42. Olivas y aceitunas

Rafael Pérez Muñoz

 

Vigésimo primer año del reinado de Antonino. Doce días para las calendas de septiembre. Con el calor de agosto, el trabajo al sol de los hombres se hace una prueba digna de Hércules. Antes de que amanezca ya están subidos en los carros, con sus aperos, sus cántaros de agua y sus cestillos de comida, dispuestos a tratar cada olivo de la villa como si fuera una noble dama: se peina el suelo con rastrillos, se rasuran los troncos con las hachas de mano y se ungen las tierras con estiércol y limo de río.

Venusto se basta para marcar todo el ritmo de trabajo de aquellos treinta esclavos. Ha nacido en estos campos y su mundo siempre ha sido el olivar y el molino. Sus cincuenta y cinco años de vida han estado dedicados casi por entero a la aceituna. Cuando sale de su monotonía es para transportar las orzas llenas a Isturgi, donde vierten el aceite en ánforas, luego las llevan al embarcadero y las cargan en las barcazas. En esas ocasiones toda la responsabilidad es suya: compra las ánforas necesarias en las alfarerías de la zona, lleva la contabilidad del producto y del precio de venta, acuerda con los comerciantes las condiciones de la transacción y revisa el estado de las barcazas que llevarán el aceite río abajo. Del Betis al mar, del mar a Roma… Venusto se siente orgulloso de ser la mano derecha de su señor y pocas veces se ha parado a pensar qué hubiera sido de él si hubiera nacido libre. Le gusta lo que hace y, a su edad, no le pide nada más a los dioses. Es cierto que tuvo la ilusión, hace ya muchos años, de conocer ciudades y gentes de otras partes del imperio. Ese sueño creció a medida que los negocios de su señor prosperaban: Los años de gran producción aceitera facilitaron a Publio Cincio Paterno, animado por su hijo, a comprar nuevas tierras y aumentar la explotación, pensando en hacerse cargo también del transporte y comercio hasta la propia Roma. Venusto se veía como representante de su amo, recorriendo el imperio y cerrando acuerdos comerciales por todas las provincias. Pero lo más lejano que conoció Venusto fue Corduba, cuando acompañó al hijo del amo en el primer trayecto de su funesto viaje a Roma. Aquella desgracia borró para siempre las ilusiones de todos.

A la hora sexta, cuando los hombres están comiendo y descansando brevemente a la sombra de los olivos, aparece una carreta tirada por dos caballos. Solo el amo usa caballos como animal de tiro. Venusto se sorprende de la inesperada visita, ya que Cincio Paterno hace varios años que no revisa el trabajo que se realiza en sus campos: para eso está él. Además, la semana está siendo especialmente calurosa y el sol se encuentra en lo más alto del cielo. No son las mejores condiciones para que un anciano de setenta años se desplace más de dos millas por caminos de tierra polvorienta y piedras.

-Salve, amo. Los hombres ya han desvaretado todos los olivos viejos que hay hasta el curso del arroyo. Con este calor no se puede ir más rápido.

-Salve, Venusto. Ya veo que el sol tuesta el suelo más que de costumbre en estos días. Será mejor que busquemos la protección de Vulcano contra los incendios ahora que se aproxima su festividad. Mañana apila todos los restos del laboreo y quémalos a esta hora arrojando al fuego algunos conejos.

-Así lo haré, mi señor. Algunos de estos hombres son buenos poniendo trampas. Las dejarán listas antes de regresar y, para mañana, seguro que tendremos cinco o seis buenos conejos para el sacrificio.

Mientras habla, Venusto observa a su amo. Desde el invierno, su dueño ha adelgazado tanto que apenas reconoce al hombre erguido y fuerte que dirigía la vida en la villa con mano firme hace apenas un año. Cincio Paterno siempre había recorrido sus tierras a caballo y se adivinaba su cercanía por la estela de polvo que levantaban las pezuñas de su animal al galopar. Hoy su joven criado Publicio casi tuvo que cogerlo en brazos para que bajara de la carreta.

