35. Don Quijote y los secretos del Oro Líquido
En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo que cabalgaba Don Quijote, el Caballero de la Triste Figura, acompañado de su fiel escudero Sancho Panza. Ambos, sobre sus fatigadas monturas, Rocinante y el asno rucio, emprendieron una nueva aventura que les llevó hasta la noble y antigua ciudad de Jaén.
Era un día de claros cielos y cálidos vientos, cuando nuestros héroes divisaron a lo lejos la silueta de Jaén, con sus torres y almenas desafiando al sol. La ciudad se alzaba majestuosa, custodiada por el Castillo de Santa Catalina, testigo mudo de tantas historias y leyendas.
Decidió Don Quijote, con su usual fervor, desviarse de su camino para adentrarse en los campos que rodeaban la ciudad. Sancho, fiel a su amo pero no sin reservas, le siguió, preguntándose qué nuevas empresas les aguardaban en aquel terreno desconocido. Así fue como, al poco, se encontraron caminando por un vasto y extenso campo de olivos, cuyos árboles, como centinelas verdes, se alzaban con sus ramas extendidas hacia el cielo.
Los olivos, con sus troncos retorcidos y cortezas rugosas, parecían ancianos sabios que contemplaban el paso del tiempo con la paciencia de los siglos. Sus hojas, de un verde plateado, brillaban bajo la luz del sol, creando un tapiz de sombras y reflejos que danzaban al ritmo del viento. El suelo, cubierto de hierba seca y pequeños guijarros, crujía bajo las pisadas de Rocinante y el asno rucio, añadiendo una sinfonía rústica a aquel escenario bucólico.
Don Quijote, con su rostro iluminado por un fervor casi místico, alzó la vista y exclamó: «He aquí, Sancho, un campo de inmensa belleza y promesa. ¿No sientes cómo el espíritu de la naturaleza nos envuelve, cómo estos olivos parecen custodiar secretos de antaño, quizás incluso relatos de caballeros y damas? Estos árboles, querido amigo, son los testigos silenciosos de hazañas heroicas y amores perdidos.»
Sancho, rascándose la cabeza y mirando con cierto escepticismo, respondió: «Señor, no veo aquí más que árboles y polvo. Si hay secretos, estarán bien guardados, porque no los oigo ni los veo. Pero, si vos lo decís, habrá que creer que así es.»
Continuaron su camino, internándose más y más en aquel océano de olivos. El aire, perfumado por el aroma sutil de las aceitunas, parecía contarles historias de cosechas pasadas y faenas arduas, de manos curtidas que, generación tras generación, habían trabajado aquella tierra con esmero y dedicación. El sol, en su cenit, proyectaba sombras alargadas y jugaba con la luz, creando espejismos y figuras efímeras que Don Quijote, con su imaginación desbordante, no tardó en transformar en escenas de batallas gloriosas y encuentros mágicos.
Así, perdidos en aquel mar de verdor y leyendas, Don Quijote y Sancho Panza avanzaron, no sólo físicamente, sino también en sus propias reflexiones y sueños. Porque en aquel campo de olivos, bajo el cielo andaluz, cada paso era un verso, cada sombra una rima, y cada olivo un guardián de los relatos eternos que sólo los verdaderos soñadores, como nuestro caballero, podían vislumbrar.
Mientras Don Quijote y Sancho Panza continuaban su andadura por el campo de olivos, el sol brillaba con intensidad sobre sus cabezas, y el aroma de las aceitunas llenaba el aire. Fue entonces cuando, a lo lejos, divisaron a un campesino que trabajaba en su olivar. El hombre, de edad avanzada y rostro curtido por el sol y el tiempo, se acercó a los viajeros con una sonrisa amigable.
—¡Buenos días, caballero! —saludó el campesino, inclinando ligeramente la cabeza—. ¿Qué os trae por estos lares, donde el olivo es rey y el aceite su oro líquido?
Don Quijote, con su usual dignidad, respondió:
—Buen hombre, soy Don Quijote de la Mancha, caballero andante, y este es mi fiel escudero, Sancho Panza. Venimos en busca de aventuras y conocimiento. Veo que laboráis en estos campos, que sin duda guardan secretos y riquezas de los tiempos antiguos. Decidme, ¿qué prodigios esconde este lugar?
El campesino, con un brillo de orgullo en sus ojos, comenzó a hablar:
—Bienvenidos seáis, Don Quijote y Sancho. Estos campos, que veis aquí, son la cuna del mejor aceite de oliva que jamás hayáis probado. Los olivos han sido cuidados y venerados por generaciones. De sus frutos, las aceitunas, extraemos un aceite que es el alma misma de nuestra tierra. El aceite de oliva no es solo alimento; es medicina, es tradición, es cultura. Aquí, en Jaén, hemos perfeccionado el arte de producirlo, y nuestros molinos son testigos de ello.
