198. La Almazara
Lucas había vuelto a aquel rincón de la sierra por voluntad propia, aunque la decisión le pesara en los hombros desde que dejó atrás las luces de la ciudad. No había caminado por las callejuelas del pueblo en más de una década, y ahora todo le resultaba extraño, ajeno. Los olivos, sin embargo, seguían firmes en las lomas, con la misma majestad sombría que recordaba de su niñez. El viento arrastraba el polvo del camino y un aroma de aceituna fermentada. Era como si el campo mismo le recordara que allí, entre esas raíces, quedaba enterrada su historia.
La vieja casa familiar, con sus muros encalados y ventanas de postigos descoloridos, estaba igual que siempre, resistiendo el paso del tiempo, mientras el resto del pueblo sucumbía al olvido. Se sintió pequeño otra vez al traspasar el umbral, igual que cuando entraba corriendo con las rodillas raspadas y las manos manchadas de tierra.
—Has vuelto —dijo su madre desde la penumbra del zaguán, con ese tono que más que alegría mostraba sorpresa.
—He vuelto —respondió Lucas, cargado de una noticia que sabía removería las entrañas de la familia.
La mesa de la cocina estaba puesta, como si nunca se hubieran marchado. Y, sentado junto a la ventana, su tío Jaime, encorvado y con la mirada fija en el olivar al fondo. Era su refugio habitual desde el cual vigilaba la almazara del abuelo que, en sus mejores años, había alimentado a toda la familia.
La almazara, ese gigante de piedra y madera, seguía allí, aunque más silenciosa que nunca. Lucas la había visitado aquella mañana, antes de ver a su madre y a su tío. El olor del aceite se había desvanecido casi por completo. Solo quedaba un olor a rancio y el eco de las ruedas y prensas que, antaño, giraban sin cesar. Recordaba aquellas tardes de faena, con los jornaleros sudando bajo el techo de tejas, mientras el abuelo supervisaba cada movimiento. Era un hombre duro, pero justo, de los que hablaban poco y trabajaban mucho.
Lucas pasó la mano por la vieja prensa de madera, sintiendo las astillas clavarse en su piel. Allí mismo había ayudado a su abuelo a cargar las aceitunas en los años buenos, y se acordó de cómo todo el pueblo se reunía en la almazara cuando comenzaba la cosecha.
—Este lugar parece muerto en vida —murmuró para sí, pensando en la propuesta que traía bajo el brazo.
El proyecto podría salvar el lugar, gracias a la idea de convertir la almazara en un destino turístico. «Oleoturismo», lo llamaban. Lucas no estaba completamente seguro, pero la ciudad le había enseñado que si no se adaptaban, el pueblo se iría muriendo poco a poco. Y la almazara, ese símbolo del esfuerzo de su familia, desaparecería con él.
Sentado en la cocina, Lucas no tardó en exponer su idea.
—Han venido unos empresarios —empezó—. Quieren invertir en la almazara. Convertirla en un museo, en algo más… Un lugar donde la gente pueda venir a ver cómo se hace el aceite.
La mirada de su tío Jaime se oscureció, como si esas palabras hubieran abierto una vieja herida. Era un hombre de pocas palabras, pero Lucas sabía bien lo que pasaba por su cabeza. Era el último de los que habían trabajado en la almazara con el abuelo, el último que se negaba a aceptar la decadencia del lugar.
—¿Y qué va a pasar con el aceite? —preguntó Jaime, rompiendo el silencio—. Lo que importa es el campo, los olivos. ¿Qué entienden esos empresarios de eso?
Su madre, que hasta entonces había permanecido en silencio, intervino con su tono pausado, pero firme.
—Tu abuelo no habría querido esto, Lucas. Lo sabes. Lo que construyó aquí no fue para que vinieran a hacer fotos. Fue para que nosotros pudiéramos seguir adelante.
Lucas respiró hondo. Sabía que esa resistencia llegaría. Había estado preparándose para ello desde que decidió traer la propuesta al pueblo. Pero también sabía que no había alternativa. El campo ya no era el mismo de los tiempos de su abuelo, y la almazara, por mucho valor sentimental que tuviera, no podía mantenerse sola.
— Lo sé, madre —respondió con un tono que buscaba calmar los ánimos—. Pero si no hacemos algo, este lugar desaparecerá. No se trata de olvidar lo que hizo el abuelo, sino de que no se pierda lo poco que queda.
Su madre suspiró, y su tío se levantó, caminando hacia la ventana, donde la vista del olivar parecía acentuar la tensión que había llenado la cocina.
—Esto no es la ciudad, Lucas —dijo el tío, aún de espaldas, mirando el horizonte como si buscara respuestas entre los olivos—. Aquí las cosas no funcionan igual. No puedes venir con esas ideas modernas y pretender que todo encaje. Esto tiene un ritmo propio, y no sé si eso que propones lo respetará.
Lucas guardó silencio por unos instantes, contemplando la dureza en las palabras de Jaime. Lo comprendía. Él también había sentido esa resistencia, ese miedo a que la modernidad lo devorara todo. Pero si algo había aprendido en la ciudad, era que lo nuevo no siempre implicaba la destrucción de lo viejo.
—Quizá no sea lo mismo —concedió Lucas—. Pero si no lo intentamos, no quedará nada. Y eso, tío, eso sí sería una traición al abuelo.
El sol ya empezaba a ocultarse tras los olivos cuando el silencio se hizo demasiado espeso en la cocina. La sombra del olivar se alargaba en el horizonte, como si quisiera cubrir toda la conversación con un velo antiguo. El tiempo parecía detenido, como si las palabras de Lucas hubiesen lanzado una piedra al estanque de la memoria y el eco siguiera ondulando entre las paredes de la casa.
