47. El sol en una botella

Velilla

 

Fuiste un hada con rasera en vez de varita mágica. Fuiste un hada con manos pequeñas, pétalos de nácar que más de una vez sufrieron la mordida del cuchillo o la quemadura de las ollas. Fuiste un hada arrebatada al tiempo de la escuela, niña pobre sin más opción que luchar para sobrevivir.

Siempre anduviste cerca de las cazuelas, siempre obrando el milagro diario –diario y nunca repetitivo- de regalar una sonrisa a aquellos platos de batalla, a aquellas mesas de escasez que gracias a ti subían de nivel. Ya adulta, experta en administrar la austeridad y casada de hogar humilde, continuaste hasta el bosque de la ancianidad tu progresión en la cocina. Incluso cuando tu fortaleza ya estaba muy resquebrajada, reclamabas oficiar como sacerdotisa de pucheros y sartenes.

Aquel día decidiste obrar tu magia en un esfuerzo que no creí que lograras soportar hasta el final. Cuando llegué del gimnasio y se marchó tu cuidadora, me preguntaste si me apetecería comer torrijas. ¡Qué pregunta, mamá, como si cupiera más de una respuesta! Pero un sí daría al traste con las calorías quemadas pedaleando kilómetros a ninguna parte. “Bueno mamá, aparte de que tú ya no estás para esa faena, sabes que debo controlar el colesterol, que los fritos…” Me interrumpiste con tu hablar ya de poco fuelle: “mira, tú te saltas hoy la dieta y yo trabajo un poco, que me aburre tanto hacer ganchillo; además, un día es un día”

Me derrotaste con esa frase tan poco original como sincera. Sí, se trataba de un día, un día único del cual percibí la dolorosa singularidad de que no volvería a repetirse. Poca Medicina era precisa para entender que en aquella jornada terminaría tu andadura como cocinera y repostera.

Te quitaste las “gomas de respirar”, como las llamabas, te ayudé a levantarte del sillón y con tus pasos lastrados por esa avanzada insuficiencia cardíaca irreversible, te pusiste en marcha como si el pasillo no fuera ya un puerto hostil. ¡Te ilusionaba tanto prepararme torrijas! Como me pareció una temeridad prescindir del oxígeno para una tarea que podía durar bastante, acerqué el concentrador hasta la puerta de la cocina -¡ah, qué reducido espacio, margo indigno para tan magnífica cocinera!- y te coloqué de nuevo las gafas de oxigenoterapia. Si consentía en que hicieras torrijas, sería con ese apoyo. Aceptaste con expresión de niña que quiere cometer una travesura y, dándonos un abrazo, te até el delantal como si yo fuera la ayuda de cámara de una reina.

Y sí, eras una soberana en un reino alumbrado por el sol en una botella. El aceite fue talismán imprescindible en tu gastronomía. “Sobre todo, que sea de oliva”- repetías y repetiste aquella vez tras comprobar que tenías suficiente en la botella y no necesitabas otra de la despensa. A continuación, colocaste en la encimera la barra ancha de miga profunda, que con pícara premeditación habías encargado en la panadería.

Yo, pinche alerta y admirada ante tu coraje, saqué el móvil del bolsillo para perpetuarte en aquella última Semana Santa, en una primavera para ti muy herida de escarcha. En aquel abril tan penoso, te dispusiste con grandeza de maestra –“qué va, qué va hija, qué exagerada eres alabándome”- a ejercer de celebrante para transustanciar el pan en torrijas y yo, consciente de aquel nunca jamás, recogí foto a foto tu estampa de anciana que no se rendía, mujer con ganas de alumbrar aquella delicia de aceite, pan, leche, huevo, azúcar y canela. “Y el aceite, hija mía, que sea siempre de oliva”, jaculatoria a modo de salmo responsorial, mantra al que jamás renunciaste.

El aceite era lo fundamental en tu opinión. Te equivocabas. No era el aceite lo fundamental. El componente fundamental eras tú, mamá. Lo fundamental era tu mirada de directora de aquella orquesta de ingredientes, cantidades, minutos y temperaturas, aquel universo de génesis caótico que tú convertías en un locus amoenus. Las recetas eran música que sonaba mejor si la interpretabas tú, mamá. Y sonaba mejor porque en esas filigranas doradas de puntilla de huevo frito, en esas sopas acogedoras de ajo y tostones en cenas invernales, en esos manjares que nacían de cualquier elemento vulgar que pasara por tu altar, iba tu afán de mejorar el mundo desde el placer del paladar y con la salud inherente a comer bien. Aquellos nenúfares esponjosos cuyo olor prometía al olfato el supremo disfrute del gusto, aquellas últimas torrijas que miraban agradecidas por ser vástagos de tu sabiduría antigua, encarnaron la maravillosa clausura de tu trayectoria por los fogones. “¿Te acuerdas de cuánto le gustaban a tu padre las torrijas…?” – me preguntaste colocando las primeras en el plato con papel para absorber el exceso de aceite.

