39. Mauricio Scarpa Moreno

Iteo

 

 

Desde que vio varios de los olivos marcados, Lucas, el último representante de una saga de agricultores llegada a tierras jiennenses durante la repoblación del siglo XVI, no había dejado de maldecir al autor de los círculos tallados sobre los troncos. Esas muescas las sintió como una afrenta a todo el esfuerzo que, desde la llegada del primero de los Scarpa a Campillo de Arenas procedente de la lejana región de Puglia allá en 1508, generaciones de Campilleros habían desempeñado durante siglos. Alto y enjuto como la tierra que labraba, Lucas Scarpa, el último de su estirpe, amaba a sus árboles como a los hijos que nunca tuvo.

Lucas, como siempre que comenzaba el mes de mayo, debía ocuparse de pasar el día fumigando contra el Prays junto a los jornaleros, pero tras comprobar los daños en los árboles decidió ir a denunciar a los vándalos que entraron en sus tierras y lastimaron una docena de olivos. Lo sucedido iba más allá del fruto de una gamberrada, bajo el círculo grabado en el tronco faltaba un cilindro de madera de tres centímetros .

—Será solo un momento—dijo a la cuadrilla—, me acerco a recoger la documentación a mi casa y voy a la Guardia Civil. En un rato estoy aquí.

Puso su traje de fumigación para el Prays en la caja de la camioneta, arrancó y se despidió agitando el brazo izquierdo por la ventanilla.

 

—No sabes lo que ha pasado—prorrumpió Lucas casi sin aliento en cuanto abrió la puerta y vio a su mujer—. Algún vándalo ha marcado nuestros olivos con un cuchillo o un cutter, no sé.

—Tranquilo—respondió Ruth acercándose a él inquieta, —, luego me lo explicas. Ha llegado un paquete y una carta para ti, es de un tal Mauricio Scarpa, que luego me dirás quién es. Un hombre está esperando en el patio, dice que necesita que leas la carta en su presencia y le digas si aceptas el paquete; el paquete está ahí, junto al sofá.

Lucas miró a su mujer sin saber bien cómo reaccionar, dejó las llaves sobre la bandeja de cerámica blanca que compraron en su viaje de bodas por el sur de Italia y la besó de forma rutinaria. La agitación por el descubrimiento en el campo había dejado paso a una helada contrariedad por la inesperada noticia.

—¿Mauricio?, ¿Mauricio Scarpa? —repitió incrédulo—. Creía que esa mala rata ya había desaparecido para siempre, pero parece que el viejo sigue coleando.

—Me temo que ya no, el hombre del patio trae sus últimas voluntades. Pero, ¿quién es ese Mauricio? —preguntó ella.

Ruth, mientras hablaba, vigilaba a través de la ventana del fondo del comedor el paseo tranquilo bajo la parra del patio de la figura tostada y redonda del mensajero enfundada en un traje marrón avellana.

—Es mi tío—respondió Lucas a desgana—, tenía doce años cuando desapareció junto a la medalla de oro de la Virgen de la Cabeza de mi abuela. Un maldito canalla que ha dejado por fin de correr.

—¡Pues vaya secreto! ¿Y en los treinta y un años que llevamos juntos no habéis tenido tiempo tú ni nadie en este pueblo de decirme algo sobre tu tío? —preguntó molesta—. Me parece increíble que haya tenido que enterarme de esta manera.

—Es una historia larga…

—¿Larga? —repitió Ruth, indignada—, ¡Ja!, pero ahora no hay tiempo. Ese hombre hace rato que te está esperando para que le digas algo. Ya hablaremos después.

—Disculpen que les interrumpa. Señor Scarpa, mi nombre es Ramón Palomera, soy el representante designado por su tío para entregarle sus últimas voluntades una vez falleciese—dijo, surgiendo de la nada, el mensajero—. Como le había comentado a su esposa, vengo para entregarle una carta que debería leer en mi presencia y después firmarla si está interesado en recibir el paquete con las pertenencias de su tío, el señor Mauricio Scarpa Moreno.

El forastero se había deslizado hacia el interior de la vivienda con el sigilo de un ladrón de guante blanco. Ni la vigilante Ruth había advertido su presencia hasta que estuvo delante de ellos. Ramón se había puesto la americana bajo el brazo y parecía impacientarse por la espera.

—Buenos días—respondió secamente Lucas—, sí, ya me ha dicho Ruth que estaba esperando por un asunto de mi tío, ¿cuándo falleció?

—Hace quince días. Desgraciadamente su tío tuvo un accidente doméstico y falleció a consecuencia del incendio que calcinó su piso.

—¡Vaya! —exclamó con sorna—, supongo que ya lo habrán enterrado.

