22. El romancero olvidado

Francisco Rodríguez Vargas

Isabel era joven, guapa, y estaba tan enamorada que la ilusión se le adivinaba a borbotones detrás de sus ojos negros.

Llevaba aquella mañana varias horas rajando las aceitunas que los jornaleros habían traído a su casa el día de antes desde “El Rufero”, la finca familiar más apreciada y envidiada en todo el pueblo por las cosechas abundantes que daba cada temporada. Había suficientes para llenar las cuatro orzas que tenía preparadas. Después las aliñaría con tomillo, hinojo, orégano, ajos y sal. La tierra era buena, fértil y, como aquel año había sido lluvioso y cálido, la cosecha era excelente.

Cuando llegara el momento, sabía que “El Rufero” pasaría a ser de su propiedad, porque sus padres lo aportarían como parte de la dote en el día de su boda.

Le encantaba el contacto con las aceitunas y el olor que dejaban en el patio. Al rajarlas, cerraba los ojos para aspirar su aroma y, mientras lo hacía, imaginaba con deleite el sabor que tendrían cuando, pasados los días de maduración, se las pudiera comer acompañando a un hoyo de aceite, su cena preferida. Ni siquiera le importaba que las manos se le quedaran oscurecidas, manchadas con el color de aquel líquido denso que desprendían.

Feliz.

Más que feliz, estaba radiante porque la noche anterior sus padres, para completar el ajuar, le habían traído de Arjona, el pueblo con el que Alonso, su padre, mantenía un negocio de esparto, todos los utensilios para la cocina hechos de madera de olivo. Cucharas, cucharones, espátulas, y hasta un mortero precioso.

En el pueblo, todas las mujeres de cierta posición presumían de tenerlos en sus cocinas y los mostraban con velado orgullo siempre que se les presentaba la ocasión de hacerlo.

Los había acariciado uno a uno para impregnarles su alegría, y ya se veía con ellos entre sartenes y ollas preparando los mejores guisos que su madre, con infinita paciencia y sabiduría, le había enseñado tanto a ella como a Concha y a Catalina, sus otras dos hermanas, en especial tres platos de lujo: las gachas, los andrajos y las sopas de ajo que tanto le gustaban a su padre y a su novio.

Sin embargo, la vida es inesperada, imprevisible, cruel, y lo que un día son alegrías y sueños por realizar, al otro día, sin hacer ruido, se transforman en dolores profundos que acompañan la monotonía y se convierten en hastío.

Acababa de amanecer, era muy temprano y estaba barriendo la calle, el trozo de fachada que le pertenecía porque era a esas horas cuando las mujeres barrían sus puertas y aprovechaban para ponerse al día de todo lo que había ocurrido desde el amanecer anterior.

No se lo esperaba cuando vio llegar a Miguel aquella mañana tan temprano, con la miraba furtiva, calado de frío, despeinado y con mucha prisa. Se despidió de ella con un abrazo roto y un beso largo, húmedo de lágrimas, porque ‒fue lo único que entendió‒ lo habían reclutado para el ejército, directamente en el batallón que se marchaba al frente.

Se iba para una guerra que no era suya con el miedo guardado en el cajón de su voz apenas pronunciada. Y allí mismo supieron los dos, sin hablar, que se aplazaba el compromiso de la boda con la promesa y el juramento de Miguel de volver, de regresar vivo, para casarse con ella, la mujer de sus sueños, de sus días y de sus noches.

Nadie sabía que aquella guerra iba a durar más que las promesas más firmes, más que la propia desesperación.

En los días, en los meses siguientes, sin prisas ni emoción, fue guardando con melancolía y con amargura todo el ajuar: la ropa de cama de raso, el camisón de novia primorosamente bordado con sedas de colores, las sartenes, los pucheros, la loza granaína y los enseres de madera de olivo de la cocina. Solo se dejó sin guardar, colgado en el armario, protegido por un lienzo inmaculado, su vestido de novia con aplicaciones de pedrería, el velo largo de tul y la corona de flores que remataría su tocado, entrelazada en su pelo negro.

Desde aquel día, ya tan lejos, tan distante de su memoria, desvaído y triste, se aficionó a mirar a menudo la calle. Detrás de los visillos blancos de la ventana, escondida y segura de que nadie podría verla, ella miraba la calle. A cualquier hora, incluso de noche, los ojos pegados a los cristales, abiertos de par en par, aunque su hora preferida era el amanecer, a la hora que cantan los gallos, porque fue un amanecer cuando la despedida y la ausencia de su Miguel.

