34. Pesquisa de almazaras

Juan Antonio Caro Cals

 

¿Belinchón? Sí, claro que visitó el molino. Este y todos los de la villa. Fue nuestro huésped más insigne… ¡Dos veces! ¿De qué me rio? Te explicaré. Tú escucha, pero no pares. Gira el husillo. ¡Dale, gandul, estruja fuerte, que es la tercera prensa!

Belinchón llegó a Bailén en el año sesenta y dos. Invierno de 1762. Por San Blas. Todos hablábamos de él (confieso que yo el primero) por la cuenta que nos traía.

Su nombre había hallado eco en los mentideros del reino, se metía en los corrillos vecinales como zorro en gallinero, saltaba de boca en boca en tabernas y festejos, en la homilía parroquial, en los susurros de las charlas de lecho… ¡Belinchón, la Lengua del Rey! Un ganapán de la villa y corte que había medrado por los pasillos de palacio sacando punta al virtuosismo de su paladar. El hombre, sobrino de ministro o hijo de marqués, supo ganar la atención de los satélites del rey y hacerse hueco en bailes y banquetes lanzando finas críticas –parece que acertadas– sobre los platos de las cocinas reales. Así, durante unos años, alcanzó fama. No se hablaba de otra cosa que no fuera su destreza en la cata de yantares y su postrera consideración, muy apreciada; tanto que hasta hubo almanaques impresos que hicieron hueco a la crítica de turno del aclamado cortesano. Llegó un momento en que si alguien deseaba alabar las recetas de una madre o el guiso de un mesonero solo debía murmurar: digno de la mesa de Belinchón.

Su opinión era ley. Así, podía ensalzar los fogones de una taberna de Madrid –de las doscientas que allí abren– y ponerla en boga de la noche al alba, o bien hundirla en la miseria convirtiéndola en foco de burlas a la que nadie en lo siguiente se arrimaría.

Contaban sobre todo que el hombre sabía valorar la calidad del producto fresco, el género tal cual, y que su lengua era en extremo exquisita cuando hacía estima de vinos y aceites, pues era capaz de sacar aromas, texturas y golpes de sabor que ninguno de nosotros, zafios sin gusto, soñamos jamás con advertir. Ya había ponderado los zumos de primera prensa del partido de Andújar (seguro que a comisión), haciendo que su demanda se disparase; por este motivo fue que estallamos en ansia y locura aquel año del sesenta y dos, al llegarnos la noticia de que la boca insigne de la corona viajaba a las Andalucías rumbo a Cádiz, y que tomando la carretera del Camino Real de Madrid –entonces recién iniciada– vendría a posar aquí, a nuestra sobria villa de Bailén, tan humilde.

Como digo, aquello desató nuestra ilusión, y también nuestros nervios. Sabíamos que la visita del crítico era una oportunidad para atraer la mirada del rey y lograr el favor de sus ministros en forma de concesiones al plantío de la aceituna en el alfoz del condado. Por otra parte, fama y demanda, que van de la mano, alzarían el precio de nuestro aceite, anulando la reticencia de los propietarios a sustituir sus tierras de panes, de muchas fanegas, por otras de olivar, de mayor rédito para todos.

Recuerdo la mañana en que llegó Belinchón, y cómo los niños, al atisbar el carruaje de la diligencia en la lejanía, echaron a correr por las calles chillando y agitando los brazos, que se diría llegaba el propio Duque de Arcos en lugar de un cortesano paniaguado –de los que tanto abundan– en ruta hacia otro destino.

El aspecto de Belinchón nos produjo a todos un gran desencanto. No sé qué esperábamos; algo de seda y fasto, supongo, o un gracioso ademan con pañuelo al aire. En cambio, fue un hombre corriente quien se apeó del coche, un paisano chaparro envuelto en capote y casaca de riguroso negro, cabizbajo bajo el tricornio y provisto de lentes. Cobró gran sorpresa al vernos, media villa en pie atestando la Plazuela del Mesón. El cochero bajó su baúl de viaje, entregó el correo a la autoridad y siguió camino. Belinchón, con el asa del baúl en una mano y en la otra un maletín de piel, dio un respingo al sentir el abrazo de los miembros del Concejo, alcaldes y regidores, y Hordieres el alguacil, y la parte del clero, que lo estrechaban igual que uno estrecha a un pariente.

–¡Belinchón! –coreaban.

–Tal soy –respondió este, apocado por tanto afecto–. En la posta leerán aviso de mi visita, señorías, y también su objeto. Vengo por la aceituna.

–Sí, sí.

