
36. El susurro del olivo
En la cima de una colina de dorada arcilla, se erguía el pequeño pueblo de Olivanda, un santuario de quietud y sencillez que parecía haber surgido del propio olivar que lo rodeaba. La vida en Olivanda transcurría como el aceite de oliva fluyendo desde una jarra de barro, lento y constante, dando la impresión de que el tiempo se había quedado estancado entre los pliegues de las montañas.
Clara era una joven de ojos vivaces y cabello castaño oscuro, igual que la madera del olivo. Tenía un corazón tan amplio como el horizonte que podía divisarse desde la cima de la colina. Enamorada de su tierra, Clara había heredado la gestión del olivar familiar, cuidándolo con amor y respeto.
Rica en fruto de rama verde estrella,
cuida la oliva, su pasión más bella,
la escoge, mima, con ternura ella,
y en oro líquido su esencia sella.
La tradición del olivar era el latido del corazón de Olivanda, un proceso mimetizando una danza milenaria que los olivandenses ejecutaban con una precisión de relojería: la poda cuidadosa de los árboles, la recolección meticulosa de las aceitunas y la molienda paciente en la almazara, donde el fruto se transformaba en el precioso oro líquido.
En tierras de Olivanda, un legado,
la tradición del olivar perdura,
un latido ancestral, danza pura,
del corazón que siempre ha palpado.
Precisión de relojería admirada,
olivandenses con destreza única,
poda cuidada, labor titánica,
aceitunas recolectan, dedicada.
En la almazara, la molienda lenta,
paciente obra, fruto transformado,
en oro líquido, tesoro que alenta.
La esencia de Olivanda, eternizada,
en cada gota, un legado sagrado,
de la tierra y el sol, unión sellada.
El oro líquido fluye armonioso,
regalo ancestral que brinda el olivo,
tesoro venerado, alimento vivo,
en Olivanda, el corazón bullicioso.
La danza perdura con dedicación,
en cada rama, en cada hoja verde,
un latido ancestral que no se pierde,
pulso vital de toda una nación.
En la almazara, el fruto es transformado,
aceitunas convertidas en elixir divino,
en cada gota se guarda el destino,
de un pueblo y su tradición amado.
Que la tradición del olivar florezca,
en cada paso, en cada nueva aurora,
Olivanda, cuna de la historia,
tu legado eterno nunca desaparezca.
Pero Clara veía algo más en ese ritual. Veía una oportunidad de compartir la magia del olivar con el mundo. Así nació su proyecto de oleoturismo: ofrecer visitas guiadas por los campos de olivos y almazaras, explicar el proceso de producción del aceite, y lo más importante, transmitir la pasión por la tradición y el respeto por la tierra.
Bajo el cielo de Olivanda, testigo y concierto,
canta Clara su canción, su noble aserto,
para quien, en el aceite, encuentra un puerto,
y en su amor a la tierra, un camino abierto.
Su idea fue recibida con escepticismo al principio, pero Clara no se desanimó. Con la paciencia del olivo, fue construyendo su sueño, poco a poco. Diseñó rutas por los campos, acondicionó la almazara para las visitas y creó una experiencia sensorial única, una cata de aceites de oliva donde los visitantes podían degustar los diferentes sabores y texturas del preciado líquido.
Así, cada visita es un secreto,
un sabor, un aroma, una oferta,
de un mundo guardado en cada afecto,
donde el aceite de oliva es poesía abierta.
Pronto, las visitas empezaron a llegar. Personas de todos los rincones se sintieron atraídas por la sencillez de Olivanda y la pasión de Clara. Escuchaban embelesadas sus historias, caminaban entre los árboles centenarios y degustaban el aceite, cada gota una historia de amor y trabajo duro.
El éxito de Clara no se limitó a revolucionar el pequeño pueblo de Olivanda. Su iniciativa fue un faro para otros pueblos olivareros, que comenzaron a valorar sus propias tradiciones y a compartirlas con el mundo. Y en ese intercambio, la cultura del olivar, con su sabiduría milenaria y su respeto por la tierra, se propagó como un árbol que extiende sus ramas al sol.
Clara remarcaba la hondura de nuestras raíces, como una alabanza sinfónica a la fuerza infinita de soñar. Su actividad de cicerone se despliega con la suavidad del aceite de oliva, acariciando el paladar del visitante con una persistencia en el sabor que invita a la reflexión: en cada dorada gota de aceite, en cada olivo meciéndose al compás del viento, en cada grano de tierra que amamanta la vida, existe una historia vibrante, anhelante de ser compartida con el mundo. Mientras el sol bañaba a Olivanda con un resplandor dorado, Clara se paró en la entrada del olivar, recibiendo a los Visitantes que llegaban con una cálida sonrisa. Su voz tenía un toque de emoción mientras compartía historias de los olivos milenarios, cuyas ramas parecían rozar los cielos y susurrar secretos al firmamento. Los visitantes escuchaban en un silencio reverente, cautivados por las historias que se desarrollaban como capítulos inmortales de una novela sin tiempo. Clara, cual heroína de antaño, se erigía como una musa de las palabras, hilando las hazañas de estos árboles ancestrales con una maestría propia de los más célebres narradores. El olivar, testigo mudo de tantos avatares históricos, se convertía en el telón de fondo de sus relatos, donde las ramas, retorcidas por el paso de los siglos, evocaban pasiones, tragedias y esperanzas que se entrelazaban en una danza eterna.
