
20. Aceite para recordar
Sobre el plato de porcelana blanca el aceite iba extendiéndose de verde brillante. El aroma trepando en espirales invisibles alcanzaba sus fosas nasales y actuaba como llave que abría la espita por la que su cabeza comenzaba a verter recuerdos dormidos a granel de infancia y olivares. Con los sentidos despertados albergaba la impresión de que aquel plato de porcelana no fuera otra cosa que una pantalla sobre la que proyectaban recuerdos de una niñez ligados a la casería de su abuela y a los olivares en los que se crió. Se llevó una sopa de aceite a la boca y esta susurró el nombre de su abuela. Tal vez, el aceite no fuera más que la madre de todas las madres como el olivo, árbol de plata, rezando a la tierra y el cielo como su abuela en casa cuando había y cuando no, pero siempre ejemplo de esperanza a una tierra de utopía sobre la que hundían los olivos sus raíces para sujetarlas a una vida de sangre verde. Y, ahora, ese aceite en círculos perfectos no hacía más que evocar en la delicadeza de sus curvas a la suavidad infinita de su abuela.