
60. La cierva y el piano
Un bosque viejo y profundo. Un hombre perdido; joven, valiente, buscando. Un cazador.
Estaba seguro de que el camino que había recorrido era aquel. El trillo que pasaba junto a los aguinaldos blancos por donde huyó la cierva, el animal más bello, el color puro, la piel lozana, las carnes apretadas. De pronto, El Olivar, sus orillas parecían nevadas por tantas florecillas, inconscientemente pensó en aceitunas, en el precioso aceite. En un recodo encontró la casa. Las huellas del fuego se adivinaban sobre las ruinas. Semiderrumbada, gótica. De repente aquella pertinaz llovizna, lo sorprendió. Entró a la mansión. Las habitaciones abandonadas mostraban el vestigio de un antiguo linaje ahora, renegrido y triste. Tapices, ajados por el tiempo. Cuadros donde el moho enseñoreado y el tizne no permitían apreciar todos los motivos. Muebles de estilo dañados e inservibles. En el comedor la mesa con sus doce sillas y las dos butacas, el aparador y los restos de la vieja fiambrera; todo en muy mal estado, pero de un gusto exquisito. En las alcobas, lo que quedaba de los lechos, las sábanas y cubrecamas que las vistieron. En las ventanas, los restos de vitrales, testigos de una fortuna venida a menos finalmente, el salón de fiestas. En las paredes fragmentos de antiguos relieves italianos, el derrumbado mezzanine, en el que todavía se lucía algún pedazo de mármol oscurecido. Y en el rincón más alejado de la sala, bajo los restos de una cortina, en medio de la penumbra, se podía ver lo que quedaba de un señorial pianoforte.
Lentamente, dejó la escopeta sobre el destruido brocado de una silla. Se acercó. A pesar de las cenizas y los fragmentos de la tela, pudo ver que le faltaban varias teclas y buena parte del resto estaban arruinadas por el incendio, Seguramente no suena. Se inclinó y apartó los restos del tejido. Ejecutó algunos giros escalísticos para su asombro las notas se escucharon perfectamente. Impresionado se irguió. Era un hombre alto. Volvió a inclinarse y ejecutó nuevos giros. Maravillado escuchó el sonido que escapó por las ventanas y creyó escuchar una voz oscilante de un timbre sobrecogedor, No saldrás de aquí. Asustado, se puso de pie y dio unos pasos en diferentes direcciones buscando. Fue hasta una ventana. Se detuvo, ¿Será posible que un juego de mi imaginación me acobarde? Regreso al pianoforte, una vez más pulsó las teclas y nuevamente le pareció escuchar la voz que cantaba, No saldrás de aquí. Rio nervioso y, como se había propuesto no hacer caso del miedo, oprimió las teclas varias veces y otras tantas recibió la terrible advertencia de la fantástica voz.
Entonces, buscó el banco del piano, el fuego había destruido la tapicería, lo atrajo y se sentó. Miró las teclas, lentamente las acarició, la melodía del Concierto número uno de Rachmaninov se desgrano con claridad. Sus dedos se deslizaban con magistral soltura por la desconocida sonrisa de aquel piano, y en muy corto tiempo alcanzaron total maestría. Nunca habían recorrido un teclado a tal velocidad y con tanta precisión. El sonido era sublime, Lástima que solo él pudiera escucharlo, ¿Dónde estaban los críticos?… ¿Y su público?… El magnífico público de la Opera. Sorprendido por la ejecución, creyó que nadie podría igualarle en aquellos momentos. No sabía explicar el milagro de que aún las teclas, que no estaban físicamente, cuando pasaba sus dedos por el lugar donde debían estar, producían un sonido tan maravilloso, como el obtenido en el mejor instrumento. Para el final del primer movimiento, cuando repetía el tema introductorio, percibió una sombra que se movía detrás de él. Se volvió, pero no había nadie. Regresó a las octavas. Esta vez sus manos se deslizaron buscando los aciertos del Concierto en La menor de Schumann. El arco melódico completo se fue desarrollando hasta la subdominante Re menor en el centro del sexto compás. En ese momento volvió a percibir el movimiento. Sin abandonar la pieza dedicada a Clara Vid, trató de definir la existencia en la sala de un animal o un ser humano que fuera causante de la sombra que lo inquietaba. Husmeó la atmósfera buscando, buscando y finalmente encontró…
Como salida de un cuadro, la imagen de una mujer bailaba en las penumbras de la sala. Sobrecogido, abandonó la pieza para preguntar. Pero, se sorprendió hablando solo. La figura se había desvanecido. Entonces Recogió el arma y abandonó el salón buscándola. Husmeó en el resto de la casa y por las ventanas en el patio. Fue en vano, regresó a la sala y una vez más se sentó al pianoforte.