-Me parece bien. En la casa sacaremos la ropa al sol, como es la costumbre. No creo que Vulcano tenga queja de nosotros. Aparte de eso, no he venido hasta aquí para ver cómo va el trabajo en el olivar. Si me coges el brazo y me ayudas a sentarme bajo ese olivo que tienes a tu espalda te cuento a qué he venido.

Cuando el amo mira de reojo a Publicio, el joven criado sabe lo que debe hacer. Saca del carro un taburete y un pequeño cántaro tapado con un paño. Tras dejarlos a la sombra del olivo el muchacho se retira a una distancia prudencial, lo bastante lejos para no oír la conversación y lo bastante cerca para captar cualquier señal de su señor. Mientras, amo y esclavo se van aproximando lentamente al árbol. Venusto teme que la debilidad del anciano le haga tropezar y caer. Si algo así ocurriera, duda poder levantarle sin dañarle algún hueso. El brazo que agarra es fino y quebradizo como un carrizo seco.

-Por fin a la sombra. Siéntate a mi lado y acércame el paño empapado en agua. Necesito recuperar un poco el aliento antes de hablar. Estos doce o trece pasos al sol han sido para mí toda una peregrinación y espero que humedecerme la cara y la nuca me haga revivir un poco.

-Señor, para hablar conmigo hubiera bastado con hacérmelo saber esta tarde mediante uno de vuestros servidores domésticos. Hubiera ido inmediatamente a la casa y…

-No, no, no. Las cosas hay que hacerlas en el momento y lugar adecuados. Debe ser aquí, rodeados de estos olivos que son mi vida o, mejor dicho, nuestra vida.

El esclavo se sienta en el suelo, frente a su señor. No sabe si va a recibir una orden, una queja o un aviso. Sea lo que sea, debe ser grave dadas las circunstancias. El resto de hombres ya han reanudado la labor.

-Me muero, Venusto. Hace meses que tomar alimento es un suplicio para mi vientre y convivir con ese dolor no se lo deseo a mi peor enemigo. Sangro abundantemente al evacuar y a veces he llegado a pensar que me encontraríais alguno de vosotros muerto en la letrina. Antes de que me aconsejes llamar a médicos o a curanderos debo decirte que no me hacen falta. Mi padre murió con los mismos síntomas y tras el mismo proceso, aunque tú no lo recuerdas porque apenas tenías cinco o seis años. No quiero que me atiborren de infusiones nauseabundas, que me apliquen cataplasmas o me embadurnen con ungüentos milagrosos. Bastante patético es rendirse así a la muerte como para hacerlo sin lo poco que me queda de dignidad.

Por primera vez Venusto no veía a Publio Cincio Paterno, de la tribu Sergia, del orden ecuestre, dueño de los mejores campos de olivar de la Bética oriental heredados tras generaciones, desde las primeras centuriaciones de tierras. Ahora solo ve al hombre que le enseñó todo lo que sabe relacionado con el aceite, que le dio una oportunidad entre el resto de esclavos de la finca y que él supo aprovechar.

-Si lo piensas, hemos llevado vidas paralelas. Vives el trabajo con la misma pasión que he tenido yo desde joven. Los dos hemos experimentado la alegría del amor y la tristeza de su pérdida. Las fiebres que se llevaron a mi Tuscilla y el parto que acabó con tu Clodia fueron en el mismo aciago año. Ya han pasado diecinueve. No es el momento de explicar por qué no hemos querido otra compañera, pero en mi caso, la soledad me ha pesado doblemente. Ni siquiera me quedan hijos que recojan el fruto de toda una vida dedicada a esta tierra. Publio, mi primogénito, apenas vivió dos años. Mi única hija nació muerta y ni siquiera tuvo nombre. Pero mi mayor dolor ya sabes que llegó con la muerte de Primitivo. Nadie debería morir con veintidós años, cuando empezaba a brillar como lo hicieron mis antepasados. Al igual que ellos, él aspiraba a nuevas empresas: compras de nuevas fincas, participaciones en las minas de Cástulo y de Sisapo, control del transporte de nuestro aceite por mar… Ese mar que se lo tragó en su primer viaje de negocios a Roma, sin darnos ni siquiera la posibilidad de un enterramiento digno.

