259. La promesa de un olivo centenario
Cada año es único, cada cosecha es diferente, pero la esencia de mi vida sigue siendo la misma: dar.
Doy sombra a quienes se refugian bajo mis ramas, doy frutos a quienes cuidan de mí y, la principal razón de mi existencia, doy oro líquido; aquello que prima en las comidas de las familias y que ellos llaman aceite.
Llevo más de cien años enraizado en esta tierra, viendo pasar las estaciones, escuchando los susurros del viento y los secretos que el suelo guarda. Soy un olivo, de esos que tenemos alma, un alma tejida de historias.
A lo largo de un siglo, he visto muchas cosas. He visto guerras que sacudieron a las familias, aunque las batallas nunca llegaron a mis campos. He visto sequías que amenazaron con arrancarnos de la tierra y lluvias que llegaron justo a tiempo para salvarnos. He sentido la mano suave del agricultor experto y la torpeza de los más jóvenes. Y a pesar de todo, sigo aquí, firme y sereno.
No soy un olivo de apariencia especial pues, si acaricias mi tronco podrás notar que es retorcido y áspero, al igual que todos los demás. Mis ramas también son gruesas y nudosas. Como cada uno de nosotros, he sentido el calor del sol, las heladas del invierno y los llantos de la lluvia. Pero lo que me hace especial, es que puedo sentir las manos de los hombres y mujeres que me cuidan y que llevan recogiendo mis frutos durante generaciones.
Mi vida comenzó de una manera modesta. Fui plantado en un terreno que había sido preparado con esmero por un campesino de rostro curtido por el sol, se llamaba Atanasio. Algunos comentaban que era un hombre de pocas palabras, pero lo decían porque no podían llegar a escuchar las palabras que habitaban en sus pensamientos. En cambio, yo sí que podía escucharlas. Cuando me colocó en la tierra, me habló con cariño, me prometió que cuidaría de mí porque sabía que yo me encargaría de cuidar el alimento de su familia.
Él ya intuía que yo estaría aquí mucho después de que él se fuera, así que cuando su hijo Juan cumplió los cuatro años lo llevó hasta mí para que nos conociésemos. Atanasio le explicó que para que yo pudiera darles una buena cosecha, él debía escuchar mis consejos y mantener sabias conversaciones conmigo, igual que él había estado haciendo durante estos años. Juan, extrañado, miró a su padre y, en un intento de que yo no le escuchase, susurró que los árboles no teníamos boca ni oídos para poder mantener una conversación. Atanasio se echó a reír ante la inocencia de su pequeño hijo y le dijo que no se preocupase, pues si seguía sus pasos, llegaría el día en el que mis ojos y oídos se harían visibles para él.
Pasaron los años y Juan continuó visitándome al lado a su padre. Los dos fuimos testigos de los cambios que se produjeron en nosotros, crecimos juntos. Fueron tiempos duros, pero se forjó una conexión especial, manteniendo siempre el juramento que en su día me hizo Atanasio: ellos me cuidaban, y yo les ofrecía cada uno de los frutos que brotaban de mis ramas.
No ha sido siempre fácil. Los primeros años fueron difíciles y me costó mantener mi promesa. El agua era escasa, los llantos de las lluvias no bañaban mis hojas, y los veranos ardientes en la provincia de Jaén no daban tregua. Mis raíces luchaban con empeño por extenderse en busca de agua y nutrientes. Hubo ocasiones en las que creí que no lo conseguiría, pero algo dentro de mí, quizá la determinación que viene con ser olivo o el juramento que tenía con Atanasio, me hizo resistir.
Pasaron las estaciones y mis ramas comenzaros a expandirse, con timidez al principio, pero más tarde, con una fuerza vigorizante.
No fue hasta mi séptimo u octavo año que mis primeras aceitunas nacieron. Me sentía feliz, porque, aunque eran pequeñas, alentaban de lo que estaba por venir. Fue un momento de orgullo, tanto para mí como para Atanasio, que, al verme cargado por primera vez, sonrió y posó sus manos en mí, haciendo que percibiera su gratitud. Nunca fue un hombre de sonrisas fáciles, pero ese día su rostro se iluminó. Sabía que su esfuerzo estaba comenzando a dar frutos, literalmente.
Aquellos primeros años de cosecha fueron importantes para mí. Comprendí que, a finales de otoño, cuando el aire comenzaba a enfriarse, llegaba el momento de entregarles mis frutos en un proceso que ellos llamaban la recogida. Atanasio y Juan, venían con familias vecinas. Colgaban de sus brazos unas cestas y portaban en sus manos unas largas varas. Las manos de los niños y los ancianos me tocaban con respeto, sacudiendo suavemente mis ramas para que mis aceitunas cayeran sobre las lonas que habían extendido a mis pies.
