57. Platito de cenefas
Procuro visitar a mi abuelo cada semana. Siempre que llego, intento darle un beso y recordarle mi nombre. Me gustaría volver a oírselo algún día. Desde el mes pasado me confunde con su tío Felipe, a quién le gustaba la cocina como a mí, y me pide que le cocine un plato de papajotes, con azúcar por encima, como éste se los hacía de pequeño. Cuando entro a su casa, mi abuela ya me tiene preparada en la cocina la sartén con el aceite para freír sobre la hornilla de gas, junto a los demás ingredientes. A mí me gusta cocinar solo, pero sé que a ella le entretiene hacer la masa conmigo. Ella me cuenta, se desahoga en ese ratito de la semana en que desconecta del cuidado que la encadena desde hace años. Lo mismo ríe, que lo mismo llora, según la tarde.
Cuando salimos de la cocina y entramos en el salón con el platito de cenefas azules, la mirada perdida de mi abuelo pareciera volver a ser la de antes. Él siempre me sonríe; quién sabe en qué piensa. Ni una vajilla entera podría hacer que se recuperase. Pero es feliz, y con eso quiero quedarme.