hotel, abro en mi pequeño ordenador una página de Word en blanco y con tipo de letra times new roman tamaño doce, comienzo a redactar:

 

Matusalén, mi querido milenario olivo de la paz

 

–Hola, Jesús. Mi nombre es Matusalén– una voz remota, susurrante, se entromete ….

 

 

Querido lector, si vas a Jaén y subes al castillo de Santa Catalina, sigue con la vista el camino que conduce a Baeza y es posible que vislumbres a Matusalén. Arriba, solitario, arrugado, en una lejana colina apartada a la derecha. Si eres buena persona, acércate hasta él sin temor y recuéstate a su vera. Velará por ti y, en tus sueños, te sentirás reconfortado por una paz casi infinita, casi celestial.

 

[dedicado a EB y EP]