38. El cortijo de mi abuelo

H.R Macías

 

Recuerdo aquellos veranos en que visitaba a mi abuelo en su cortijo ubicado en el corazón de Andalucía. Era una pintoresca construcción rodeada de interminables filas de olivos centenarios; el sol bañaba las tierras con una luz dorada y cálida. Este paraíso terrenal, como lo llamaba el abuelo, era un refugio de tranquilidad para mis padres y para mí en las vacaciones de verano.

Al llegar, lo primero que encontrabas era un sendero empedrado que serpenteaba entre los robustos troncos de los olivos, organizando una recepción de honor. Sus ramas se extendían como brazos protectores, cargadas de hojas plateadas que susurraban suavemente al viento. El aire estaba impregnado del aroma embriagador de la tierra fértil y del sutil perfume de las aceitunas maduras, listas para ser cosechadas.

Al final de este sendero podías divisar el cortijo, con su fachada de piedra blanca encalada y sus tejas rojizas, erigiéndose majestuoso en medio del vasto mar verde que lo rodeaba. Sus ventanas con contraventanas de madera pintadas de azul se abrían para recibir la brisa fresca que traía consigo historias de tiempos pasados. Flores de jazmín que había sembrado mi abuela trepaban por las paredes, añadiendo un toque de color vibrante al entorno sereno. Para mí, era más hermoso que cualquier mansión o rascacielos de la ciudad.

Al entrar, en el patio interior, una fuente antigua de mármol cantaba una melodía eterna mientras sus aguas cristalinas caían en cascada, creando un rincón perfecto para la relajación. Era el lugar preferido de mi madre, que se sentaba en un banco de hierro forjado a leer durante horas, disfrutando también de la vista panorámica de los olivos que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, sus filas perfectamente alineadas como soldados en formación, guardianes de la paz del cortijo.

A mí me encantaba la cocina. En ella, el aroma del aceite de oliva recién prensado y el pan horneado se mezclaba con el sonido de las risas y las conversaciones entre mis padres y mis abuelos, creando un ambiente de hogar y alegría que pocas veces nos permitía el ajetreado día a día en la ciudad.

Al atardecer, cuando el sol comenzaba su descenso y el cielo se teñía de tonos anaranjados y rosados, el cortijo se transformaba en un escenario de ensueño. Las sombras de los olivos se alargaban y una quietud sagrada envolvía el lugar. A mi padre y a mí nos fascinaba pasear entre los árboles, sentir la conexión con la tierra y admirar cómo la luz dorada acariciaba suavemente cada hoja y cada fruto.

En este cortijo, el tiempo parecía detenerse. Cada día era una celebración de la vida, la naturaleza y la simplicidad. Nuestros corazones encontraban paz y nuestras almas se reencontraban con la belleza de lo simple, de lo elemental.

Mi abuelo nos recibía con una sonrisa. Luego de instalarnos, me decía: «Ven, hijo mío, vamos a ver cómo están los olivos.» Y salíamos hacia nuestra excursión diaria.

Caminábamos por los surcos entre los árboles; mi abuelo me enseñaba a identificar las diferentes variedades de olivos y me explicaba la importancia de cada una de ellas. Me mostraba cómo se cultivaban, cómo se podaban y cómo se cosechaban las aceitunas. Me enseñaba a apreciar la belleza de los olivos, la forma en que sus ramas se retuercen con el tiempo y la manera en que sus hojas brillan al sol. Yo prestaba mucha atención, fascinado con la sabiduría del abuelo.

Luego me llevaba a la almazara, donde se producía el aceite de oliva. Me encantaba ver cómo se prensaban las aceitunas y cómo se extraía el aceite. Me parecía mágico cómo de algo tan pequeño y amargo como una aceituna podía salir algo tan rico y delicioso como el aceite de oliva.

Solía decirme mientras caminábamos que el cultivo de olivos era parecido a la vida: requería paciencia, mucha dedicación y, sobre todo, amor. «Utiliza esos elementos en cada cosa que hagas en tu vida y no habrá nada que no puedas hacer,» decía. Yo asentía emocionado, pues sus palabras me llenaban de un sentimiento de anhelo por el futuro que no podía describir. Día a día me enseñaba a apreciar el valor de la tierra y el trabajo duro. Me enseñó que la cultura del olivar no era solo una tradición, sino una forma de vida.

Después de algunos años, volví al cortijo de mi abuelo. La última vez que hablamos le comenté que había perdido mi rumbo, que no hallaba un lugar para mí. Olvidé sus enseñanzas y me vi atrapado en un trabajo que odiaba. Me pidió que me tomara un tiempo y le ayudara en sus cultivos. Así lo hice por unas semanas y volví a ser tan feliz como cuando era niño. Cuando me despedía, me dijo: «Tal vez estés buscando encajar en el lugar equivocado. Recuerda que aquí siempre habrá un lugar para ti,» y me abrazó paternalmente. Mis ojos se inundaron de lágrimas y lo abracé fuertemente.