Como las de un loco, sus manos se deslizaban por el empobrecido teclado con la maestría del más célebre concertista. Era un hecho, en ese momento: nadie, movía sus dedos más rápido que él, para sacar armonías y ritmos de un piano. La música era estremecedora, cargada de pasión, colmaba la sala. Volvió a ver la sombra de la bailarina. Dejó de tocar y otra vez desapareció. Creyó por un momento estar loco, finalmente a fuerza de repetirlo comprendió. Solo tocando, tendría el placer de admirar a la mujer que bailaba.
Como un poseso movió dedos y manos. La música llenaba el espacio. Sin dejar de tocar la buscó.
Su baile era febril y cadencioso como la música que lo provocaba. La rapidez en los requiebros progresó, con la misma intensidad que la velocidad de la ejecución del concierto. Con cada salto la mujer quería llegar al cielo. La punta de las zapatillas buscaba la perfección, el empeine del pie imitaba la delicadeza de los arcos del universo y la respiración era la vida misma. Al fin en sus vuelcos se acercó. Giró, giró, giró alrededor de él. Parecía un concierto interminable con una danza infinita, solo para dos. Al fin, agotada, se acercó y lo miró rogando, Deténgase por favor, Estoy exhausta. El también necesitaba descanso, suavizó el ritmo. Cada vez más cadencioso, como si fuera a detenerse, pero sabía que dejar de tocar significaba perderla. Por un momento la melodía fue tan sutil que ella pudo acercarse al piano y descansar recostada a él, manteniendo el ritmo solo, con el balanceo del cuerpo, Es un magnífico pianista. Morena, alta, delgada, las caderas estrechas y los insinuantes pechos que no desbordaban el escote, el pelo castaño con mechones de reflejos rojos, como si imitaran el otoño. La boca sensual mantenía la sonrisa. Del limpio y musculoso cuello, ahora mojado de sudor, colgaba un collar de perlas azules como sus ojos, Es una maravillosa bailarina… le dijo, mientras ella se debilitaba por la falta de movimientos.
Toque, por favor, quiero bailar, la inmovilidad me mata. Complaciente volvió su pasión a las octavas, las notas alegres se sucedían. Ella parecía flotar en tan extraño ambiente, Es fabuloso, nunca había escuchado a nadie tocar así, ¿Y tú, nunca tocas?, Solo cuando no tengo a quien escuchar, pero en presencia de un pianista como usted, jamás… Intencionalmente equivocó una nota, los errores se sucedieron, la ejecución ya no era limpia, Se está equivocando, no se ejecuta así, Enséñeme, Usted es quien está en el banco, sin dejar de tocar le hizo espacio. Ella comprendió que los errores eran una trampa, pero quería ser cazada, era su naturaleza y se sentó. La melodía retomó el sendero. El mundo, extasiado giraba alrededor de aquella sala. El aprovechó que era ella quien tocaba y deslizó el brazo por su espalda. Lo miró y sonrió. No se pudo contener y la sorprendió con un beso torpe, lo premioso de la caricia hizo que ella detuviera la ejecución. Sintió como entre sus brazos y en su boca perdía corporeidad. Por suerte sabía lo que tenía que hacer para tenerla de nuevo.
Tocó a Béla Bartok y regresó dando saltos y volteretas, Ven. Dócilmente fue hasta el piano, Siéntate y toca, ¿Y tú?, Me dedicaré a besarte, Es obligada la música, Tocaremos los dos. De nuevo le hizo lugar en el banquillo. Las teclas eran ejecutadas a cuatro manos. Bebía de sus labios. Todo era dulce, hermoso. La existencia se detuvo para los dos. El tiempo pasaba sin saber cuánto. La fiebre se adueñó de los cuerpos, las caricias y los deseos aumentaron. Sin que mediara un acuerdo, cada uno dejó una mano sobre el piano y le dio a la otra la libertad de hacer, más cercana a la pareja. Disfrutaban la música y las expresiones de amor del otro.