Si alguien le preguntaba por qué se pasaba tantas horas agarrada al postigo detrás de los cristales y con la mirada perdida como buscando el aire, ella daba siempre la misma respuesta, que lo que tenía que ver no estaba dentro de la casa, que vendría un día de estos por la calle arriba…, o por la calle abajo, que vaya usted a saber.

Solo su madre, con el alma a punto de rompérsele, la entendía desde la compasión y la ternura. A veces la abrazaba sin hablar y percibía el temblor y la angustia de su enamorado corazón.

Alonso, su padre, por el contrario, eludía su mirada, callaba y, en la distancia, a solas, lloraba por el dolor de la hija, por el abandono tan temprano de aquella mujer en flor.

Sus hermanas le gastaban bromas, le daban faenas para tenerla ocupada y entretenida, intentaban continuamente hacerle reír, aunque raras veces lo conseguían, y dormían con ella, vigilantes de su insomnio y de su angustia.

Y así, minuto a minuto, se le fue yendo la vida con la esperanza cada vez más vacía, y con las ilusiones secas.

Por la calle, por su calle, pasaba de todo, desde una reata de burros cargados con el ramón verde y flexible de la corta de las olivas, el cabrero con la leche de sus cabras recién ordeñadas vendiendo de casa en casa, y hasta los entierros camino de la iglesia, con su dolor y sus llantos, sus lutos profundos y el frío acuciante de la soledad.

Sin embargo, lo que más le dolía, lo que le hacía suspirar  hondo para romper el nudo en su garganta y en su pecho, en ese pecho todavía virgen, eran las bodas.

No soportaba las bodas.

Cuando sonaban alegres las campanas tocando a boda, ella se encerraba en la cámara para no escuchar y para no ver pasar la alegría por delante justo de su ventana, porque se le estrujaban las entrañas al ver a los novios pasar.

Y fue así como, poco a poco, sin tener conciencia ni ser consciente, se fue quedando sorda a los ojos de la gente, por voluntad propia, por no querer oír, y hasta casi dejó de hablar.

Isabel, en su muda sordera, lo veía todo, lo sabía todo, porque todo lo miraba y lo guardaba en su enorme corazón.

Solo salía a la calle, a esa calle que era suya más que de nadie, cuando llegaba José, el romancero, un hombre tristísimo que no tenía un rumbo fijo, vestido siempre con ropa vieja, con una voz que sonaba a licor barato y que recitaba tragedias y desamores por las esquinas de los pueblos para después vender lo recitado impreso como un romance en papeles de colores. Ella, Isabel, se pegaba a él para no perder detalle de lo que contaba, lo escuchaba leyendo en sus labios cada palabra pronunciada, con el alma encogida y siempre le compraba el romance que había narrado cantando.

Le encantaba cuando se lo daba en papel verde, y le brillaban los ojillos porque, en el fondo, con aquel color, se le despertaba su esperanza. Después en casa, de tanto leerlo lo terminaba aprendiendo de memoria. Eso es lo que ella decía, aunque nadie jamás la escuchó recitar ninguno.

Y los iba guardando en una caja de cartón, doblados con un mimo especial. Eran su colección de sueños, su particular tesoro, el que en los momentos más duros la transportaba, la aislaba del mundo difícil que le había tocado vivir.

Y así entre romances y entierros, entre bodas, olores de aceite de la almazara y macetas de claveles, se quedó esperando.

La vinieron a buscar en esos meses otros hombres, pero ella, fiel, se agarró a la promesa, a la que le juró Miguel, que se le iba haciendo cada día más eterna. Se casaron sus hermanas y ella encontró refugio y consuelo en cuidar de sus padres y de su casa, solícita y generosa. Ni una queja salía de su boca, ni un mal gesto, solo dejaba escapar suspiros mientras trajinaba sin descanso.

Un día, de repente, cuando ya se había decidido a dejar de esperar, salió corriendo escaleras arriba con una prisa desconocida. Estuvo un rato en su cuarto y cuando bajó, llevaba puesto su mejor vestido, los labios rojos a reventar, y el pelo reluciente de aceite y brillantina.

Rebosaba de vida recuperada porque había visto pasar a Miguel.

Sucedió un amanecer, al terminar el rosario de la aurora cuando, de regreso a su casa desde la iglesia, se lo cruzó por la calle. Ambos escondieron sus miradas de pura emoción al reconocerse y, tras un instante fugaz, en la esquina de toda la vida, se volvieron a besar. Sin palabras, sin razones, solo dos corazones latiendo, recuperando sensaciones dormidas.