Así, tomé la decisión de abandonar mi trabajo y me instalé en el cortijo junto a mi abuelo. Trabajé a su lado, aprendiendo cada secreto y técnica del cultivo de los olivos. No fue difícil apasionarme igual que él con esta hermosa práctica.

Un día le comenté a mi abuelo sobre un olivo que no estaba dando un buen producto. Las aceitunas eran pequeñas y deformes; el árbol tenía la corteza agrietada, sus hojas eran amarillas y comenzaban a caerse. «Está muriendo,» dijo mi abuelo con melancolía. «Sus ramas poco a poco dejarán de dar frutos de calidad, se secarán y perderán todas sus hojas; finalmente, morirá.» «Bueno, debemos quitarlo y replantar uno nuevo,» le sugerí. Me miró sorprendido y algo molesto. «No, hijo. Este árbol ha servido a nuestra familia por cientos de años, estuvo aquí antes que yo y aún estará cuando me haya marchado. Le debemos seguir cuidando hasta que muera totalmente, porque en ese fruto pequeño que ves, se evidencia su voluntad de vivir.»

Sus palabras calaron hondo en mí, y me sentí mal por haber sugerido lo contrario. Comprendí que, al igual que el olivo, mi abuelo era ya un hombre viejo. Aunque no tenía la misma energía de antaño, cada día se despertaba con la mejor disposición para cuidar del olivar.

Después de aquella conversación, tuve cuidado de no volver a hacer comentarios indiscretos y dejé que mi abuelo trabajara cuanto quisiera en el olivar. Durante los siguientes años, cada día él iba a cuidar del viejo olivo, lo regaba y abonaba con especial cariño. Luego, se sentaba recostado a su tronco y se entregaba a leer alguno de sus libros, aunque la mayoría de las veces se quedaba dormido, hasta que yo llegaba a despertarlo para volver a la casa. Hasta que un día ya no pudo hacerlo más. El médico le ordenó absoluto reposo en cama, y yo asumí la tarea de cuidar el olivo. No pasaba un día sin que mi abuelo preguntara si ya había pasado a regarlo, y yo lo tranquilizaba contándole detalladamente cómo lo había regado y abonado.

Una tarde de otoño, mientras me encontraba en el olivar, la enfermera que cuidaba de mi abuelo llegó corriendo a buscarme; mi abuelo me llamaba desesperadamente. Cuando llegué junto a él, me pidió que lo llevara hasta el viejo olivo. Pensé en negarme, pero su mirada no dejaba espacio para una negativa. Un presentimiento me asaltó. Pedí a la enfermera que llamara a mis padres y luego nos acompañara hasta el olivo. Llevé a mi abuelo y lo recosté junto al árbol; su mirada era serena y feliz. «Hijo, prométeme que cuidarás de este olivo como lo has venido haciendo hasta que su última hoja haya caído y ninguna otra vuelva a retoñar.» «Claro que sí, abuelo, te lo prometo.» «Gracias, hijo, ahora déjame un momento a solas; quiero descansar.» Me alejé unos pasos y quedé de pie junto a la enfermera. Vimos cómo el abuelo murmuraba algunas palabras al viejo olivo, luego cerró sus ojos y quedó dormido para siempre, a la sombra de su árbol amado.

Cumpliendo su voluntad, esparcimos sus cenizas por el olivar, incluido el viejo olivo. Qué le susurró esa tarde es un misterio para todos nosotros, aunque estoy convencido de que le pedía que viviera mucho tiempo más. Mi abuelo me heredó el cortijo y, junto a las escrituras, me dejó una pequeña nota: «Me alegra que hayas encontrado aquí tu lugar.» No pude contener el llanto ante aquellas palabras, pues mi abuelo nunca olvidó lo que ocurrió tantos años atrás.

Deseando que otras personas pudieran encontrar en el cortijo de mi abuelo la misma felicidad que yo encontré, lo transformé en un lugar de oleoturismo, donde los visitantes pueden disfrutar de la tranquilidad que este lugar ofrece. Cada visita, cada sonrisa de los turistas, me recuerda a mi abuelo y al tiempo que pasamos juntos. Ahora, su legado vive no solo en mí, sino también en todos aquellos que vienen a conocer y apreciar la cultura del olivar.

Y el viejo olivo aún permanece de pie. Mis hijos juegan a su alrededor y me acompañan cada día a regarlo, mientras evocamos historias del abuelo, así, aún permanece allí con nosotros en el olivar.

H.R Macías