56. Mar de olivos
«Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
pregunta mi alma: ¿de quién,
de quién son estos olivos?
Miguel Hernández»
Hace un mes que murió el tío Manuel, el soltero de oro de la familia. Murió solo, tan solo como vivía, como un perro de los de antes. Nunca tuvo amores, o al menos que se sepa, ni hijos reconocidos, ni por reconocer, al menos que se sepa también. A la tumba se llevó esas dudas, entre otras cosas. Se llevó, además, el rencor de sus dos hermanos, que murieron varios años antes que él y que le maldijeron de por vida cuando le tocó la lotería y se compró esta inmensa finca, con almazara incluida, no compartiendo con ellos ni una triste peseta de las de entonces. Y de mí, de mí se llevó el verano del noventa y cinco, envuelto en papel de estraza moteado de gotas del oro verde con el que Trini me untaba las tostadas de la merienda.
Apoyada en el balcón de la casa grande del cortijo, dejo mi mente nadar por entre los olivos que se extienden ante mí, arrullándome con su oleaje sereno. Rebusco en la memoria de mi recuerdo infantil y le veo con los brazos apoyados en su inabarcable cintura, balanceando su enorme barriga, mirándome desde ese bigotón rizado que asomaba bajo su sombrero de ala ancha. Tal como era en aquel verano de mis doce recién estrenados, verano en el que también estrené emociones nuevas, angustia, dolor, soledad y miedo. Emociones que me atacaron con alevosía y nocturnidad y que me acompañarían durante muchos, muchos años. Tantos que, aún hoy, a mis cuarenta y con varias terapias en mi haber, puedo decir que no me he librado totalmente de ellas.
A mi espalda escucho el ruido de las voces de los ansiosos posibles herederos del difunto tío Manuel, convocados por el albacea, que esperan en el gran salón a que se produzca la apertura del testamento y así conocer cuáles han sido las últimas voluntades del hombre más rico de todo Baeza. A los primeros que veo al entrar es a mis primos, Juan y Esteban, con los que coincido en contadas ocasiones. Apenas me miran, hacen un desganado gesto con la cabeza. Digamos que entre nosotros las palabras no son de uso corriente, la sequía verbal se instaló hace años y ahí sigue, sin lluvias a la vista. Vestidos de luto integral, embutidos en unos trajes que han debido alquilar para la ocasión, sudando como condenados al patíbulo, tan estirados y delgados como siempre. Están al lado derecho del notario, simulando una pena que no sienten y esperando, como buenos carroñeros, el momento para ocupar sitio preferente en la gran mesa que llena el centro de la estancia.
Se me acercan los guardeses del cortijo, Paco y Trinidad, cogidos de la mano. Siguen siendo aquella pareja entrañable, mucho más canosos y más entrados en carnes que en mi recuerdo infantil, pero con la misma cara afable, las mismas manos grandes, callosas pero llenas de cariño, con las que han cogido las mías, los tres unidos en un profundo abrazo manual. ¡Ay, señorita! Y se les encharca la mirada y yo les imito sin intención, sintiendo una pena enorme sin tener claro si es por ellos o por mí. Venga, señorita, y me colocan al lado izquierdo del notario que, con gesto serio, gesto de notario, indica que nos vayamos sentando, que ya no tardará el albacea en llegar.
El último en sentarse es Lolo, el hijo de los guardeses, que lo hace en la otra punta de la mesa, después de haber colocado unas jarras de limonada con hielo y vasos para todos los congregados. Cuando se sienta, levanta hacia mí sus brillantes ojos negros que vuelven a llevarme de nuevo a aquel verano, erizando mi piel de nuca a rabadilla. Aparto rápido la mirada, como siempre, como entonces. A su espalda, nos vigila el imponente retrato del tío Manuel, montado en su caballo favorito, ataviado para ir de montería, con la fusta apoyada en la pierna derecha, siempre dispuesta. Noto cómo empiezan a arderme las mejillas, bajo la mirada y hurgo en mi bolso hasta dar con el abanico, mientras mi estómago comienza a retorcerse mandando a mi boca un regusto amargo, como de aceituna recién prensada.
