
34. Aceite
Ser Judío en tierras Ubetenses no era fácil; por Decreto, mi familia mal vendió los terruños y cambió labranza por talabartería.
Ser “siervo del Rey y pertenecer a su Tesoro”, nos protegió un tiempo de intolerantes. Permitir a los Sefarditas usar los baños públicos sólo los viernes y domingos, evitó enfrentamientos.
Pero la convivencia se enrarecía y muchos huyeron a Granada, otros claudicaron convirtiéndose al Cristianismo y, los menos, languidecimos lentamente…
Los Inquisidores nos humillaban sin piedad pidiéndonos exhalar nuestro aliento para saber si nuestros guisos eran condimentados con Aceite de Oliva o grasa animal y así, poder acusarnos de vivir según las leyes religiosas del Talmud.
El oro líquido nos delataba y sentenciaba.
Yo fui el último.
Pero mi espíritu vaga para siempre por los caminos de Sefarad.
Sobrevuela la huella hebrea, como la paloma que, con la ramita de olivo anuncia a Noé el final del Diluvio. Surcará los campos preñados de troncos retorcidos y hojas plateadas.
Me encontrarás eternamente, como un Hombre más, entre los arboles cuyo fruto condenaba a mi pueblo y cuyas ramas son símbolo de la Reconciliación con Dios para Cristianos y Judíos.