227. Fortunas y adversidades

David Blázquez Álvarez

 

“Papá… ¿por qué a mí no me dejas golpear nada con mis palos y ahora me has traído para que vea cómo le pegas a las ramas de un árbol con uno tan largo? ¡Y encima de madrugada!” inquiere con ojos atónitos un muchacho de alrededor de 8 años que hasta el momento no había visto nunca a su padre actuar de una forma tan violenta pero, a la vista del pequeño, igual de infantil que cuando juega a batallas con sus amigos.

El padre, sin apartar la vista de lo que su hijo piensa que son sus enemigos imaginarios, responde aprovechando el intervalo de silencio que se produce entre cada golpe. O quizá más bien lo hace en los momentos en los que el esfuerzo le permite articular palabra. Sea como fuere, intenta mostrar esa seguridad en cada frase que simulan los patriarcas para sentar cátedra mientras educan a sus hijos. De esas clases magistrales portátiles e improvisadas tan perdurables en el cerebro de los infantes como aquel dolor tan agudo del raspón de la rodilla cuyo llanto desaparece en cuanto le muestras una piruleta. Y más si el catedrático que las imparte, aunque está curtido en la vida, lo más parecido a una tesis que ha visto es aquella película de Alejandro Amenábar. Y ni siquiera la terminó.

“A ver, Nico… Primero que esto no es un palo. Es una vara. Segundo, no estoy golpeando. Estoy vareando. Tercero, esto no es un árbol. Es un olivo”. Descansa dos segundos con la excusa de hacer un gesto señalando el árbol a modo de presentación aunque realmente su propósito es descansar un poco los brazos. Y para aprovechar un poco más el parón y tomar aire, se remanga una camisa claramente poco apropiada para estos quehaceres. “Y quinto… No te he traído aquí para que mires. Has venido para ayudar, Nicolás”. Pronunciando su nombre completo realiza un movimiento clásico paternal. La combinación de palabra y mirada contundente a los ojos que suele resultar ganadora si está bien ejecutada. Pero Lázaro, que es el nombre al que responde el ejecutante, comete un error que deja una importante fisura.

“Papá, ¡te has saltado el cuarto!” responde Nico zafándose del combo entre unas carcajadas que lo que claramente pretenden es provocar a su progenitor. El padre vuelve a sacudir las ramas con rabia reprimida. “¿El cuarto? ¡Tu cuarto es lo único que vas a ver durante los dos meses que te va a durar el castigo como no me ayudes! ¡Y eso no te lo vas a poder saltar!”. El pequeño apaga el brillo y baja lentamente sus negros ojos, como un robot que se queda sin batería, mostrando que es consciente de su derrota. Aunque un atisbo de sonrisa en la comisura derecha de sus labios hace sospechar que aún guarda un comodín que evitará que doble el lomo.

“Vaaaaaale, pero dime al menos qué estamos haciendo para saber que tengo qué hacer. ¿Qué es eso de varear?” exclama Nico con un sinuoso abatimiento que simula sumisión. La expresión del dolido padre se suaviza y retoma su discurso con la retórica adquirida en la Universidad de Melosaco de La Manga, donde sacó un Doctorado en I+D (Improvisación + Desfachatez). “Varear es un arte. Varear es como susurrar a un olivo para domarlo. Varear es saber acariciar las ramas para que te regalen su tesoro… ¡Como a las mujeres!”. Lázaro ríe estruendosamente sorprendido de su propia ocurrencia ante la incomprensión de su hijo. Pero corta en seco el jolgorio bajando el volumen mientras mira a su alrededor como esperando que nadie se haya enterado. Retoma el vareo mucho más suave, como la voz resignada que ahora define de forma casi académica: “Varear es hacer caer las olivas”. Y adelantándose al niño que ya iba a preguntar, añade “y como sé que vas a preguntar que para qué queremos que se caigan las olivas” diciendo las últimas palabras imitando histriónicamente la voz de su hijo “pues queremos que se caigan para luego triturarlas y batirlas. Después exprimiremos la masa que quede para sacar el aceite” añade ya con su propio acento.

“Papá… ¿por qué a mí no me dejas hacer ese tipo de guarradas en mis experimentos y tú sí que puedes hacerlos? ¡Y encima con mi ayuda!” Nico utiliza exactamente el mismo tono que en la primera pregunta. Y Lázaro vuelve a usar esa entonación de coach motivacional de jefe de equipo de comerciales tristes con trajes trastabillados tres tallas más grandes. “Porque lo que obtenemos es aceite de oliva” le responde mirando a sus ojos como quien saca a la luz un gran secreto. “Y el aceite de oliva es el néctar de la vida. El agua de los dioses. El lubricante de la felicidad”. “¿Y todo eso sale de esas cosas que parecen cagadas de cabra? Parece imposible” interrumpe el pequeño con un rostro que mezcla asco e ironía que tantas carcajadas provoca entre sus compañeros de clase cuando se la dedica al profesor los pocos días que asiste al colegio.