En esos días, podía escuchar desde el lugar en el que permanecía el bullicio de la gente, el sonido de los carros cargados de aceitunas y el crujir de las ruedas cuando se ponían en movimiento. La atmósfera se impregnaba de un aroma único, era un olor que conocía bien, porque formaba parte de mí. Sabía que aquel olor no podía proceder de ningún otro lugar que no fuese de los frutos que habían crecido en mí durante ese año.
La cosecha siempre ha sido mi época preferida del año, porque, además de cumplir con mi promesa y darle a Atanasio mis frutos, puedo sentir el esfuerzo, la esperanza y, a veces, la desesperación que la acompañan. Escucho a los hombres compartir sus historias mientras trabajan, hablan del tiempo, las lluvias que les hubiera gustado ver caer, de las plagas que nos acechan o simplemente de su vida. Con cada cosecha he aprendido a comprender más las palabras humanas, lo que me ha permitido reforzar la conexión con aquellos que me cuidan.
Hubo un año que recordaré siempre, porque fue el más duro. Habían pasado ya varias décadas en las que fui testigo cómo crecía la familia y también fue el momento en el que Juan heredó la tierra y la responsabilidad de sus cuidados. Pero ese año, la sequía fue especialmente cruel. Mis hojas comenzaron a amarillear mucho antes de lo habitual, y mis raíces no encontraban agua ni en los recovecos más profundos. Sentía cómo mi savia se espesaba, como si todo mi ser se resistiera a la sequedad del aire.
Los hombres caminaban cabizbajos entre los campos, sus rostros eran más sombríos que nunca. Sabían que la cosecha sería pobre, y con ello, el aceite escaso. En alguna ocasión, Juan se sentó bajo mi sombra, buscando consuelo, pero incluso mi sombra se había vuelto escasa. Mis ramas ya no ofrecían el abrigo de otros años. Aun así, quise resistir por él y por nuestro juramento. Me negaba a que aquella fuese mi última temporada y, aunque no fue fácil, me esforcé por transmitirle mi esperanza y fuerza.
Ese año, las aceitunas que produje fueron pocas, pero valiosas. Los hombres recogieron cada una con cuidado, sabiendo que era todo lo que podían esperar de mí.
Fueron días grises y silenciosos, apenas se escuchaba el distintivo bullicio procedente de los hombres.
Tras acabar la cosecha, Juan me notó desanimado y quiso confesarme algo para así devolverme la fuerza que semanas atrás le había dado yo. Me dijo que, en ese año, mis aceitunas habían producido un aceite espeso y profundo, el cual fue apreciado como nunca antes. Era un aceite que contenía la lucha y el esfuerzo de todos nosotros: los olivos, los hombres y la tierra.
Tras la cosecha, el invierno llega y todo a mi alrededor cambia. Puedo sentir el aire mucho más frío y veo cómo las hojas de los árboles cercanos caen, pero yo permanezco siempre firme. Nunca pierdo mis hojas por completo, aunque ya no tienen el mismo brillo que en primavera. Mis ramas se sienten más pesadas, cubiertas a veces por la escarcha que el viento trae de las montañas. El sol apenas aparece en el horizonte, y sus rayos son débiles, como si estuviera cansado después de tanto trabajo.
Siento la tierra endurecerse bajo mis raíces. La humedad es escasa, el agua se retira lentamente, y aunque mis raíces están profundas, el frío las alcanza.
Las noches son más largas, y el silencio me rodea. Ya no escucho el bullicio que tanto me gusta de las personas recogiendo mis frutos, ni el zumbido de las abejas entre mis ramas. Es un silencio profundo, casi solemne. Todo se detiene.
Aunque pueda parecer que duermo, estoy despierto, en calma, guardando mi energía para lo que vendrá. El invierno es una pausa necesaria. Me permite curar las pequeñas heridas que se han producido durante la cosecha, fortalecer mis ramas y prepararme para el estallido de vida que traerá la primavera.
Al acabar el invierno, la primavera trae consigo una nueva promesa y la esperanza de aquellos que me cuidan. Incluso después de tantos años, nunca dejo de maravillarme ante el primer brote de hojas jóvenes que emergen de mis ramas. La energía que se acumula durante el invierno finalmente se libera, y siento el renacer fluir por cada una de mis ramas.
Los días se alargan y el sol vuelve a calentar mi corteza. Mi savia se mueve más rápido, subiendo por mis venas hasta cada hoja y rama. Las flores son la primera señal de que todo marcha bien, suspiros cargados de esperanza las acompañan porque, aunque son pequeñas y discretas, cada una contiene la posibilidad de una nueva aceituna.