Hordieres dio una palmada y nos mandó a casa. El Concejo, más unido que nunca, tomó en volandas a Belinchón para acomodarlo en el Mesón de la Virgen, dónde iba a ser, que otra posada no tiene la villa más que esta que el duque nos arrienda. Allí le dieron alcoba y, harto expectantes, le pusieron de cena sopa de cebolla y pollo carretero. Dicen que Belinchón engulló con apetito de viajante, y entre bocados informó a su público del examen que había de practicar en los días de su estancia a cada molino de aceite de Bailén, los más de treinta, y pi­dió que lo guiaran. Luego, mientras rebañaba su plato, los cargos municipales le preguntaron:

–¿Y qué juicio merece a vuestra merced?

–Qué asunto.

–Nuestra comida.

–Ah –Belinchón asintió–. Muy rica.

En los días que siguieron, Hordieres el aguacil llevó a nuestro huésped a visitar los molinos; los de la villa, el ruedo y la inmediación. Y en cada uno de ellos, Belinchón sacaba de su maletín un pliego de papel donde iba anotando las varas de frente y fondo de cada almazara, sus piedras y vigas, bodegas y almacenes. Y Hordieres se admiraba de ver obrar al zampón de la corte, y trasladaba su buen proceder a los oficios del Cabildo, maravillándolos.

En cada uno de los molinos (y este mío no fue menos), y puesto que era invierno y época de prensa, los maestros molineros dábamos a probar a Belinchón una tosta de pan con dorado aceite de las muchas arrobas que lloraban los capachos, y le preguntábamos:

–¿Qué opinión merece a vuestra merced?

A lo que el hombre, ahíto de desayunos, se ajustaba los lentes y murmuraba:

–Muy rico.

Así anduvo tres días, calle arriba calle abajo, acosado por elogios y bendiciones, y por za­gales desocupados sin mayor recreo que figurar junto a él y seguirlo a todas partes.

La última pesquisa de Belinchón fue la almazara de Catalina Rentero, viuda y propietaria. Operaba el molino en tierra calma del término de la villa, junto a casa de campo, estacas de viña, pajar y almacén de vino. Allí se presentaron Hordieres y Belinchón, ambos a pie, muerto de frío nuestro forastero bajo su abrigo de luto austríaco, tan rancio hoy día. La mano escribiente le tiritaba, de modo que la señora Catalina calentó para él un jarrillo de leche con dulce y le trajo el consabido corte de pan tostado, este con aceite de picual.

–Probad este –le tendió la Rentero–, y gozadlo. Pero no vayáis a cumplirme con naderías. Si no tenéis qué decirme no habléis; convidaos y listos. Solo un tonto diría tan solo que este aceite está rico. Uno que no entiende, por mucho que os alaben el gusto.

Belinchón, sorprendido por la ración de franqueza, la primera que cataba en Bailén, asintió y masticó detenido, dándose un tiempo, y se relamió los labios.

–Suave –se pronunció al fin–. Un gran aroma; robusto; de hojillas cortadas. Audaz en el paladar. Deja una traza amarga, una especie de firma, y hasta pica, pero me encanta.

Catalina, agradecida, inclinó la frente, y al subirla vio que el hombre sonreía, y ella sonrió también, y se arregló veloz el cabello tras las orejas, los mechones al aire de andar por casa, y hasta asomó, muy disimulada, la punta de la lengua.

Hordieres dio cuenta luego de esto que hablo, lo que fue interpretado por una señal fabulosa, el triunfo de nuestra villa. En el Ayuntamiento ya se cantaba victoria, ya celebraban con júbilo el veredicto de Belinchón, su alcance en la corte, la bonanza y prestigio que su injerencia había de traernos.

Mas al par de días, pasada la euforia, se llegó Hordieres al Mesón de la Virgen como hacía toda mañana a hora de laudes, e interpeló a Belinchón mientras este desayunaba tocino de matanza y huevos con ajos porros. El hombre comía en su alcoba, arriba en el doblado, al re­lumbre de una velilla.

–¿Marchará ya a casa vuestra merced?

–En cuanto pase de vuelta la diligencia, si hace bueno para cruzar la sierra y no hay noticias de bandidaje.

–¿Y mediará por nosotros? ¿Hablará con el rey?

–Hombre, el rey –Belinchón arrugó el ceño–. Mucho me parece. Pero mis informes llegarán donde deben. Solo resta algo de lenguaje y forma. Redactarlos con propiedad.

–Y favorables, intuyo.

Belinchón se encogió de hombros.

–Son informes.