Pues claro que me acordaba, mamá. También él decía aquello de un día es un día para dar un corte de mangas a su diabetes. Mi padre -dos años ya sin él cuando preparaste las torrijas en aquel abril-, agradeció eternamente al aceite lo ocurrido cuando ambos teníais quince años. Entonces una garrafa de aceite equivalía a un odre lleno de piedras preciosas. Aquello sucedió cuando mi padre, en la posguerra de zurcidos y racionamiento, esperaba la llegada del tren del que mi abuelo dejaba caer algún paquete antes de entrar en la estación. Un saco de patatas o algún paquete de legumbre era lo más común. Todo era bien recibido. Si se trataba de una garrafa de aceite, mi padre corría a casa especialmente veloz con sus piernas delgadas y sus alpargatas de suela famélica portando aquella excepcional clandestinidad. Mi abuela, poco dada a los mimos, en esa memorable ocasión al percibir el poco peso de la garrafa, le soltó una bofetada. “¡Has perdido el corcho y vienes lleno de lamparones!” – le gritó. La muy bruta no quiso oír las explicaciones de su hijo, que había defendido el botín frente a un chaval mayor que apareció en el túnel a disputárselo. Imposible contar a mi abuela, furiosa por el desperdicio de buena cantidad de aceite y por esa ropa tan sucia, el forcejeo de su vástago con aquel contrincante. “¡Marcha a buscar el tapón, inútil, y así aprovecharé la garrafa para algo…!” – sentenció. Cuando mi padre deshacía camino hacia el túnel, se topó con una chica que había visto la pelea entre los muchachos “… y me lo traía quitándole el barro como si fuera una perla”- concluía emocionándose.

Y tú sonreías al escuchar a papá esta historia, que no por conocida te resultaba menos grata. “Bendito desastre de la garrafa de estraperlo, corazón… ¡Ay qué ojos tenías entonces y qué ojos sigues teniendo, morenaza!” –remataba como galán rendido ante su dama.

Os dabais un beso y yo aplaudía, como si aquello fuera una obra de teatro. Pero lo vuestro no fue una obra de teatro, sino una feliz realidad. Sí, tu amor con papá surgió a raíz de una garrafa de aceite. La última consciencia de él se refirió a aquel asunto. ¡Qué poca voz le quedaba, pero cómo se empeñó en dedicarte aquel pasaje antes de sumergirse en la morfina! Cuando enviudaste, todo lo tocante al aceite de oliva se convirtió en un salvoconducto para que papá regresara. “Pon en la mesa la aceitera que le gustaba a tu padre…” O bien, “hija, no seas rácana apañando la ensalada, que tu padre decía que el único lujo de unos pobres era una ensalada generosa de aceite…”

Desde que papá marchó, fuiste tú quien relataba aquel episodio de vuestro primer encuentro y, si pasaba un tiempo sin que lo mencionaras, yo lo sacaba a relucir. La llegada a domicilio del pedido de la almazara con su maná rubio -una práctica que inauguró él cuando la economía os lo permitió-, siguió siendo un acontecimiento en su ausencia. “Ha vuelto a subir de precio, pero qué buen color tiene” – decías apenas te abría con el cúter la caja de esos lingotes líquidos que te apresurabas a guardar ordenadamente en la despensa.

La despensa, sacristía para la liturgia de tu cocinar, lugar presidido por el aceite. Con él convertías lo más básico en una maravilla, una maravilla diaria que, quizás por esa condición de diaria, no valoré debidamente hasta que viví muy lejos de casa, varios mapas desplegados por medio, y me enfrenté a carecer del buen fruto de la oliva o limitarlo a ocasiones excepcionales.

Por eso aquel abril, aquel abril cuya temperatura amable no alcanzaba los suficientes grados para que tu deterioro te permitiera prescindir de la bata gruesa, cuando te pusiste a preparar torrijas entendí que la vida me brindaba un pasaporte al edén en el que tú me concedías bula para cometer pecado contra los mandamientos de mis analíticas de sangre. Que sí, que un día era un día, mamica mía, madre eterna. Que sí, que el aceite que fuera siempre bueno, que a saber qué grasas habría consumido yo cuando trabajé en la otra punta del mundo y regresé con colesterol, que tú, protectora y sabiamente quisiste enviarme algunas botellas pero no te permití aquel gasto que además no garantizaba la llegada a destino.

El aceite de oliva fue tu grial, hada inolvidable con rasera en vez de varita mágica. Yo te sigo viendo al cerrar mis ojos ante la melancolía que late en esas fotos en aquel día abrileño cuando en el estanque de la sartén navegaban los cisnes ocres de unas torrijas. Tú sonreías con añoranza, seguramente pensando en papá e imaginando cómo ofrecerle las unidades más hermosas, ahora que ya estaba libre de la diabetes.

Apagaste el fuego, te quité el delantal y volvimos a abrazarnos. La máquina de oxígeno aguardaba varada en el pasillo como un centinela. En ella aleteaban tus últimos pájaros.