Sancho, siempre con un ojo en la comida, preguntó con curiosidad:
—¿Y decís que ese aceite es tan bueno? Porque, a fe mía, bien quisiera probarlo para saber si hace honor a su fama.
El campesino sonrió aún más, asintiendo con entusiasmo:
—Claro que sí, buen Sancho. Os invito a ambos a mi humilde molino, que no está lejos de aquí. Aún funciona como antaño, y allí podréis ver cómo se prensa la aceituna y se extrae el aceite. Además, podréis degustar nuestros productos: pan recién horneado con aceite de oliva, aceitunas aliñadas, y hasta un poco de vino de la tierra. Es un honor compartir nuestra cultura y nuestras tradiciones con visitantes tan ilustres.
Guiados por el campesino, Don Quijote y Sancho Panza se adentraron más en el campo de olivos, hasta llegar a un antiguo molino de piedra, cuyas ruedas giraban lentamente, movidas por la fuerza de un burro. El molino, aunque viejo, mantenía su dignidad y funcionalidad, y en su interior, el aroma del aceite fresco impregnaba el aire.
El campesino les mostró el proceso de molienda, explicando con detalle cómo se recogían las aceitunas, se limpiaban, y luego se prensaban para extraer el preciado líquido dorado. Sancho observaba con ojos ávidos, mientras Don Quijote, conmovido por la dedicación y el amor que ponían en su trabajo, exclamó:
—Verdaderamente, buen hombre, este es un arte digno de los más nobles elogios. El aceite de oliva es, sin duda, un tesoro que nutre el cuerpo y el alma. Vosotros, los que lo producís, sois guardianes de un legado inmenso.
Al final de la visita, el campesino les ofreció una degustación. Con pan crujiente, mojado en el aceite fresco, Don Quijote y Sancho probaron el fruto de aquellos olivos centenarios. El sabor era intenso y suave, con un toque de amargor que hablaba de la tierra y el sol de Andalucía.
Sancho, masticando con deleite, comentó:
—Por mi vida, señor, que este aceite es un manjar de dioses. Bien podríamos quedarnos aquí por un tiempo y aprender más sobre este noble arte.
Don Quijote, asintiendo con satisfacción, concluyó:
—Cierto es, Sancho. Este aceite es la prueba de que la dedicación y el amor a la tierra producen los más exquisitos frutos. Agradecemos vuestra hospitalidad, buen campesino, y nos llevamos con nosotros el recuerdo de este día, y el sabor de este tesoro, que es, sin duda, el verdadero oro de Jaén.
Y así, con el corazón y el paladar llenos de gratitud, Don Quijote y Sancho Panza continuaron su camino, sabiendo que habían descubierto una nueva joya en su incesante búsqueda de aventuras y conocimientos.
El campesino, con una sonrisa de satisfacción y orgullo, entregó a Don Quijote una botella, cuidadosamente sellada y etiquetada, con el preciado contenido que habían aprendido a apreciar durante su visita.
—Agradecemos vuestra amabilidad y generosidad —dijo Don Quijote, tomando la botella con reverencia—. Este regalo es un tesoro que llevaré con gratitud y aprecio. Permitidme, buen hombre, dedicar unas palabras a esta joya líquida que tan gentilmente nos habéis obsequiado.
Sosteniendo la botella ante sus ojos, Don Quijote la observó con detenimiento, admirando su color dorado, que brillaba a la luz del sol como si contuviera en su interior la esencia misma de la naturaleza.
—He aquí —comenzó Don Quijote—, un elixir cuya pureza y nobleza superan con creces las más preciosas esencias del Oriente. Su color dorado evoca los primeros rayos del amanecer, capturados y destilados en una forma que cautiva tanto a la vista como al espíritu. Cada gota de este líquido encierra en sí misma la historia de la tierra y el cielo, una sinfonía de sabores que, sin duda, deleitará los paladares más exigentes y refinados.
Sancho, observando con atención, no pudo evitar agregar su comentario:
—Bien decís, señor. Ese color dorado me recuerda al mismo sol que nos calienta, y me parece que debe ser tan nutritivo como el mejor manjar.
Don Quijote continuó, ahora casi en un tono poético:
—La fragancia que emana de este líquido es sutil y embriagadora, un aroma que transporta a quien lo percibe a campos bañados por la luz del sol, donde los vientos suaves susurran secretos de cosechas pasadas. Al saborearlo, uno percibe una textura suave y sedosa que acaricia el paladar con una delicadeza inigualable. Y el gusto, ah, el gusto es un delicado equilibrio entre el dulzor de la naturaleza y un ligero amargor que revela la autenticidad de su origen.
Sancho, no pudiendo contener su entusiasmo, añadió:
—Sí, señor, y parece que al probarlo uno se siente más fuerte y lleno de vida, como si toda la bondad de la tierra y el cielo se concentrara en cada gota.