Desde aquel día empezó a salir, a hablar con las vecinas, y volvió a frecuentar la iglesia, con sus rosarios y sus misas, sus triduos y sus novenas, aunque mantuvo su sordera selectiva cuando sospechaba cuchicheos a sus espaldas.

Le preguntaron un domingo en la lonja, después de la misa de doce, por el cambio en su carácter y hasta en su manera de hablar.

Abrió la boca para contestar y justo en ese preciso momento Miguel volvió a pasar junto a ella, pestuga en mano. Olía a sudor, a campo, a aceite de oliva y a temor. Sonaron entonces las campanas de la torre de la iglesia y ella, entre los talán-talán, creyó escuchar “ven”.

Arrebatada, siguió los pasos de Miguel detrás del “ven” y así, sin despedirse de nadie y sin escuchar consejos, se fue.

La ventana, su ventana de siempre, no volvió a abrirse, aunque todos supieron que regresó en un atardecer en el que las chicharras invisibles hacían estragos. Los visillos, amarillos por el tiempo y el abandono, se fueron cayendo a pedazos. Y un día, José, el romancero, pasó por la esquina de toda la vida, pero esta vez ella no salió, se quedó encerrada en su prisión.

Traía un romance nuevo, y en él contaba cantando una historia sobre un amor de ilusiones vencidas y esperanzas recuperadas entre los troncos arrugados del milenario olivar, a la sombra del olivo gordo de “El Rufero”, el mismo que en una noche de tormenta un rayo asesino lo ennegreció.

Los dos enamorados ‒empezó a contar con aquella voz tan suya de aguardiente‒ intentaron, con la pasión intacta, reconstruirse el uno al otro y enraizarse junto al río, pero la promesa que se guardaron no se hizo realidad.

Él le contó que un día durante la guerra fue herido en la batalla y que solo pudo sobrevivir pensando en ella; sin embargo, fue otra quien lo cuidó, lo acarició y lo mantuvo con vida, quien, poco a poco, entre vendas, desvelos, arrebatos y dedicación, lo enamoró. Y fue con ella con quien se casó pensando que no volvería, o que, si volvía, ella, Isabel, el amor imperecedero de su juventud, en su ausencia habría buscado otros brazos, otro amor.

Le dolieron a Isabel tanto las palabras que, en su sordera obsesiva, selectiva y voluntaria, ahora también, por decisión propia, enmudeció. Incapaz de superar tanta amargura, con la hiel en la boca y en los ojos, se lo dejó en mitad de aquel campo, bajo el olivo gordo de su preciado olivar, abandonado.

Volvió sola, dejando los jirones de su alma deshecha colgados de las ramas flexibles de cada olivo, sujetándose las lágrimas, a su casa, a sus cristales y a sus visillos, a su calle, al corral con sus gallinas, a su aislamiento mohíno, y a su inútil soledad.

Fue a partir de aquellos días cuando empezaron sus dolores de cabeza recurrentes y puntuales. A media mañana, a media tarde y a media noche, como un reloj implacable que le hacía estallar de coraje y de rabia. Don José María, el médico, le indicó un tratamiento que la pudiera aliviar y así  fue  encontrando refugio y consuelo en las pastillas de Cafiaspirina. Tres al día, como las tres caídas que tuvo el Señor camino del Calvario, porque esa era su vida, un calvario, tropezando y cayendo sin cesar, desorientada…, dedicando sus horas a ayudar, a acudir a donde la llamaran para echar una mano. Era su manera de repartir el amor contenido tantos años.

Al terminar el romance, el romancero, afectado visiblemente por la historia que acababa de cantar, lloró, y el público que escuchaba, contenido, por primera vez no aplaudió, acompañando con su silencio el llanto del romancero, como un homenaje silente a la mujer que ese romance había inspirado.

Ella, Isabel, los estuvo mirando desde detrás de su ventana ahogándose en largos suspiros, y buscó su refugio en un sueño reparador.

A la mañana siguiente, con la escoba y el badil preparados para barrer su parte de la calle, antes de abrir, encontró en el suelo detrás de la puerta, impreso en papel morado, el romance de su imposible amor.

Lo cogió, leyéndolo con sus adentros aún doloridos, lo fue doblando con ternura y lo guardó junto a los otros de su colección en la caja de cartón, con las hojas secas de olivo recogidas en aquel ya tan lejano amanecer en flor.

Isabel no se casó y se quedó a vivir con Concha, su hermana menor, hasta que se fue de este mundo con muchos años acumulados de silencio, soltería y soledad. Y se dejó, como si estuviera olvidado, en un cajón de su cómoda su más preciado tesoro, la caja con los romances, esa que tantas veces estuvo acariciando buscando consuelo y el amor que esta vida le negó.