Durante esta época, Juan se acercaba a mí con cariño y atención. Seguía respetando nuestra promesa, seguía cuidando de mí. Podaba mis ramas viejas, cortaba aquellas que estaban demasiado secas o que no daban buen fruto. Cada corte era un recordatorio de que la vida es un ciclo de renovación. Es cierto que a veces me duele perder una rama, pero he comprendido que es la forma de crecer con más fuerza.
Las abejas comienzan a zumbar a mi alrededor, ayudándome en la polinización. Sin ellas, mis flores no darían fruto, y sin mi fruto, sus esfuerzos serían en vano. La primavera no es solo un tiempo de crecimiento; sino también un tiempo de cooperación.
Por su parte, el verano es la estación que trae consigo desafíos y miedo. Las lluvias escasean y el calor sofocante puede llegar a quemar mis flores.
Las aceitunas comienzan a crecer lentamente. Primero son pequeñas y verdes, pero con cada día que pasa, maduran y se llenan de aceite. Este es el momento más crítico de mi ciclo. Si las condiciones no son buenas, si el agua es escasa o si el calor es demasiado, las aceitunas pueden no alcanzar su máximo potencial, como ocurrió aquel año.
Juan me visitaba a menudo para observar mis frutos. Se entretenía calculando las toneladas de aceitunas que se recogerían ese año. Recuerdo una de nuestras conversaciones, en la que le tranquilicé al contarle que la naturaleza sigue su curso, y que pronto llegaría el momento en que mis aceitunas estuvieran listas para ser recogidas.
Y entonces, con la llegada del otoño, comienza nuestro momento favorito: La cosecha.
Los años siguieron pasando, conocí a otras generaciones. Los hijos de Juan crecieron, y luego fueron sus nietos quienes vinieron a cuidarme. Cada uno de ellos conservaba algo de sabiduría antigua, pero con ellos también llegaba la novedad. Los tiempos cambiaban. Ya no solo usaban sus manos para cosechar, sino que comenzaron a utilizar máquinas que hacían el trabajo mucho más llevadero y en menor tiempo.
Confieso que me asusté con la llegada de la primera máquina, pues perturbaba la distintiva calma de la naturaleza con los ruidos que emanaban cuando los hombres la ponían a funcionar. Además, eran bruscas y me preocupaba que dañaran mis ramas. Añoré el cariño y cuidado que emplearon Atanasio y Juan durante los primeros años, pero también supe entender que el trabajo se hacía con mayor rapidez y menos esfuerzo para ellos.
A pesar de las máquinas, aún se mantenía un respeto por nuestra antigüedad, por lo que ofrecíamos y lo que representábamos.
Supe entender que los cambios eran necesarios, las familias crecían y, con ellas, sus necesidades. Quizás ayudó el poder escuchar la historia del proceso por el que pasan mis frutos hasta llegar a convertirse en oro líquido, porque entendí que las máquinas ayudaban a que aquella tarea fuese menos ardua para ellos.
Escuché que transportaban las aceitunas en remolques hasta la almazara para ser vertidas en tolvas. Años atrás, las trituraban en molinos de piedra, ruedas pesadas de granito que no paraban de girar. Pero ahora se usaban maquinas trituradoras, aunque las siguen llamando molino. En este proceso, la carne y el hueso de la aceituna se convierte en una pasta espesa, aromática, oscura y densa. Esta pasta es transferida a las prensas, en las cuales el aceite comienza a fluir lentamente y se desprende un aroma profundo, afrutado y ligeramente amargo. El aroma que, sin saberlo, siempre supe identificar como parte de mí.
Ser un olivo centenario no es solo una cuestión de tiempo; es cuestión de resistencia y sabiduría. Mis raíces, profundas en la tierra, no solo me sostienen, sino que también me conectan con las historias de este lugar.
Los olivos como yo somos testigos de la vida. No corremos, no gritamos, no exigimos nada. Simplemente estamos. Pero en esa permanencia, en esa paciencia que solo un árbol puede tener, encontramos la esencia de lo que significa ser parte de esta tierra. He visto pasar generaciones de hombres que vienen y van, que luchan, aman, y finalmente, se desvanecen, mientras nosotros seguimos creciendo lentamente, casi sin ser notados.
Hoy, mis ramas son más gruesas y retorcidas que nunca, pero sigo produciendo frutos. Quizás no tantos como en mis primeros años, pero aún lo suficiente para mantener viva la tradición. Y mientras las nuevas generaciones se acercan a mí, con sus teléfonos y sus máquinas modernas, sé que mi lugar en este ciclo sigue siendo esencial.
Quizás un día, dentro de otros cien años, ya no esté aquí. Pero hasta entonces, seguiré creciendo, lento y constante, como siempre lo he hecho, observando el mundo cambiar a mi alrededor, pero sabiendo que algunas cosas, como el amor por la tierra y el respeto por los olivos, nunca cambiarán.