Don Quijote asintió solemnemente:
—Así es, Sancho. Este noble líquido no solo nutre el cuerpo, sino que también alimenta el alma, recordándonos la belleza y la abundancia que la naturaleza nos ofrece. Es un testimonio de la dedicación y el amor con los que ha sido creado, un verdadero tributo a la tierra de Jaén y a sus gentes.
El campesino, emocionado por las palabras de Don Quijote, agradeció profundamente, con un gesto humilde.
—Os lleváis con vos no solo un producto de nuestra tierra, sino también un pedazo de nuestra historia y nuestra cultura. Que este obsequio os acompañe en vuestras aventuras y os recuerde siempre la bondad de esta tierra y su gente.
Con el corazón lleno de gratitud, Don Quijote y Sancho Panza guardaron cuidadosamente la botella en sus alforjas y se despidieron del campesino, prometiendo recordar siempre la hospitalidad y las enseñanzas recibidas en aquellos campos de olivos. Y así, con un nuevo tesoro en su haber, continuaron su viaje, sabiendo que llevaban consigo mucho más que un simple regalo, sino un símbolo de la riqueza y generosidad de la tierra de Jaén.
El campesino, con un brillo de entusiasmo en sus ojos, se acercó a Don Quijote y a Sancho, inclinándose levemente antes de hablar.
—Agradezco vuestras amables palabras, noble caballero. Permitidme recomendaros algo que, sin duda, será de vuestro agrado. Nuestra sierra, la Sierra de Segura, es un lugar ideal para descubrir la cultura del aceite en su máximo esplendor. Os sugiero realizar la Ruta del Aceite, donde podréis visitar la almazara Oleofer.
Don Quijote, con la curiosidad encendida, preguntó:
—¿Y qué maravillas nos aguardarán en dicha ruta, buen hombre?
—En la almazara Oleofer —continuó el campesino— se os explicará todo el proceso de elaboración del preciado elixir, desde que la aceituna llega, hasta su posterior molturación y envasado. Además, como en todas las visitas a almazaras, podréis disfrutar de una degustación de Aceites de Oliva Virgen Extra, y si la fortuna os sonríe, podréis observar cómo es el día a día del aceitunero durante los meses de campaña.
Sancho, con el entusiasmo visible en su rostro, exclamó:
—¡Eso suena como una excelente aventura, señor! Imagino que podríamos aprender mucho y, quizás, disfrutar de más de esos manjares.
Don Quijote, siempre en busca de lo extraordinario, asintió con vigor.
—Así lo haremos, Sancho. Nos dirigiremos a la Sierra de Segura y seguiremos la Ruta del Aceite. Estoy seguro de que encontraremos en cada rincón y en cada árbol la magia y el encantamiento propios de estas tierras.
Con la decisión tomada, Don Quijote y Sancho Panza se despidieron del campesino y emprendieron su camino hacia la Sierra de Segura. Al adentrarse en los paisajes de la sierra, Don Quijote no pudo evitar maravillarse ante la majestuosidad de los olivos centenarios, cuyas ramas parecían extenderse hacia el cielo como brazos que contaban historias de tiempos pasados.
Cada árbol, para el ingenioso hidalgo, era un guardián de secretos y leyendas. Veía en sus troncos retorcidos y en sus hojas plateadas la obra de magos y hechiceros. A su paso por las aldeas y campos, cada edificio se transformaba en su imaginación en castillos y fortalezas encantadas.
Finalmente, llegaron a la almazara Oleofer, un lugar que, a los ojos de Don Quijote, era poco menos que un palacio de alquimia, donde los misterios de la naturaleza se transformaban en el preciado líquido dorado. Fueron recibidos con cortesía y, como prometido, se les mostró el proceso completo de elaboración.
—Observad, Sancho —dijo Don Quijote, señalando las prensas y las cubas—, cómo estas máquinas, que parecen de otro mundo, trabajan con precisión y armonía. Es como si un encantamiento les diera vida.
Sancho, impresionado por la maquinaria y el proceso, asintió, saboreando ya el pensamiento de la degustación final.
Al concluir la visita, les ofrecieron una cata de diversos Aceites de Oliva Virgen Extra. Don Quijote, tras probarlos, declaró con admiración:
—Cada gota de este elixir es un canto a la naturaleza y al esfuerzo humano. En su sabor se percibe la dedicación y el amor con que ha sido creado.
Antes de partir, pudieron observar a los aceituneros en su labor diaria. Don Quijote, emocionado, los comparó con valientes guerreros que libraban batallas contra el tiempo y los elementos para extraer el preciado fruto de la tierra.
Con el corazón lleno de gratitud y nuevas experiencias, Don Quijote y Sancho Panza se despidieron de la Sierra de Segura, llevando consigo no solo una botella del preciado elixir, sino también el recuerdo de una tierra y sus gentes, que con dedicación y amor, habían transformado los frutos de los olivos en oro líquido. Y así, continuaron su camino, sabiendo que la magia y el encanto de la cultura del aceite de oliva les acompañarían en cada paso de su aventura.