
33. “Como brotes de olivo» o el día del Señor
“Hay tres días en el año que relucen más que el sol, Jueves Santo, Corpus Christi y el Día de la Ascensión”
Así respondía Ildefonso, mi abuelo, cuando le preguntaban por qué se emocionaba tanto precisamente en esos días. Aunque de los tres, era el Corpus su preferido. Tenía su razón.
Era en esa fiesta cuando el Señor llegaba a su calle y se paraba en la puerta de su casa. Durante unos minutos eternos estaba frente a Él, inmóvil sobre el altar familiar que entre todos los vecinos con profundo respeto lo tenían montado con esmero en el centro mismo de la calle.
Lloraba y rezaba sintiéndolo tan cerca, feliz de la vida, sin miedo a la muerte, tarareando…”como brotes de olivo en torno a tu mesa, Señor…”. Los olivos que le daban la dicha, el trabajo y el sudor, lo identificaban con la tierra y, a la vez, con el Creador. El olivar inmenso en el que había crecido y multiplicado sus días le proporcionaba la ilusión de vivir esperanzado cada invierno con la cosecha de aceituna que llenaba de alegría las cuadrillas de aceituneros.
Era su religión. Se lo había pedido cada jueves de junio desde que vivía en aquella casa heredada de sus suegros como dote a su mujer el día de la boda. Allí, de rodillas, en el escalón de la entrada de su vivienda, donde era feliz con Catalina y su familia, con los ojos enrojecidos de tanto llanto.
Cada año la misma petición: “Señor, cuando me llames para irme a tu lado, que sea en este día, rodeado de mi gente y contigo presente en mi altar”. El pecho se le inflamaba de contenida emoción y se sentía levitar. Los ojos cerrados, la brisa del río Cuadros acariciando su frente, los claveles reventando de olor, los labios desgranando oraciones repetidas cientos de veces, y el corazón a punto.
Así un año y otro, y otro más… Ahora se sentía envejecido al haber cumplido ya setenta y cuatro. Y tan cansado que le fallaban las piernas. Aún no había amanecido cuando explotó el primer cohete y los pájaros volaron asustados antes de salir el sol anunciando el día grande, y a él, al escucharlo retumbando en la Serrezuela y en el olivar, se le humedecieron los párpados. Al momento otro cohete, otra explosión, tres…, cuatro…, hasta que perdió la cuenta cuando iba por diez.
En la casa todo eran prisas, carreras escaleras arriba y escaleras abajo, empujones, atropellos, y él sentado en su sillón de madera de olivo con el asiento de esparto viendo el trasiego, y con el pañuelo blanco en la mano secándose continuamente las lágrimas. No lo podía evitar. Siempre igual cuando llegaba junio y celebraba con todo el pueblo el Día del Señor, el Corpus bendito. Su mujer, mi abuela, lo miraba enternecida, enamorada, y en algún momento se acercaba y le daba un beso en la mejilla, con la mirada emocionada ella también.
La tarde anterior lo habían estado preparando todo escrupulosamente, hasta el último detalle; las colchas de seda bordadas de colores para colgarlas en los balcones, las sábanas de hilo, blancas como la nieve para ponerlas tapando puertas y fachadas de un extremo a otro de la calle, las cuerdas fuertes y largas para soportar el peso de las colgaduras, y el altar, una mesa especialmente guardada para cumplir esa misión sagrada en tan señalado día.
Al primer cohete se puso en actividad la casa, la calle, el pueblo entero para engalanarse por la procesión del Santísimo. Mientras los hombres ataban las cuerdas a balcones y ventanas, las mujeres sacaban las colchas y las sábanas con las que lo iban a decorar todo y a tapar, de paso, los defectos y los desconchones de las paredes mal encaladas.
Entre mi madre y mi abuela pusieron el altar en medio de la calle, justo delante de nuestra puerta, con un paño de hilo bordado con sedas de colores y dos angelitos de porcelana oferentes a ambos lados; las vecinas sacaron sus mejores macetas para formar el pasillo por donde pasaría la Custodia bajo palio. Aspidistras, geranios de colores, siemprevivas, y hasta una macetón enorme de hierbabuena para perfumar el momento. En el altar, como todos los días del Corpus, ponían una hogaza de pan de trigo, un vaso con agua de la sierra, y un cuenco con aceite de oliva, verde, oloroso e intenso, para que el Señor bendijera también los frutos de la tierra.
Justo en ese momento, puntual como cada año, llegaba Juanito el de la Lola con la juncia recién cogida en el río, y un cargamento de hojas y ramas de olivo para dar más empaque a la calle y a los balcones. Él, mi abuelo, sentado en su sillón, pañuelo en mano, seguía secando lágrimas furtivas y suspirando de emoción sin perder ni un detalle de todo el trasiego. A lo lejos se escuchaban sonoras las notas de la banda de música interpretando “Cantemos al Amor de los Amores”.
La procesión se iba acercando y las lágrimas de mi abuelo ya no se podían contener. Mi abuela sacó a la puerta el reclinatorio, tapizado de terciopelo rojo colocándolo en un lugar privilegiado desde donde podría seguir toda la ceremonia. Levantándose de su asiento se le acercó y se cruzaron sus miradas cómplices y agradecidas. El sol empezaba a deslumbrar apretando el calor, y las golondrinas trinaban ajetreadas con tanto ruido.