—Sí, claro, —continuó displicente el mensajero—aunque a consecuencia del incendio los restos de su tío quedaron en muy mal estado. Después le anoto el cementerio y el nicho donde descansa. Pero ahora le rogaría, si así le place, pasar a la lectura de la carta y la aceptación del paquete.

Ruth, visiblemente molesta desde que supo de la existencia del tío de su marido, se había apartado de los hombres y examinaba el voluminoso paquete de cartón blanco. Un par de finas líneas onduladas dibujadas con lápiz de grafito en una de sus caras era la única marca sobre una superficie completamente lisa.

—Veamos pues la carta—apremió Lucas, recogiéndola de las manos del mensajero—. Espero que no sea muy larga. Como ya debe saber, mi tío y yo no es que hayamos tenido una relación muy estrecha. Además, hoy he tenido un problema en el campo y tengo que resolver un asunto. Leo la carta:

Querido sobrino, no espero que me perdones por lo que hice, solo te pido que leas mi diario y aceptes los obsequios que contiene la caja que acompaña esta carta.

Un abrazo,

Mauricio Scarpa Moreno

Se agradece la brevedad. Para cincuenta años de ausencia es destacable su capacidad de síntesis.

—¿Y bien? —intervino el mensajero con cierta urgencia—, ¿acepta el paquete?

—¿Dónde tengo que firmar?

—En este documento. Léalo, escriba su DNI y firme sobre la señal. Ya me encargo yo de completar el resto. En cuanto lo haga podrá abrirlo.

Mientras firmaba el documento su marido, Ruth ya había cogido unas tijeras y empezaba a cortar las cintas que lo precintaban.

—Mi función ya ha acabado. Les deseo un feliz día. Por si necesitan ponerse en contacto conmigo, les dejo una tarjeta—dijo el mensajero, recogiendo el folio de manos de Lucas y depositando un par de bonitos cartoncillos color turquesa sobre la mesa del comedor—.

—Muchas gracias, feliz viaje—agradeció Ruth mientras lo acompañaba hasta la puerta con las tijeras todavía en la mano.

—¿Y ahora qué? —preguntó Lucas, de pie junto a la caja.

—Ahora, ¿qué de qué? Pues a abrir la caja, para eso has firmado. No te entiendo, ¿qué te pasa? —dijo todavía irritada.

Lucas tenía el semblante preocupado, la interrupción por la inesperada visita no le había hecho olvidar el incidente en el olivar ni su intención de ir a denunciar lo sucedido. Y la voluminosa caja blanca, más que curiosidad por lo que pudiese decir su tío en su diario o interés por los obsequios con los que tratase de comprar su perdón, le infundía ansiedad por la sospecha de un misterio ligado al hombre desaparecido cincuenta años atrás.

—No estoy seguro de querer saber qué es lo hay en la caja, este hombre, que vuelve a aparecer en mi vida, desapareció después de robar a su madre, dejar en la estacada a mi padre falto del par de brazos que tanto hacían falta en aquel tiempo, a mi madre en un mar de lágrimas por el disgusto y a mí esperando que cumpliese su promesa de llevarme a conocer el mar—relató Lucas mirando a través de la ventana los campos de olivos extendiéndose hasta el horizonte.

—Me sabe mal lo que os pasó, nunca me habías dicho nada, debió ser muy duro para el niño que eras darse cuenta de que la figura que te había prometido el sueño de ver el mar, desaparecía de la peor forma. Pero creo que debes abrir esta caja—continuó con tono delicado—, no sé por qué, pero me parece que dentro hallarás la respuesta a las preguntas que durante tanto tiempo has esperado. Es una intuición.

—Supongo que tienes razón, debo acabar con esto. Haya lo que haya en la caja y diga lo que diga el diario, servirá para concluir de un modo u otro este episodio. El mar ya lo conocí hace muchos años, mi padre me llevó al cumplir los dieciséis años, mi abuela perdonó a su hijo, como también lo hizo la Virgen de la Cabeza, es hora de cerrar el círculo.

—Abrámosla juntos—sugirió Ruth.

—No, ábrela tú y dime lo que encuentres—contestó Lucas—, no quiero mirar.

—Vamos a ver, —dijo separando el papel de espuma que protegía los objetos de la caja—hay diez libretas de tapa verde escritas en apretada letra de color negro, ya las leeremos con calma, también está la cadena con la Virgen de la Cabeza de tu abuela y una maqueta de madera de un barco de vela con la inscripción Virgen del Carmen en uno de sus costados y… déjame ver, un pequeño cilindro de madera con algo encajado dentro. Es pequeño, del tamaño de una oliva a finales de agosto. Es verde como una esmeralda, ¡es una esmeralda!

—¿Qué nombre has dicho que había inscrito en el barco?

—Virgen del Carmen

—Así se llamaba mi madre.