44. El capitán

Mercedes

 

El capitán ajustó su catalejo. Ya había visto lo que quería, pero necesitaba asegurarse. Esperó, paciente, detrás de ese último olivo de la colina que lo ocultaba del gran ejército que avanzaba por la orilla opuesta del Guadalquivir, dejando la seguridad de las calles de Andújar.

Tres regimientos de infantería delante, la artillería en el centro y otros tres regimientos detrás. No había caballería, pero eso no importaba. Porque la caballería podía salir después y llegar antes.

Retrocedió, cuidadoso, por la fila de olivos, hasta reencontrarse con los cuatro soldados que lo custodiaban.

—¡Señores! —dijo con esa voz suya tan estentórea que hacía que los soldados se pusieran de pie de un salto.

—¡Sí, capitán!

—Nuestra oportunidad ha llegado. Ahora nos toca correr.

El sol tocaba el filo de la Sierra Morena cuando se lanzaron al galope, luego la oscuridad les hizo bajar el ritmo hasta un trote mediano. Aun así, en menos de dos horas alcanzaron el cuartel del general Coupigny. El capitán desmontó delante de la tienda y solicitó audiencia a la guardia.

—¡Entre, capitán! —La voz del general lo llamaba—. Lo estábamos esperando.

Dentro de la tienda, la tenue luz de un farol apenas le permitía ver el rostro de su superior.

—¿Noticias, capitán?

—Las que esperábamos, señor. Dupont deja Andújar con todo su ejército, retrocede.

—La acción está de nuestro lado, entonces. ¿Qué opina usted, capitán? ¿Sigue siendo ese ejército invencible?

—Un ejército en retirada nunca es invencible, mi general. Las borracheras y el desenfreno que se han permitido en Córdoba han hecho mella en su disciplina. Y nuestras escaramuzas los tienen desconcertados. Por eso dudan y retroceden. Aun así, son mucho mejores que nosotros. Tenemos demasiados reclutas sin experiencia en combate.

Coupigny asintió. Levantó ambas manos con las palmas hacia arriba. Subía una al tiempo que bajaba la otra, emulando el accionar de una balanza. Luego dejó que una mano bajara y la otra subiera definitivamente.

—Capitán, reúna a sus hombres y vaya con Reding. Infórmele lo que ha visto y póngase a sus órdenes hasta que yo llegue. Espero hacerlo antes que Dupont.

—Lo hará, señor. La distancia desde aquí es la mitad que desde Andújar.

Coupigny suspiró.

—Así es, capitán, pero los ejércitos no son tan fáciles de mover, sobre todo cuando los hombres presienten que ha llegado la hora de la batalla, o lo que es lo mismo, de la muerte.

El capitán asintió con la cabeza, se cuadró frente a su superior y salió de la tienda.

Su compañía, compuesta por ciento ochenta jinetes, se aprestó para la marcha en pocos minutos. Estaban bien entrenados, pero no ocurría lo mismo con el resto del ejército, por eso sería fundamental sacar ventaja en los primeros momentos del choque, antes de que fuera necesario recurrir a los batallones formados por los nuevos reclutas. Durante la cabalgata, no dejó de imaginarse cómo sería el terreno en el que se plantearía la batalla. ¿Campo abierto? ¿Cerros? ¿Quebradas? ¿Ríos?

A la mañana siguiente, salió de dudas. El general Reding había dispuesto su ejército en forma de abanico, sobre una serie de cerros y a cierta distancia de la ciudad. Ni tan cerca como para correr el riesgo de que al mínimo retroceso la batalla se transformara en urbana, ni tan lejos como para no poder recibir un flujo continuo de suministros desde el pueblo. El ala sur del abanico estaba reservada para el general Coupigny, pero la realidad decía que pasado el mediodía este aún no había hecho acto de presencia en Bailén, y los únicos efectivos presentes de su ejército eran los ciento ochenta hombres del capitán y sus respectivos caballos.

El capitán rehusó a recluirse en el pueblo junto al ejército de Reding y se apostó en la ladera de un cerro que los ocultaba de la vista del camino de Andújar. Él mismo subió a la cima del cerro y, desde allí, no dejó de dirigir su catalejo hacia el sitio por donde debía aparecer el tan temido ejército francés. Cada cierto tiempo, también miraba hacia el camino por donde llegaría el general Coupigny. Tanto apuntara a un sitio como al otro, la trayectoria de su mirada estaba acompañada por interminables líneas de olivos.

Una idea vino a su mente.

