30. Amina

Coniza

I

No hacía falta mediar palabra. Cada quien sabía lo que debía hacer y se concentraba en su faena bajo un silencio acompañado por los golpes secos de las varas sobre las ramas de los olivos. En la aceituna, el trabajo de los jornaleros es meticuloso y rítmico, con movimientos acompasados en una sincronía natural. Diríase que hay quienes lo hacen un arte de esfuerzo compartido. Y sublime cuando el aire se carga de aroma terroso.

El trabajo es duro. En cada jornada solo se detienen en dos ocasiones, puntuales: para el almuerzo y cuando dan de mano. Pero aquel día soleado de diciembre, a primera hora de la mañana, cuando cada quien ya estaba en lo suyo, no hubo alma en el tajo que no quedara inmóvil de repente. Un grito desgarrador heló a quienes vareaban, recogían aceitunas del suelo, iban o venían del remolque con una espuerta o movían faldones con una precisión casi matemática. Fue un sonido que rompió los quehaceres y caló hondo. Un grito ancestral de la fragilidad y la resistencia humana.

Amina estaba recostada sobre un olivo centenario, criado con el aire fresco y puro de la sierra y mimado por generaciones de buenas gentes del campo. El árbol, con sus ramas fuertes y extendidas, parecía querer protegerla, ofrecer refugio a su dolor. Ella conocía bien el sufrimiento que desgarra el alma cuando dejas tu tierra y sabes que no podrás regresar. Había sentido el terror de esconderse en la selva, donde no ser violada era una excepción y pura suerte. Durante meses huyó de la muerte cada día y vivió en una agonía constante que forjaba esperanzas. Y vio cómo a su marido se lo tragaba el mar.

Las respiraciones de Amina eran rápidas y entrecortadas, como si el aire luchara por entrar en sus pulmones. El dolor de traer una nueva vida al mundo se mezclaba con el tormento acumulado por todas las experiencias vividas y ambos, dolor y tormento, recorrían su cuerpo con una intensidad insoportable. El primer grito fue agudo y penetrante, resonando con la crudeza del miedo y la frustración de un viaje que había comenzado en las laderas verdes del Monte Fako. Cada contracción la transportaba de vuelta a su hogar, al verdor de su tierra y a las historias que recordaba de la guardiana de los rituales sobre la fuerza de las mujeres Bakweri. Invocó a esa fuerza atávica para traer a su hija al mundo, pues la parte de su cuerpo que no daba vida se encontraba arrasada por la tristeza.

 

II

Cuando la crisis anglófona estalló, la tierra de Amina se convirtió en un campo de batalla entre el ejército del gobierno y las milicias separatistas. Muchos inocentes, sin saber por qué y como suele ocurrir, sufrieron las consecuencias de un conflicto que no entendían. Una noche su aldea fue atacada. Kofi, comerciante y esposo de Amina, había escuchado rumores en los mercados de la región y ambos estaban preparados para huir y salvar sus vidas si llegaba el momento. Dejarían atrás todo lo que conocían y amaban y se enfrentarían a un futuro incierto y a una débil esperanza.

Las primeras semanas, mientras las milicias seguían buscando a los habitantes de las aldeas, malvivieron escondidos en la selva. Después lograron llegar a Nigeria, cruzando la frontera en una madrugada sin luna, bajo una oscuridad que les protegía de no ser acribillados. Allí se unieron a un grupo de refugiados y continuaron su odisea hacia Níger, atravesando el inhóspito desierto del Sáhara en camiones abarrotados. Utilizaron como pago pequeñas piedras preciosas que Kofi había ido adquiriendo en los mercados con trueques justos. La mayoría eran joyas sin pulir que cuyo destino debía haber sido la educación de sus futuros hijos.

Kofi era conocido por su habilidad para negociar y llegar a acuerdos justos, destreza que heredó de su abuelo, a quien todos recordaban con respeto. Se movía con facilidad en los mercados locales, conocía a cada persona por su nombre y comprendía sus necesidades. Kofi conoció a Amina en uno de esos mercados. La ceremonia de boda, impregnada de simbolismo, se celebró con danzas, cantos y rituales que bendijeron la unión y aseguraron la fecundidad de la pareja.

Al llegar a Libia se enfrentaron a la brutalidad de los traficantes de personas y a las condiciones inhumanas en los campamentos. Con todo, cada día Amina y Kofi se aferraban a la fuerza Bakweri. Durante la noche, eran un alma sola.