Aquello, dicho así de frío, sembró de dudas el ánimo del alguacil, que se retiró con prisas para echar a correr hasta San Andrés, a las Casas Capitulares, donde expuso a los cargos y oficios que la gracia de Belinchón aún no estaba madura, y que pronto volaría el pájaro, y que no había fianza en que fuera a dar traslado propicio sobre la calidad de nuestro aceite.

Cuentan que el Concejo entró crisis y convocó el mayor pleno jamás conocido en la villa, que incluía ministros y concejales, clero y capellán, el alcaide del castillo, el alférez mayor, el síndico personero, el guarda de la dehesa, el mayordomo de propios, jueces, fieles, contadores y hasta el maestro boticario.

Apretados en la estrecha sala de audiencias –que no cabía de más ni un palillo menudo–, podían olerse los sudores de una gran angustia.

–¡Hay que atarlo en corto! –se gritó–. ¡Y echar los restos! ¡Darle turrón y carnero verde!

–¡Mejor hartarlo a vino con miel y canela! ¡Todo el que quiera! ¡Y una vez tan ebrio que no se tenga en pie, obligarlo a firmar una declaración de calidades!

–Lo que prima es retenerlo –apuntó el párroco–. Que no abandone la villa. Lo llamaremos a misa, y en el ínterin que vaya Hordieres al mesón y le sise el maletín que lleva consigo a todas partes. Pensará que lo ha extraviado, y no se irá hasta que lo encuentre.

Hordieres rezongó que era pésima idea, y aún tuvo que oír muchas otras así de malas o peores, por espacio de una hora, antes de pedir de nuevo la palabra.

–Habla, Pedro; que tú eres el que más lo ha tratado.

Hordieres, incómodo, se aclaró la garganta.

–Ayer me pareció, en la visita al molino de Catalina Rentero, que Belinchón ponía ojitos a la viuda, y que ella le correspondía, pues no es nada corta. Que Dios me excuse si me equivoco, pero creo que, por un instante, ambos se engolosinaron el uno del otro.

La sala entera quedó muda por la sorpresa. En seguida llamaron a un acólito de San Andrés, un mocete de piernas ágiles; y le encomiaron:

–¡Ve a por ella! ¡Aprisa, tráete a la viuda Rentero!

Antes del mediodía, la buena señora estaba allí, sola ante el pleno sudoriento, cercada por una banda de alcahuetes que asomaban los dientes y la valoraban. Por entonces Catalina tenía casi los cuarenta años, pero aún estaba digna, mustia para nada, y era linda sin ser vistosa, y tenía todos sus dientes, y unos ojos grandes, y la nariz fina y la piel brillante. Al conocer lo que el Concejo pretendía de ella –poco menos que atraerse la compañía de Belinchón y, llegado el caso, amancebarse incluso con aquel cortesano miope con pinta de leguleyo–, la viuda cobró gran ofensa.

–Es solo hasta que entre en juicio –le razonaron.

Y el que más insistía era su propio tío, presbítero de la villa. Este le sugirió llevar al mesón esa misma tarde una alcuza de su mejor aceite con que amasar y freír los rosquetes de una receta que ella conocía, que le salían muy buenos. Dicen que Catalina los maldijo a todos, a cada cargo y oficio, y que ellos aceptaron el insulto y prometieron que nadie en Bailén se haría eco del escándalo, sino que estarían en deuda con ella por siempre en adelante, y que pidiera cuanto se le antojara para el mantenimiento de su hacienda o la atención de sus hijos.

Conforme a la conjura, Catalina se llegó luego al mesón, atusada y limpia; allí la proveyeron de harina y leche, y de huevos, clavo, miel y vino. Belinchón, que bajaba de la siesta, la sorprendió en las cocinas.

–Señora Rentero –la reconoció de inmediato–. Buena la tarde. ¿Qué hace aquí?

–Roscos –replicó ella bastante ceñuda, recordando al punto que debía mostrarse amable–. Roscos fritos para el mesón; de aceite y vino. ¿Y qué hace vuestra merced?

–Buscar si hay chocolate y si pudieran servirme una taza.

Catalina lanzó una carcajada.

–¡Estáis muy lejos de Madrid! –Señaló entonces la masa que mezclaba sobre la mesa de la cocina–. Venga conmigo, tome asiento. Me ayudará a darles forma. Luego, a la sartén. Los pasaremos con agua, que de eso sí tenemos.

Belinchón accedió, algo corrido por andar con el pelo revuelto de la siesta, en mangas de camisa y sin corbatín. Uno a uno, formaron una montaña de roscos, y Catalina los fue friendo en tandas de a nueve, y como el fuego de la cocina la acaloraba, se abrió un tanto el cuello de la blusa, procurando que Belinchón pudiera echar un vistazo al regalo que ella le hacía.