—Rosales, vaya a llamar los sargentos —pidió a su asistente—. Dígales que suban aquí.

Un momento después, los seis hombres formaban un círculo a su alrededor.

—Señores: ¿qué ven aquí delante? ¿Campo o bosque?

Seis cabezas desconcertadas giraron en la dirección que señalaba el capitán, pero ninguna de ellas atinó a responder. El sargento más joven abrió la boca, pero volvió a cerrarla.

—Hable, sargento —instó el capitán, atento al gesto del muchacho.

Zeñó, eto no e un bosque ni un campo —dijo el sargento con evidente acento gaditano—, e un olivá.

—Entonces, sargento, usted no podrá combatir aquí como se combate en campo abierto, ni como se lucha en bosque cerrado, tendrá que adaptarse a lo que tiene enfrente o caerá frente al enemigo. Vea, haremos lo siguiente: dejaremos atrás a nuestros caballos —el horror se dibujó en las caras de esos sargentos de caballería—, bajaremos a ese campo de batalla y nos convertiremos en olivos. Los olivos nos harán invisibles. Los olivos cargarán nuestros fusiles y dispararán por nosotros. ¡Los olivos ganarán esta batalla y echarán a los gabachos fuera de España!

Cinco sargentos miraron al capitán con las bocas abiertas, seguros de que su oficial superior había perdido el juicio. Solo el joven sargento gaditano sonreía.

Hay que rezpetá lah líneah —dijo.

El capitán le dio una palmada en el hombro.

—Claro, niño. Me alegra que lo hayas visto. Y eso es lo que haremos: respetar las líneas de los olivos. Avanzaremos sin salirnos de las líneas. No dejaremos ni un pie ni una mano fuera para que una bala los pueda alcanzar. Y cuando tengamos que pasar de una línea a la otra de olivos, la mitad pasará, mientras la otra mitad abrirá fuego para cubrir a los primeros. Si respetamos esta regla de oro con la mayor disciplina, ganaremos esta batalla. Será la batalla de los olivos.

Los sargentos miraron hacia el terreno que estaba más abajo con gesto de alivio. El capitán sonrió. Les había dado algo a lo que aferrarse, un alimento para apaciguar la incertidumbre, aunque ni él mismo estaba seguro de que la táctica diera resultado o de que los enemigos no pudieran aplicarla a su vez, neutralizando la ventaja.

El disco rojo se puso detrás de los cerros que ocultaban el camino de Andújar. En pocos minutos el catalejo se haría inservible y nada se movía en esa dirección.

—Rosales, vaya a buscar a los mismos hombres que nos acompañaron ayer y adelántese. Tenga cuidado. No deben estar lejos y llevarán vigías por delante. Yo no puedo ir con vosotros esta vez, ahora respondo a Reading, pero ya sabe lo que tiene que hacer.

Rosales se cuadró ante su capitán.

—Sí, señor, lo sé. Ser tan invisible como el aire.

Rosales corrió ladera abajo. Poco después el capitán vio pasar a cuatro jinetes por el campo, dos a cada lado del camino, y decidió que esa podía ser la última oportunidad para tomar una cena.

Bajó al campamento y, mientras roía un pan con queso, observó al hombre que estaba parado en la puerta de la casa junto al campamento. Miraba a los soldados con una mezcla de terror e impotencia. El capitán ya conocía ese gesto y sabía a qué se debía.

Se acercó al hombre.

—Buenas noches.

—Serán buenas, si usted lo dice.

—Soy el capitán de este regimiento y le garantizo que mis hombres respetarán su propiedad y su familia.

—A mi familia la mandé al pueblo, por eso no se preocupe. Por lo demás, le agradezco sus palabras, pero sé que son solo eso: palabras.

El capitán alzó el brazo y dos soldados acudieron a su lado.

—Permaneceréis apostados aquí, defendiendo la puerta de esta casa, incluso si la batalla se presentara aquí mismo.

—Sí, capitán.

Volvió a mirar al hombre.

—Usted vaya a dormir. Si pasa algo, le avisaremos.

Poco convencido, el hombre entró a la casa y trancó la puerta.

El capitán regresó a su puesto en lo alto del cerro, llevando a sus sargentos con él. Si tenía que dar órdenes, no quería perder un segundo.

En la oscuridad los ojos perdían importancia y la ganaban los oídos. Sus subordinados lo sabían y permanecían en completo silencio. En esas condiciones, el tiempo transcurría con lentitud. Cerca de la media noche se oyó el galope de los caballos. Doce herraduras golpeaban el suelo. Eso quería decir cuatro caballos, ya que dos patas golpean el suelo al mismo tiempo. Eran sus hombres. Pocos minutos después se oyeron pasos y respiraciones agitadas subiendo el cerro.