 

III

Jawara, jornalera migrante como Amina, corrió junto a ella. Traía su pañuelo mojado en agua y palabras de aliento en un idioma compartido solo por la comprensión del sufrimiento. Su rostro reflejaba la misma dureza de la vida que el de Amina, y también una ternura innata en la adversidad. Amina apretó con fuerza la mano de Jawara buscando apoyo en una conexión profunda, mantuvo apretado el otro puño y gritó por segunda vez. Este grito estaba impregnado del dolor de la muerte, un lamento que resonaba con la pérdida durante su viaje.

Después de meses de incertidumbre y de esperanza mezquina, uno de los traficantes los embarcó en una patera sobrecargada que se enfrentó a la mar cementerio. Las olas golpeaban con fuerza, amenazando con volcar la embarcación, y quedaron a la deriva, sin comida y apenas agua. A bordo, todo era miseria. El combustible del motor averiado se derramó y, con el agua salada, creó una mezcla corrosiva que se afanaban en achicar sin llegar a protegerse de las quemaduras. A bordo, todo era desolación. Los bebés lloraban con fuerzas que ya no tenían, con sus pequeños y huesudos cuerpos deshidratados. Niños que deberían estar jugando y riendo yacían inmóviles, algunos de ellos ya sin vida. La desesperación los llevó a luchar por lo poco que les quedaba. Una noche, en medio del caos, un hombre atacó a Kofi. Ambos cayeron por la borda y desaparecieron en la oscuridad. La mar se los tragó.

 

IV

A la mañana siguiente, los vivos y los muertos que aún permanecían en la embarcación fueron rescatados por un pesquero. Los marineros, a una orden del capitán y mientras el piloto abarloaba el buque a la patera, lanzaron la carga de cubierta al mar y limpiaron todo con brío. Amina observó a estos hombres rudos y fuertes moverse con sorprendente ternura y preocupación. Hombres duros de la mar que se toparon con una tragedia humana que antes solo habían visto por televisión pero que ahora miraban de frente. Amina vio lágrimas de sal y sudor en ojos de gigantes.

 

V

El tercer grito del parto llegó cargado de determinación y alegría.

El centro de inmigrantes en el que acabó era un lugar de transición hacia un destino desconocido. Un espacio de convergencia de sueños y esperanzas en un futuro que podía ser hundido con la repatriación. Amina estaba destrozada, pero la cercanía y el cuidado de los voluntarios le permitieron, al menos, dormir sin temor.

Fue Ana, la enfermera de ojos grandes y vivos, sonrisa contagiosa y una voz que resonaba como un mantra de paz, la primera persona que supo del embarazo de Amina. Cuando recibió la noticia, Amina estaba sentada en el suelo del espigón, encogida, con la frente apoyada en las rodillas. Su respuesta fue una mirada intensa y cálida antes de volver a agachar la cabeza. La levantó de nuevo cuando Ana, conocedora de la historia y el sufrimiento de la joven camerunesa, le habló de las montañas nevadas de su tierra, señalando desde el puerto algunas cumbres en las que aún se podían observar pequeñas manchas de ventisqueros helados. Amina, envuelta en una paz de esperanza quizás inútil, la escuchó con la mirada perdida hacia la sierra. Ella veía su Monte Fako.

Fue también Ana quien, unos días después, le dijo que no sería deportada, que las políticas del país ofrecían protección a los migrantes en situaciones humanitarias críticas. Ana le explicó que el haber huido de una zona en guerra, la trágica muerte de su marido y su embarazo le otorgaban un estatus especial bajo las leyes de asilo y protección internacional. Ana, intuyendo que las montañas podían representar un refugio y un símbolo de hogar para Amina, le sugirió que fuese a su pueblo de la montaña, a un par de horas en autobús desde allí. La recomendó para que inicialmente echase una mano en el hostal y restaurante de su familia hasta la llegada de la temporada de la aceituna, donde podría trabajar como jornalera. Con ello, no solo le ofrecía una oportunidad de trabajo, sino también un lugar donde comenzar de nuevo la vida.

 

VI

Y así, bajo un olivo protector, ahora símbolo de resistencia y eco de tres gritos, el llanto de la recién nacida quebró el aire con un delicado sonido de vida acompañado de nuevo por un silencio absoluto. Cuando Jawara puso a la bebé sobre el pecho de su madre, Amina abrió el puño que había mantenido cerrado con fuerza desde que comenzó el parto. En su mano pudo verse una pequeña enstatita, una gema pulida y bella, del color y la forma de una aceituna. Colocó la piedra preciosa en la pequeña mano de su hija y se la cerró mientras dicen que, con una sonrisa apenas dibujada, le susurraba al oído: «Leke Ana». Desde que llegó al pueblo, nadie la había visto sonreír. Lo hizo, por primera vez en mucho tiempo y mientras le daba nombre, porque su hija había nacido en este lado del mundo, una tierra de olivos y de futuro.