Despacio, con esa tranquilidad del que tiene todo hecho en la vida, Trini coge del brazo a su marido y se dirige a sentarse al lado de su hijo. Entre ellos y nosotros se distribuyen cuatro personas más, dos hombres y dos mujeres, que se han presentado como trabajadores del señor Manuel. Morenos, de pelo y piel, más que curtidos, machacados por el sol, de edades indefinidas, con la cabeza alta ellos, retorciendo sus gorras entre las manos; cabizbajas ellas, arrasadas en llanto, las dos con el pelo recogido en un fuerte y estirado moño. Todos ataviados con las que, estoy segura, son sus mejores ropas. Como diría mi madre, vestidos de domingo.
Mi madre, la cara que se le quedó a mi madre cuando apareció el tío Manuel por el hospital, nada, tranquilos, no se hable más, yo me llevo a la niña al cortijo a pasar las vacaciones y tú, tú a cuidar de mi hermano. No hubo opción a réplica, ni de ellos ni mía. Mientras mamá preparaba la maleta no paraba de hablar, las palabras se le atropellaban unas sobre otras, pórtate bien, cómete todo lo que te pongan, ten tus cosas recogidas, no le lleves la contraria a tu tío, no le toques sus cosas, no hables mucho ni poco… muchos noes más y otros tantos imperativos amontonándose en mi cabeza, como las bragas y los calcetines que ella iba aplastando en las esquinas de la maleta, para que cupiesen más cosas. Y llámame todas las noches, todas, todas. Con esa frase y dos besos, junto a mi abultada maleta y dos libros de Los Cinco de la colección de papá, me subí al coche del tío Manuel. Tres meses después volvería a verla, ella viuda y yo huérfana; ella abonada a los somníferos y yo… yo orinándome en la cama todas las noches.
En cambio, el tío Manuel apenas abrió la boca en las casi cuatro horas que tardamos en llegar de Madrid al cortijo. No me contó nada de su vida, ni cuentos o chistes como hacía papá. Alguna breve indicación de lo que me encontraría al llegar, cómo era la finca, que no había piscina pero que había un mar sin agua y que intentaría que me aburriese lo menos posible. Mis peores pronósticos se empezaron a hacer realidad y empecé a desear con todas mis fuerzas que ese verano pasase cuanto antes.
El albacea se retrasa, el notario comienza a impacientarse y le hace un gesto a Lolo que sale del salón con el móvil en la mano. Tan obediente como siempre. Él fue quién me recibió al llegar entonces, el chico más guapo que yo había visto nunca, un quinceañero con el pelo acaracolado rodeando su cara morena y esos ojos negros, brillantes como el charol de los bolsos de mi abuela. El muchacho abrió la cancela para que pasásemos con el coche y me dedicó una gran sonrisa que no pude devolver, el tío Manuel pisó a fondo el acelerador dejando al chaval envuelto en arena como un tuareg.
En la puerta nos esperaban sus padres, los guardeses. Tras las presentaciones, Trini me enseñó el que sería mi cuarto y me llevó a la cocina, donde Lolo y yo dimos buena cuenta de unas enormes tostadas con aceite y azúcar, acompañadas de un gran vaso de limonada, la merienda más rica que había probado en mi vida y que calmó mi estómago y mi espíritu. Y allí empezamos a ser inseparables. Por las mañanas, bien temprano, le acompañaba a hacer los “mandaos”. Bajábamos por el camino que lleva al pueblo contándonos mil y una cosas, pero sobre todo hablábamos de libros, él era un lector empedernido y su sueño era ser escritor famoso y reconocido en el mundo entero. Y me descubrió las nanas de cebolla, los caminantes sin camino y el verde que te quiero verde. Y Enid Blyton se pasó todo el verano metida en la maleta.