–Vuestra estancia nos trae de cabeza –reveló Catalina en cierto momento.

–Ya lo he notado –contestó Belinchón.

–No sabíamos lo mucho que dependíamos de vuestra merced, que ahora parece que nada valemos si no vais a ponerlo por escrito. Aquí siempre hemos tenido para vivir. Y ahora, de repente, vamos a morirnos si no sois nuestro amigo, si no habláis bien de nosotros.

Belinchón se mostró comprensivo.

–Lamento el trastorno –se excusó–, pero solo ejerzo mi labor. Y, aparte, sospecho que todos me confundís con otro, y creo que sé con quién.

–¿De qué estáis hablando?

En ese momento oyeron el tronar de un coche por la calle Real: llegaba sin aviso el servicio de la diligencia, una visita que nadie esperaba. Catalina apartó la sartén y asomó junto a su pinche por la puerta que abría a la Plazuela del Mesón. El coche se detuvo frente a ellos. Del carruaje se apearon dos mozos con librea de criado, que al advertir la ausencia de bienvenida, rompieron a gritar:

–¡Ah, de la villa! ¿En qué andáis, desgraciados? ¿No sabéis quién llega? ¿No tenéis noticia nuestra? –En breve se acercaron varios vecinos atraídos por las voces, yo entre ellos, y tras de mí, descompuestos, a la carrera por la calle Nueva desde San Andrés, los cargos del Ayuntamiento–. ¡Este que os hace honor con su presencia viene de la villa y corte! –proclamaron los mozos–. ¡Es nuestro amo notorio: don Luis Díaz Berardo de Armand-Louvet y Belinchón! ¡La Lengua de Su Majestad el Rey Carlos! ¡Maestro de cata, portento de las Españas, genio del arte del yantar, y más que ilustre ilustrado paladar! ¡Inclínate, Bailén! ¡Tapaos los ojos! ¡La luz de un grande os ilumina!

Boquiabiertos, vimos que se abría la portezuela del carruaje, y emerger de este un hombre grueso ataviado con gabán de terciopelo rojo orlado de oro, el faldón hasta la canilla, y debajo un sedoso chaleco de Borbón florido. Calzaba medias y zapatos de hebilla. Se tocaba con peluca francesa bajo el tricornio emplumado. Y a su rostro lo empapaban más afeites que al de una buscona, con perdón, y se había pegado en la mejilla hasta un falso lunar.

¡Belinchón!, repetimos todos con ojos como platos.

Los miembros del Concejo se arrojaron casi a los pies del distinguido en su ansia por darle trato de obispo, pero antes se volvieron, llenos de enojo y súbito desprecio, hacia el Mesón de la Virgen, en cuya puerta asistían al espectáculo Catalina y su amigo el impostor.

–¿Y entonces quién diablo es usted? –espetaron a este.

–Sin faltar, señorías.

–¡Un falsario! –lo increparon–. ¡Un maldito forastero!

–Falsario no. Yo también soy Belinchón: Tomás Belinchón, escribano de la Secretaría de Estado de Hacienda, enviado en calidad de inspector (como dicta la carta que me acompañaba y que ninguno de ustedes se ha dignado leer) para hacer inventario de los recursos de aceite de la villa de Bailén. Estos días se valora en Madrid la creación de una intendencia andaluza que establezca nuevas poblaciones a lo largo del Camino Real, en el tramo que, partiendo de esta villa, cruza la Sierra Morena. Queremos saber con qué suministros podría contarse para iniciar este proyecto. Primero el aceite; pero más adelante se computarán otros bienes. El Estado los pagará bien; mejor que bien cuando lean mi informe. Ahora, si me disculpan, tengo unos roscos que probar, y vuestras mercedes un bufón que agasajar.

Esto dijo Belinchón, nuestro Belinchón, dejando a todos con un palmo de embarazo, a la par que el hombre volvía a las cocinas a por el festín de rosquetes de aceite.

Catalina lo observó deleitarse cruzada de brazos, sin saber qué pensar. Hasta que al fin le preguntó:

–¿Por qué no lo ha dicho antes?

Belinchón se encogió de hombros, se ajustó los lentes y compuso una media sonrisa que a Catalina se le antojó mueca de pillastre.

–¿Pero en qué momento advirtió el malentendido? –insistió ella.

Y Belinchón, nuestro Belinchón, desde entonces nuestro vecino, le contestó:

–Señora, fue después de conocerla, y si he callado ha sido por la ilusión de volverla a ver. Es usted como su aceite: suave pero audaz, y con esa chispa de picante que me ha ganado len­gua y corazón.