Lázaro mueve la cabeza de lado a lado y responde resignado: “¡Qué necio eres, Nicolás! Y no sólo dan el mejor aceite del mundo, sino que además se trasforman en aceitunas. ¡Con lo que te gustan a ti, que nunca me dejas una! Que cuando abro un bote parece que tenga un agujero de lo rápido que se acaba”. Esto interesa más a Nicolás que pregunta ilusionado: “¿De verdad? No sabía que las aceitunas salían de los árboles. Yo pensaba que eran de fábrica”. “De verdad hijo mío que no sé a quién has salido. Anda, que eres más de ciudad que un té matcha con leche de avena transgénica”.

Nicolás vuelve a construir una de esas muecas que tan graciosas quedan salpicadas con sus pecas. Esta vez es de incomprensión ante las raras palabras que dice su padre. “¿Qué dices, papá?” le espeta extrañado. “Nada, hijo. Tonterías que toman los modernos de hoy en día en lugar de hacerse una buena rebanada de pan de pueblo con aceite. Y si encima le pones un buen trozo de queso curado, mejor que mejor. Ummmm… Qué recuerdos me trae eso”. Lázaro muestra una gozosa expresión con la que parece que realmente esté saboreando ese jugo de vaca cuajado y madurado regado de caldo de oliva sobre un lecho de harina con agua y sal fermentada al horno. Los pocos minutos de trabajo ya han abierto el apetito de Lázaro. Y parece que el de Nicolás también, que coge una oliva del suelo y se la lleva a la boca no muy convencido de que el resultado vaya a ser de su agrado.

“¡Puaj! ¡Esto está asqueroso! Esto no sabe a aceituna”. “¡Pero qué haces, zoquete! ¿No ves que todavía no se pueden tomar? Que hay que macerarlas primero. Lo que me vas a costar de criar. Tendrías que haber vivido lo que yo he pasado. Te ibas a enterar de lo que vale un peine. Me gustaría verte a ti sirviendo a los clérigos. ¡O si no al ciego! Le habrías envenenado en cuatro jornadas”. El niño escupe el negro fruto como si fuese veneno. “¡Papá, esto está más amargo que tú! Que no haces más que hablar de unos viejos tiempos de los que nadie se acuerda”. Lázaro hace ademán de reprender a su vástago por su impertinencia, pero lo piensa mejor al percatarse de que en el fondo siente orgullo al comprobar que ha heredado su mordaz labia. Sonríe. “¿Cómo no va a amargar? Si primero hay que aliñarlas. Hay que dejarlas varios días en la salmuera para que pierda las “moléculas” que le dan ese sabor”. Mientras dice la palabra “moléculas” imita a Punset, el famoso científico español, necesitando dejar la vara apoyada en el olivo para hacer su característico movimiento manual. Y antes de recogerla de nuevo, súbitamente, vuelve a mirar a su alrededor agitando la cabeza como si fuese un perro de caza buscando la presa. Cambia la expresión de su cara y ordena a su hijo “anda, ayúdame de una vez y recoge las olivas que han caído en la lona, que en este ya hemos terminado”.

Por tercera ocasión, Nicolás recupera el tono lastimero y quejica, pero esta vez con más ironía que sollozo para lanzar a su padre un lamento en forma de pregunta cuya estructura ya conocemos. “Papá… ¿por qué a mí no me dejas coger cosas que se han caído al suelo y ahora tengo que recoger todo esto? ¡Y encima para comer!”. Lázaro ya no está para bromas y empieza, con una presteza que no había demostrado hasta el momento, a plegar por las puntas la lona que previamente había extendido bajo las ramas. Una tela que, aunque no está a rebosar, acumula unos buenos puñados de olivas. “Vamos, Nicolás, ayúdame que hay prisa. Date brío, que tenemos que ir corriendo a la siguiente rotonda. Que luego empieza a haber mucho tráfico”.

Lázaro se lanza la lona ya recogida a modo de gran hatillo sobre la espalda, agarra de la mano al pequeño Nicolás y ambos salen a paso ligero mirando a ambos lados de una de esas rotondas que el ayuntamiento tuvo a bien decorar con un hermoso olivo en su centro. Sobre el amanecer, como si de un faro se tratase, empiezan a parpadean unas luces azules. El padre acelera el paso como un velero que quiere evitar la costa que anuncia ese faro apremiando y guiando a su hijo como si de un lazarillo se tratase.

Con la voz entrecortada por la velocidad creciente, Nicolás todavía tiene el humor de lanzar un último varazo a Lázaro en su forma favorita de pregunta. “Papá… ¿por qué estamos haciendo el tipo de trastadas que a mí nunca me dejas y ahora me estás obligando a hacerlas? ¡Y encima casi nos pillan!”.