Venusto baja la mirada. No sabe qué decir a su amo que le sirva de consuelo. Lo que diga sonaría falso, vacío, ante un hombre que le está abriendo sus entrañas más que su corazón.

-Tú tienes a Licino, un hijo fuerte que pronto te dará nietos. Tienes futuro, Venusto, porque los dioses han sabido premiarte. Yo también quiero hacerlo.

Por primera vez, el anciano muestra una leve sonrisa que deja descolocado a Venusto.

-Voy a hacer lo que mi padre ya debió realizar con tu padre en su momento: la manumisión de tu familia. Habéis servido bien durante generaciones y creo que hago justicia si os libero de la esclavitud. Antes de que digas nada, escúchame. No es esa suficiente recompensa. En mi testamento he dejado todas estas tierras que trabajas a ti y a tu hijo, Licino. Mi voluntad es que cuando yo parta, estos árboles sigan alimentando a Roma como lo hacen ahora. Siento que es lo justo con vosotros y con la tierra que piso.

-No sé qué decir, señor. Con la misma sinceridad os digo que no esperaba ya pasar de esclavo a liberto, pero sí tenía la esperanza de que concedierais esa gracia a mi hijo. Si esa es vuestra decisión, os aseguro que os estaremos eternamente agradecidos y que trabajaremos estos campos más y mejor que hasta ahora.

-No lo dudo, Venusto. Te aseguro que el agradecido soy yo y me quedo muy tranquilo, a pesar del calor que hace y los dolores que tengo.

Cincio Paterno, mira a su alrededor y vuelve a sonreír.

-Ahora esta tierra sí me será leve.

 

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19 Dhu al-Qa’dah, año 623 de la Hégira. Campos de Anduyar.

-Alim, hijo mío, atiende a lo que te digo. Mete más paja entre las tres cántaras de onfacino. Ese aceite ya lo tenemos curado con las flores de saponaria que cogieron tu madre y tus hermanas, por lo que solo queda añadirle la miel. Si se rompieran esas cántaras perderíamos una buena ganancia por la venta de jabones y tu madre… imagínate cómo se pondría.

-Sí, padre, pero deje que acabe con las cántaras del aceite de agua. Tenemos diez y tampoco queremos que se rocen en el carro, ¿no? Hasta que lleguemos al zoco de la medina hay medio día de camino de tierra.

-Esta vez te equivocas, Alim. No vamos a Anduyar. Mientras nosotros dos cargamos el aceite que hemos podido hacer con la cosecha de este año, tus hermanos y tu madre están en casa cargando la otra carreta con todas nuestras pertenencias. Hasta las gallinas estarán ya enjauladas. En cuanto terminemos aquí, recogemos a la familia y nos marchamos.

– ¿Irnos? ¿A dónde? Acaba de empezar el invierno y aún nos queda mucha aceituna que coger. ¿qué pasa, padre? ¿Es por los cristianos?

-Claro que es por los cristianos. Estas tierras ya no son seguras. En realidad, la culpa no es de ellos, sino de ese perro traidor de Al-Bayyasi. ¿Recuerdas hace dos años, cuando se rebeló contra nuestro califa, al-Ádil? Su ansia de poder le llevó a buscar el apoyo del rey cristiano y ahí empezó nuestra desgracia. ¡Un musulmán que se hace vasallo del rey Fernando para luchar contra otro musulmán! ¡Eso es ofender a Allah Misericordioso!

-Yo creía que Al-Bayyasi sabía lo que hacía. Los cristianos están en el castillo de Anduyar y no he oído que nadie en la medina se haya quejado.

– ¡Porque tienen miedo, Alim! Y más ahora. Hace tres días me contó Abdel Mutaal, el curtidor, que este verano han decapitado a Al-Bayyasi en al-Mudawwar, cerca de Qurtuba. ¡Y nosotros sin saberlo! Los musulmanes de toda la comarca estamos en manos de los cristianos y no esperes buen trato por su parte. ¿Has oído hablar de las “órdenes militares”? Al parecer, son soldados que luchan por su fe. ¿Crees que los que están en el castillo nos dejarán vivir en paz?