—¡Rosales! —exclamó el capitán el ver a su ayudante.

Rosales se detuvo a su lado intentando hablar, pero no lograba recuperar el aliento.

—Tranquilo, hombre, descanse.

—¡Ya vienen! —gritó entre más respiraciones agitadas—. ¡Topamos con sus avanzadas! Están a tres leguas. Y no vienen por el camino. Se mueven por el monte, separados en tres columnas, todas al norte de nuestra posición.

—Entonces saben que estamos aquí —dijo uno de los sargentos.

—Al menos lo suponen —confirmó el capitán—. Rosales, baje al campamento y mande avisar a Reding. No vaya usted. Tómese un descanso y vuelva a subir. Lo necesito aquí. Usted tiene los mejores ojos de los que tengo noticia.

Volvió a hacerse el silencio en el puesto de vigía y el capitán se llevó las manos a la cabeza. Necesitaba pensar rápido, no quedaba mucho tiempo. Se imaginó a las huestes de Dupont avanzando en la oscuridad y, como siempre que imaginaba una situación, la respuesta llegaba.

Tal como esperaba, el eficiente Rosales había desobedecido su orden de descansar y había vuelto a subir de inmediato.

—¿Qué tanta separación hay entre esas tres columnas? —le preguntó.

—Un cuarto de legua o poco más.

—Señores, vamos a hacer lo que siempre ha hecho este regimiento. Marear al enemigo. Pero, en vez de darles vueltas alrededor como hemos hecho tantas veces, nos vamos a meter en medio.

—¡Cómo! —exclamó uno de los sargentos.

—Entraremos por la brecha entre la segunda y tercera columnas, arrastrándonos de olivo en olivo, y cuando estemos en medio de ellos, abriremos fuego en ambas direcciones.

—¡Pero, capitán! ¡Se nos echarán encima! ¡Estaremos rodeados!

—Solo dispararemos dos veces cada uno y retrocederemos. ¿Han entendido?

El capitán solo oyó un murmullo entre los sargentos.

—¡Respondan si han entendido!

—¡Zí, zenó! —respondió el joven sargento gaditano.

—¡Sí, señor! —respondió el resto, más tarde y al unísono.

—Elijan sus mejores seis soldados cada uno, no necesitamos más. Y ordenen que no se diga una sola palabra durante la escaramuza. Silencio absoluto. ¡No se tiene que oír hablar español allí abajo!¡En marcha!

Mientras bajaban el cerro, el capitán pensó en cuantas cosas podían salir mal. Eran tantos los imponderables que no se podían hacer predicciones. Al llegar al campamento, indicó cuáles eran los tres pelotones que debían disparar a la derecha y cuáles a la izquierda.

Con Rosales y el mismo capitán a la cabeza, treinta y seis hombres marchaban detrás. La luna en un fino cuarto creciente les daba un resplandor mínimo. Cada tanto, Rosales mandaba a parar, aguzaba el oído y la vista, y luego seguía avanzado, hasta que se paró en seco y señaló hacia ambos lados. Era la señal convenida, que fue repetida hacia atrás por la columna de hombres. Cada uno tomó posición detrás de una línea de olivos diferente. Dieciocho fusiles apuntaron al norte y dieciocho al sur.

El estampido furioso de las armas de fuego rompió el silencio de la noche y, acto seguido, se oyeron gritos a lo lejos. El capitán sabía de memoria cuanto tiempo les llevaba a sus soldados recargar, aunque con la oscuridad y los nervios ese tiempo podría aumentar. Contó los segundos en silencio: uno, dos, tres… en el veintiuno se oyó el primer disparo, muy cerca suyo. Había sido el sargento gaditano, que además de buen entendedor, era el más rápido. Después de ese primer disparo, llegó una seguidilla de detonaciones. Al finalizar la segunda descarga, le pareció oír algún disparo aislado a lo lejos. Llegaba el instante de la confusión, el momento en el que había que desaparecer. Le complació ver que el personal retrocedía en orden, cubriéndose de una hilera de olivos a la otra. Algunas balas empezaron a silbar sobre sus cabezas, pero la mayor parte iban dirigidas al lugar que habían dejado atrás. De nuevo en el campamento, el recuento arrojó treinta y siete personas. Solo faltaba una. Había tenido la esperanza de que regresaran todos, pero tampoco podía quejarse del resultado.