Al aparecer el estandarte que abría la procesión, todas las mujeres se pusieron el velo como señal de respeto. Los hombres dejaron de fumar y, en silencio, se fueron pegando a las paredes, como soldados vigilantes de un desfile único y grandioso. Detrás del estandarte, dos filas interminables de niños de comunión y jóvenes con velas, todas encendidas. Otro estandarte blanco con el bordado en hilos de oro y plata de una custodia bellísima en el centro, y una frase rodeándola: “Aquí está el Señor”. Dos filas más de hombres con ramas de olivo en las manos y, por fin, el palio. Bajo él, el cura con la custodia de orfebrería plateada entre sus dedos. Y detrás, la banda de música seguida de todo el pueblo cantando “Gloria a Cristo Jesús”.
Se escuchó potente y temblorosa una voz: “De rodillas, cantemos al Señor”. Todos, hasta los más viejos, hincaron la rodilla sobre el manto de juncia y hojas de olivo que asfaltaba la calle y cantaron… …”Dios está aquí, venid adoradores, adoremos a Cristo Redentor…” Un cohete, nueva explosión justo cuando los platillos entrechocaron elevando la vibración del momento. El sacerdote levantó la Custodia para impartir la bendición, y todos se santiguaron.
La procesión, muy lenta, siguió su camino de regreso a la Iglesia de la Asunción, a los pies del castillo. Con la cabeza levantada mi abuelo la vio alejarse despacio aunque todos permanecieron de rodillas y con la mirada clavada en el suelo hasta que el Santísimo y el palio doblaron la esquina.
La banda seguía a sus sones y los cohetes a los suyos rompiendo el aire y dejando un olor intenso a pólvora. Éste era el momento esperado por los chiquillos que, traviesos, cogían la juncia a manojos para hacerse con ella la porra más grande y fuerte que cada uno pudiera conseguir. Era como un concurso sin ganador. Las mujeres retiraban sus macetas, los hombres descolgaban las cuerdas y cada uno fue cogiendo lo que era suyo y había aportado por un día para embellecer el instante que ya era el más grande.
Todos afanados en su propio trajín, ninguno se percató de que mi abuelo seguía de rodillas en el mismo lugar desde donde había presenciado el esplendor de tan excelsa procesión, los ojos cerrados y la frente apoyada en las manos entrelazadas sobre el reclinatorio. Yo sí lo vi, imponente, grandioso, y me acerqué a su lado, sin hacer ruido, a su sombra, sin molestar. Olía a aceite y a cera derretida. Lo estuve mirando de reojo sintiéndome afortunado por estar junto a aquel hombre al que tanto quería y que tanto amor daba…, pero un brazo me apartó con fuerza de allí.
Me llevaron lejos de él, a casa de mi tía, contigua a la nuestra con mi hermano y mis primos. De nuevo las carreras, las prisas, los empujones, pero ahora acompañados de lamentos y quejidos. Era evidente que algo grave ocurría. Las caras que antes estaban iluminadas de felicidad al paso del Cuerpo de Cristo, ahora estaban sin color. Yo miraba sin comprender hasta que escuché la frase que corría de boca en boca…, “que se ha muerto, no ha superado la emoción y le ha dado un colapso…”.
“Dichoso, ¿pues no ha ido a morirse delante del Señor?”, oí decir a una vecina.
“Entonces habrá entrado derecho en la Gloria”, dijo otra.
Y la casa se fue llenando de gente, sin tiempo de quitar y guardar tantas cosas como había de por medio. Querían verlo, despedirlo, y dar el pésame a la familia.
Vinieron el médico, el cura, el farmacéutico y el sargento de la Guardia Civil. Todos, autoridades, amigos, vecinos y conocidos salían llorando.
La noche fue larga entre rezos, pésames y desconsuelo; al día siguiente, a la hora del Ángelus lo llevaron a la iglesia en un féretro de madera de olivo, lo colocaron en un catafalco negro frente al altar mayor, delante del Santísimo, y rezaron por su descanso eterno.
Terminada la ceremonia, me acerqué, cogido a mi madre, a donde estaba él, envuelto en un blanco sudario, inerte, inmóvil, y levanté los ojos acuosos al Retablo. Empecé a rezar una oración.
Se escuchó retumbar en ese momento su voz clara y serena…: “De rodillas, cantemos al Señor”.
Toda la iglesia se arrodilló y, sobrecogidos, cantamos…, “Dios está aquí”.
Mi abuelo, al otro lado, también cantó. Al menos yo sí lo escuché.
Tenía apenas cinco años recién cumplidos, suficientes para no olvidar lo ocurrido aquel Día del Señor.
Hoy es once de junio del año dos mil veintitrés, día del Corpus. Me he acercado al pueblo para ver de lejos la procesión y he cogido del suelo con todo el respeto una rama de olivo y un manojo de juncos con los que han alfombrado la calle y los he apretado contra mi pecho aspirando con los ojos cerrados el aroma a campo, a rio, a infancia. A mis sesenta y nueve años me he vuelto un niño y he cantado al paso de la comitiva, uniendo mi voz a las de ellos embargado por la emoción: “Como brotes de olivo en torno a tu mesa Señor”.
Me ha parecido escuchar entre todas las voces la de mi abuelo, nítida y grave cantando también, satisfecho y feliz.