– Entonces… ¿A dónde vamos a ir? Todo lo que tenemos está aquí, en esta almazara y nuestra haza de olivar. Los parientes, los amigos, los clientes… ¿De qué vamos a vivir, padre?

-Ayer hablé con tu tío Omar. Piensa lo mismo: estas tierras van a ser zona de enfrentamientos y, tarde o temprano, terminarán en manos cristianas. Muchos conocidos de la medina también van a marcharse en los próximos días, pero nosotros vamos a ser de los primeros. No me fío de la reacción de los cristianos si ven a casi toda la población irse. Vamos a probar suerte en Garnata. Mientras más al sur vayamos, más seguros estaremos. Me preguntas de qué viviremos. Eso no me preocupa. Aún me veo joven y tu hermano Kâmir y tú sois fuertes. Tus hermanas trabajan tanto como tu madre y, con la ayuda de Allah, saldremos adelante. Te recuerdo que olivos hay por todo al-Andalus y nadie los trabaja como nosotros.

Mientras hablan y cargan el carro no se percatan de tres hombres a caballo que se acercan al molino. Alim se da cuenta cuando ya los tienen a corta distancia. Padre e hijo han dejado su labor y ven como uno de los tres descabalga y se acerca hacia ellos. Por su vestimenta y su rostro parece musulmán. Los otros dos no se han bajado de sus animales.

-La paz sea contigo, hermano.

-La paz y misericordia de Allah sean contigo. Me llamo Falah ¿En qué podemos ayudaros mi hijo y yo?

-Venimos en nombre de Don Álvaro Pérez de Castro, señor de Anduyar y caballero del rey Don Fernando de Castilla. Me llamo Amed Salih y soy el intérprete de los cristianos. Ya sabéis que todas estas tierras ahora pertenecen a nuestro nuevo rey castellano, por lo que todos somos sus súbditos. Para asegurar la paz en la comunidad, más hombres del rey están por llegar. Solo se os pide que sigáis haciendo vuestras labores como tenéis costumbre y que el pago del arrendamiento de la almazara y de vuestras tierras ahora sea al recaudador de Don Álvaro.

-Perdonad que os interrumpa, señor. Tanto la pequeña almazara que veis como los olivos que cuidamos pertenecen a mi familia. Son herencia de mi padre, Abdul-Alim y él los heredó de su padre, Murtadi. Los documentos de propiedad deben estar en los archivos del castillo, donde siempre hemos tributado por estas pequeñas posesiones.

-Eso se ha acabado. Como he dicho antes, todos los campos de Anduyar pertenecen a nuestro nuevo rey: tierras, viviendas, caminos… Pero como es un señor justo con sus gentes, os cede en arrendamiento lo que hasta ahora era vuestro. Él os garantiza la paz y vosotros continuáis con vuestras costumbres.

– ¡El suelo que pisan vuestros caballos es de mi padre! ¿Cómo podéis decir que eso ha cambiado? ¿Y vos os creéis “hermano de fe”?

– ¡Calla, Alim! Respétame y deja que hable yo. Perdonad a mi hijo, señor. La juventud le lleva a decir lo que no piensa, ni él ni yo.

– Espero que sea así, campesino, porque no consentiré otra ofensa. Los soldados que me acompañan disfrutarían cortándole la lengua al muchacho a la menor indicación mía.

– Os aseguro que no volverá a ocurrir, señor.

Cuando se alejaron los tres caballeros, Alim no pudo contener las lágrimas por la furia contenida. Ni comprendía cómo había gente tan cruel ni entendía a su padre, mostrándose sumiso ante la injusticia. Es más, lo observaba extrañamente tranquilo.

-Hijo mío. Ese perro de los cristianos tiene razón: todo esto ya no nos pertenece. Lo que no sabe es que tampoco les va a pertenecer a ellos.

A más de dos millas de distancia todavía se podía ver con claridad en el cielo el humo de la almazara en llamas. La partida hacia Garnata se demoró hasta el día siguiente. Así tuvieron tiempo Farah y sus hijos de envenenar los troncos de todos los olivos de esas tierras ya cristianas.