Un grupo de jinetes entró al campamento con el mismísimo general Reding a la cabeza, quien desmontó hecho una furia. El capitán lo vio venir directo hacia él.

—¡Le ordené que me avisara cuando observara las avanzadas, no que entrara en combate!

—No entramos en combate, señor. Todos mis hombres están aquí —no dejó de recordar que faltaba uno, pero omitió ese detalle.

—¿Y qué significan todos esos disparos?

—Tenga a bien seguirme, general. Se lo mostraré.

El capitán guio a Reding hasta lo alto del cerro. Los seguían Rosales y los sargentos.

Al llegar a la cima se podían ver los fogonazos de los dos batallones disparándose entre sí.

—¡Pero, ¿quiénes son unos y quienes los otros?! —preguntó Reding.

Zon todos gabashos, mi general —dijo el sargento gaditano—. Deben estar borrashos, por ezo ze disparan entre ellos.

Reding dio una fuerte palmada en la espalda del capitán.

—No sé cómo ha logrado esto. Pero, de seguro, los nervios de los franceses no serán los mismos cuando empiece la batalla de verdad.

Reding desapareció de la vista. Mientras tanto, abajo, en el campo de batalla, los disparos comenzaban a escasear entre llamadas al orden en francés cada vez más lejanas. Las huestes de Dupont retrocedían sin tener en claro en dónde estaba su enemigo.

Al día siguiente, después de doce horas de batalla, y cuando el calor abrasaba el olivar, el capitán dirigió la carga de caballería que rompió las sedientas filas enemigas de forma definitiva, provocando que el general Dupont depusiera las armas.

 

 

***

Sevilla, 11 de agosto de 1808

 

—Por la autoridad que me confiere la Junta Suprema, otorgo al capitán José Francisco de San Martín y Matorras, esta medalla de oro a los héroes de la batalla de Bailén. Al tiempo que, en mérito a su acción en dicha batalla, se le concede el ascenso al grado de teniente coronel.

San Martín se adelantó y permitió que el edecán prendiera la medalla en su pechera. Luego recibió el saludo de los generales que presidían la ceremonia. Reding se puso de pie, sosteniendo una espada en sus manos.

—Desenvaine esta espada, coronel. Usted ha comenzado esa maldita batalla y también la ha acabado. Este honor le pertenece.

San Martín tomó la espada de las manos del general y cumplió con el rito de desenvainar y volver a envainar la espada del vencido general Dupont. No le agradó hacerlo. No le gustaban los alardes. Menos aún mostrarse altanero en una guerra que aún no estaba ganada, y que, según su visión, lo más probable era que estuviera perdida.

Salir a la calle escapando del tumulto de aduladores fue un alivio.

—¡Compatriota! —oyó detrás suyo. Al darse vuelta se encontró con el alférez Carlos de Alvear, nacido en el virreinato del Río de la Plata al igual que él—. ¡Congratulaciones! ¡Nada menos que la medalla de oro!

—No me importa nada esta medalla, Carlos, pero sí me interesa el rango de teniente coronel, porque si cambias de bando igual tiene valor.

—¡Pero qué dices! —exclamó Alvear, alarmado ante la ocurrencia, mirando a un lado y a otro por si alguien los oía—. ¿Es que piensas irte con los franceses?

—No, Europa está desgastada y sin ideas, se cae a pedazos. Cuando cierro los ojos veo esas llanuras interminables y despobladas de mi niñez. Sueño con un país nuevo.

—Tú sí que estás loco —dijo Alvear—. Yo sueño con sevillanas, malagueñas y…

—Oye —interrumpió San Martín—, tengo noticias de Londres. Francisco de Miranda está reuniendo un grupo de patriotas con el fin de independizar a las colonias americanas, pero entre ellos no hay muchos militares avezados. Iré a verlo y le ofreceré mis servicios.

Alvear lo miró fijo.

—Entiendo —dijo—. Hay que aprovechar ahora que el rey está cautivo.

San Martín sonrió como pocas veces en su vida, dio una palmada en el hombro a Alvear y montó en su caballo.

Alvear se quedó mirando como San Martín se alejaba. Envidiaba a ese hombre, su firmeza al hablar, su inteligencia carente de dudas. Reaccionó y corrió a buscar sus pertenencias y su caballo. Pretendía llegar muy alto en su vida, y la mejor oportunidad que tenía para lograrlo era seguir a esa esbelta figura que se alejaba por el camino de Cádiz.