Los oyentes, embriagados por las palabras que fluían de los labios de Clara, se perdían en los remolinos del tiempo y se sumergían en una narración atemporal. Los olivos, guardianes silenciosos de innumerables vivencias, hablaban a través de la voz de la joven anfitriona, revelando los secretos que habían presenciado y conservado celosamente a lo largo de los siglos.
Cada historia que Clara compartía era una joya literaria, un regalo que entregaba a los presentes y los transportaba a un universo en donde los límites entre la realidad y la ficción se desvanecían. Como las ramas enredadas de los olivos, los relatos de Clara se entrelazaban entre sí, formando una red de emociones y experiencias que tejían una trama en la que cada uno de los visitantes encontraba su propio lugar.
Así, mientras el sol iluminaba a Olivanda con su fulgor dorado, Clara se convertía en la guía de aquellos que se aventuraban en el olivar, llevándolos de la mano por senderos mágicos y descubriéndoles un mundo nuevo, donde los árboles eran testigos eternos y las historias, como los propios olivos, se mantenían vivas en la memoria colectiva.
Al finalizar la jornada, mientras el sol se ocultaba tras el horizonte, los Visitantes partían con el corazón pleno y la mente colmada de las emociones vividas. Clara, en su papel de narradora, había logrado unir a todos en una comunión de experiencias compartidas, donde las fronteras entre la realidad y la fantasía se habían desvanecido. Olivanda, gracias a ella, había cobrado vida y había dejado una huella imborrable en el alma de quienes habían tenido el privilegio de escuchar sus historias en aquel atardecer mágico.
Visitante: ¿Y el oleoturismo? ¿Cómo se te ocurrió una idea tan maravillosa?
Clara: Mientras caminaba por los olivares, respirando el aroma embriagador, me di cuenta de que no se trataba solo de un producto para vender, sino de una experiencia para vivir.
Visitante: Y podemos sentir esa tranquilidad a cada paso que damos en este pueblo. Es un refugio lejos del ruido y el caos del mundo.
Clara: Olivanda ofrece un respiro del ritmo acelerado de la vida, permitiéndole reconectarse con la naturaleza y con usted mismo. Es un lugar donde el tiempo se ralentiza y se pueden apreciar las alegrías simples que muchas veces pasan desapercibidas.
En lo que respecta al cuidado del cuerpo y la belleza, el aceite de oliva era un producto de lujo en la antigua Roma. Los romanos lo usaban para limpiar su piel, hidratarla y protegerla del sol. Clara comenzó a producir sus propios productos de belleza con el aceite de su olivar, incorporando ingredientes naturales como la miel, el aloe vera y las flores silvestres.
Mientras el sol comienza a ponerse, arrojando un cálido resplandor sobre el olivar, Clara continúa cautivando a sus visitantes con sus palabras, pintando imágenes vívidas del pasado y los sueños del futuro. Y en Olivanda, donde el espíritu de la tierra y su gente se entrelazan, los visitantes encuentran consuelo e inspiración, llevándose para siempre un pedacito de pueblo en el corazón.
Guiados por Clara, deambularon por los bosques milenarios, el olor a tierra seca y aceitunas impregnaba el aire. El susurro rítmico de las hojas proporcionó una sinfonía relajante, y los visitantes se maravillaron con la armonía entre la naturaleza y la humanidad. En el camino, Clara señaló las diferentes variedades de aceitunas, cada una con su propio perfil de sabor distinto, y explicó el delicado proceso de nutrirlas y cosecharlas.
Después del recorrido, los visitantes se reunieron alrededor de una larga mesa de madera adornada con botellas de aceite de oliva dorado. Clara, como un maestro dirigiendo una orquesta, los guió a través de un viaje sensorial. Ella les enseñó a apreciar los matices de sabor, los toques de amargor y picante que bailaban en sus paladares. Cada gota de aceite llevaba el legado de generaciones, el trabajo de manos que habían nutrido la tierra durante siglos.
……….
En los últimos instantes de su vida, Clara se encontraba junto al más viejo olivo, un coloso majestuoso que había sido testigo de toda la existencia de la comarca. Sus arrugas y líneas de expresión no eran más que el reflejo del tiempo, de una vida dedicada a su tierra y su gente. Bajo la sombra del árbol, el aire se llenaba de un aroma dulzón, mezcla del terruño y los frutos del olivo, un perfume que recordaba al aliento del tiempo. Bajo la sombra susurrante del olivo, ese olor, ese lugar, eran su adiós perfecto, una forma de fundirse con la tierra que tanto había amado. Y así, con el alma llena de serenidad, Clara se despidió del mundo, dejando en él una huella tan profunda como las raíces del viejo olivo que la cobijaba.