255. El aceite todo lo cura
El valle de Quiroga, a las orillas del Sil, es tierra de olivos milenarios y todavía persisten varios molinos de aceite tradicionales, que convertían las aceitunas autóctonas, como la Brava y la Mansa gallegas en oro líquido.
Llegué, con apenas ocho años a un pequeño caserío, quedando al cuidado de unos familiares. No tardé en darme cuenta de la importancia que tenía el aceite en aquella época, cuando el zumo de la oliva era un elemento ritual, curativo y casi mágico. De entre todos los vecinos, era mi favorita una anciana a la cual llamaban Meiga, porque conocía todas las hierbas medicinales de la comarca y sabía como preparar ungüentos y tisanas. Me fascinaba acompañarla en primavera a recolectar plantas por un sendero que llegaba hasta el olivar. Árnica, ortiga, llantén y muchas otras plantas, se secaban en el cobertizo. Al mezclarlas con aceite puro de primera prensada elaboraba emulsiones y pomadas, los habitantes de las aldeas colindantes acudían a ella ante la picadura de un insecto, el impacto de un golpe o un corte al segar los prados. Mientras aplicaba el remedio oportuno les decía: «El aceite todo lo cura».