La distancia era cada vez menor y los deseos más urgentes. Ella era dichosa en la mano libre del hombre, y a la vez, sus dedos se esforzaban en esfuerzos por contener el cuerpo de él. Equivocó el ritmo. No le importó, pero ella sin melodía dejó de tocar desvaneciéndose en sus brazos.
Maldijo, pero la pasión no se perdió, estaba allí toda, dolida pero intacta. Con rabia atacó el instrumento, no tardó en aparecer, no bailaba, estaba a su lado, una mano apoderada de la melodía, la diestra era del hombre. La mano de él volaba sobre el teclado, la izquierda era de la bailarina. Con ternura la besó, casi era un roce de los labios. Ella disfrutaba. El beso fue más apasionado. Los quejidos de ella lo regresaron a la realidad, Yo también te amo. Apasionado se volvió y lanzó todo su cuerpo sobre ella. Solo encontró el raído banco.
Despeinado y borracho de deseos, iracundo golpeó las teclas. La música seguía siendo maravillosa y ella. Ella ya estaba a su lado. Sin aviso tomó el mando de los arpegios y dejó que él conservara el acompañamiento. Pronto las caricias fueron intensas, retomando el amor por donde lo habían dejado. En la locura enredó su mano en el collar y las perlas cayeron entre las cuerdas del pianoforte y el piso. Las nuevas sonoridades lo obligaron a mirar, entonces se dio cuenta que cuando se amaban la casa retomaba su antiguo esplendor… Un momento se apartó de ella y vio el fastuoso enchape de mármol del piso y los tapices en las paredes, y el piano reluciente, era de noche y sobre el iluminaba un candelabro. La miró, ¿Qué eres? En sus palabras no había reproche, solo curiosidad. La voz de ella parecía salida de una quimera, Soy tú sueño de hoy. ¿Qué darías por mí?, Todo, ¿Estás seguro?, Todo. El azul de sus ojos se prendió de las teclas que refulgían otra vez, Puedo ser la pieza de caza, el amor si así lo quieres, pero soy cara, muy cara, Ahora puedo irme. La mirada de él se perdió en la utopía de sus ojos, No, por favor, quédate. La melodía atenuada casi se perdía en la música de la noche, Será costoso. Fue a decir algo más pero los labios del cazador se lo impidieron. Lo dejó hacer. Los dedos dejaron de acariciar el piano, ocupados en los cuerpos, la música cómplice, seguía ejecutándose en sus cuerpos, en el amor. Apasionado y deseoso, la echó sobre el banco, su mano, desesperada, al deshacer su vestido, arrastró el candelabro que iluminaba sobre el piano y cayó sobre una cortina. Pero el ardor del amor era tan intenso, que sus cuerpos no sintieron el fuego y se perdieron como rayos de luz, en la noche iluminada.
Los cazadores avanzan por el trillo de aguinaldos. La visión de la cierva, de un lado fascinante, del otro arruinada inexplicablemente. Trozos de carne sobresaliendo de la piel chamuscada, el ojo fuera de su sitio. De pronto, las orillas del Olivar parecen nevadas por tantas florecillas. En un recodo encuentran la casa. Las huellas del fuego se adivinan sobre las ruinas. Semiderrumbada, gótica. De repente aquella pertinaz llovizna, los sorprende. Para protegerse entran a la mansión. Las habitaciones abandonadas les muestran el vestigio de un antiguo linaje ahora, renegrido y triste. Tapices, ajados por el tiempo. Cuadros donde el moho enseñoreado y el tizne no permiten apreciar todos los motivos. Muebles de estilo dañados e inservibles. En el comedor la mesa con sus doce sillas y las dos butacas, el aparador y los restos de la vieja fiambrera; todo en muy mal estado, pero de un gusto exquisito. En las alcobas, lo que queda de los lechos, las sábanas y cubrecamas que las vistieron. En las ventanas, los restos de vitrales, testigos de una fortuna venida a menos finalmente, el salón de fiestas. En las paredes fragmentos de antiguos relieves italianos, el derrumbado mezzanine, en el que todavía se luce algún pedazo de mármol oscurecido. Y en el rincón más alejado de la sala, bajo los restos de una cortina, en medio de la penumbra, se puede ver lo que queda de un señorial pianoforte.
Se acercan, alguno trata de sacarle sonido pero está totalmente arruinado. Amaina la tormenta y se marchan. Al traspasar la puerta, el más joven descubre un reflejo azul, regresa y sobre el piano fulgura una perla, la toma. Aguza el oído, escucha una extraña voz de mujer que le grita…