También me enseñó todos los rincones del cortijo y de la almazara. Por fin entendí lo que era un mar sin agua al ver la extensión de olivos perderse en el horizonte, ondeando, oleando como decía Lolo, siempre en versión poeta. Pero mi sitio preferido era la almazara. El segundo día, Paco y los trabajadores me enseñaron su funcionamiento, desde el patio de recepción del fruto, su limpieza, despalillado y eliminación de las hojas; su posterior lavado, para llevar las mejores aceitunas al molino y proceder a su prensado; hasta el centrifugado de la pasta, del que ya se obtenía el oro líquido para proceder a su almacenamiento en los grandes tanques de acero inoxidable que estaban en el último edificio y que me recordaban a una estación espacial. Todos esos pasos, decían, eran importantísimos para conseguir el mejor aceite de oliva de toda Andalucía. Y Lolo les llamó exagerados y les dijo que ni que fuera suya la finca, y Paco le arreó una colleja y todos nos reímos a carcajada limpia.
El tío se había ido de viaje y nosotros nos arrogamos el papel de dueños y señores del lugar, ilustres marqueses de apellidos imaginarios, Marquesa de Picual era mi favorito. Por las tardes, después de merendar mi ya imprescindible tostada con aceite, Trini nos hacía poner el bañador y nos mandaba a regar las flores, de sobra sabía que terminaríamos empapados, a batalla de manguerazos, que ninguna falta nos hacía una piscina. Siempre haciendo el tonto, siempre de risas, siempre felices.
Durante doce días.
Al llegar al número trece la felicidad se truncó y volví a la casilla de salida.
Ese día, habíamos llevado el almuerzo a los trabajadores de la almazara y nos pusimos a guerrear, a jugar escondiéndonos entre las tolvas del patio donde se recibían las aceitunas, y disparando a matar con las que iban desechando. La atronadora voz del tío Manuel cayó como un misil desde lo alto de su montura. Niña, vete a la casa y tú vente conmigo. Y, dejando su caballo amarrado a un árbol, se llevó a Lolo a empujones hacia el almacén. Yo me quede parada, bloqueada, sin saber qué habíamos hecho mal, con una culpa indefinida alojada en mi pecho, temiendo por Lolo. No obedecí, no fui a la casa, cuando conseguí que mis piernas respondieran, fui al almacén, intenté entrar, pero estaba cerrado por dentro. Pegué la oreja en la puerta, pero no conseguí escuchar nada. Limpiándome en el vestido las manos sudorosas, bordeé la pared hasta llegar a una pequeña ventana, estaba muy alta, aupándome pude asomarme para ver a Lolo apoyado en una columna con la espalda sangrando y sus pantalones bajados.
Y los del tío Manuel, también.
Y ahí sí que corrí, corrí, hasta la casa, hasta caer en brazos de Trini, temblando, sin poder decir, sin poder contar. Volcando en ella todas mis lágrimas retenidas. Las de la ausencia de mis padres y las del castigo de mi amigo. El tío no volvió a viajar en lo que restó de verano y yo no volví a mirar a Lolo a los ojos. Y él a mí, tampoco. Hasta hoy.
El carraspeo del notario llama mi atención. El albacea empieza a leernos una carta en la que el tío Manuel explica el porqué de sus decisiones finales, los porqués de sus legados y fideicomisos. Antes de que el notario comience con la apertura del testamento, mis primos se levantan y se van, arrancándose sus negras corbatas de cuajo, ya no es necesario el paripé, salen del salón renegando del tío, del cortijo y de los andaluces en general, protestando a ver quién les paga a ellos el viaje. Y yo, yo cierro con cuidado el abanico y les pido al notario y al albacea que, por favor, hagan los trámites necesarios para que los bienes que mi tío ha decidido adjudicarme sean para Manuel Heredia, el Lolo. Un Lolo sorprendido y, poco a poco, sonriente al que, por fin, puedo mantener la mirada.