La madre de Lucas, con las manos entrelazadas sobre la mesa, mantenía los ojos bajos, inmersa en sus pensamientos. Para ella, ese lugar no era solo una herencia familiar. Era el latido de la vida misma, un recordatorio constante de los sacrificios de su padre. Recordaba cómo, en los inviernos más duros, el trabajo no cesaba, y la rueda de la almazara giraba, imperturbable, como si el destino del campo estuviese atado a cada gota de aceite que lograban exprimir.
Jaime seguía mirando al horizonte. La propuesta de Lucas era una afrenta a lo que él entendía por tradición. Las máquinas, el sudor, el olor del aceite recién prensado.. todo eso era parte de una identidad que los empresarios de ciudad, con sus palabras bonitas sobre el «oleoturismo», nunca entenderían. Era más que una simple cuestión económica, era la vida, la esencia de todo lo que habían sido.
—No lo entiendes, Lucas —murmuró Jaime, girándose despacio, como si le costara—. ¿Qué cambiará? Vendrán, echarán un vistazo y se irán. ¿Qué quedará? Una historia vacía, fotos… El campo no es un circo, es trabajo, es vida. Y esos de ciudad… no lo saben. Ni lo sabrán nunca.
Lucas no pudo evitar sentir un peso en el pecho. Sabía que convencer a su tío sería difícil, pero no había previsto la dureza de sus palabras. Quería decirle que no se trataba de convertir el campo y la almazara en simples objetos de exhibición. Pero en ese momento, las palabras parecían torpes ante la solidez de las convicciones de Jaime.
—No se trata de eso, tío —dijo Lucas con un tono más suave, intentando no despertar más resistencia—. Lo que yo quiero es que no se quede en el pasado. El turismo… sí, traerá gente de fuera, pero también puede ayudar a que sigamos adelante.
Jaime lo observó detenidamente, buscando tal vez algún indicio de que su sobrino no comprendía realmente lo que estaba diciendo. Pero la verdad era que Lucas lo entendía bien. Había crecido allí, entre los olivos y la almazara, viendo cómo todo funcionaba. Había ayudado con sus propias manos a cargar sacos de aceitunas y había visto el esfuerzo de su abuelo y de Jaime, todo por mantener la almazara viva. Pero también había vivido lo suficiente en la ciudad como para saber que el futuro ya no podía depender sólo de las viejas formas.
—Si no lo hacemos, la almazara va a morir, tío. Y cuando eso pase, todo lo que construyó el abuelo… se perderá. Yo no quiero que eso ocurra.
Jaime volvió a clavar la vista en los olivos. Se hizo otro silencio, pero esta vez no era de resistencia, sino de resignación.
—Los empresarios dicen que invertirán, que modernizarán algunas partes, pero sin cambiar la esencia del lugar. Quieren preservar la historia, pero darle vida nueva. Yo no soy ingenuo, sé que puede que no entiendan todo lo que esto significa para nosotros, pero también sé que sin su ayuda no podremos seguir adelante. No hay suficientes manos, ni recursos… Tú lo sabes mejor que nadie.
Su madre, que hasta ahora había estado escuchando en silencio, se inclinó hacia adelante. Su rostro, marcado por los años de trabajo en el campo, mostraba una mezcla de cansancio y nostalgia.
—No sé si me gusta la idea, hijo —admitió—. Pero tampoco quiero ver cómo se marchita todo lo que hemos hecho aquí. Si de verdad crees que esto puede salvar la almazara, entonces tal vez tengamos que intentarlo.
Lucas asintió, sabiendo que esas palabras significaban más de lo que su madre decía. El cambio era inevitable, y aunque no lo aceptaban del todo, comenzaban a entenderlo.
Esa tarde, la conversación terminó con un silencio compartido. No hubo grandes discursos, ni gritos de victoria. En su lugar, hubo miradas cruzadas que decían más que cualquier palabra. Lucas entendió que, a su modo, su tío y su madre habían cedido. No porque estuvieran completamente de acuerdo, sino porque veían en él algo de la misma terquedad que había mantenido al abuelo trabajando hasta sus últimos días.
Unos días antes de empezar las reformas, Lucas se dirigió con ellos a la almazara. Querían recorrerla juntos. Ver por última vez lo que quedaba de la vieja estructura antes de que los empresarios llegaran con sus propuestas y sus máquinas. Los muros de piedra, desgastados por el tiempo, parecían resistirse al cambio tanto como lo hacía Jaime.
—Es nuestra última oportunidad —dijo su madre al llegar al umbral de la almazara—. Si esto no funciona, no habrá vuelta atrás.
Lucas no respondió, pero asintió con la cabeza. Sabía que, más que una advertencia, era una aceptación de lo inevitable.
Lucas caminaba al lado de su madre y su tío por el terreno que tantas veces habían recorrido. Veinte años habían pasado desde aquella tarde en la que Lucas propuso el cambio. El sol del atardecer doraba, como siempre, los olivos, pero la almazara ya no era aquel edificio de piedras desgastadas y maquinaria a punto de desmoronarse. Había renacido como un símbolo de la unión entre tradición e innovación. Los tres iban acompañados de un periodista, un joven de aspecto despreocupado, que había venido a entrevistarlos para un reportaje sobre los pioneros del oleoturismo en Jaén.
—¿Cómo fueron los inicios? —preguntó el periodista, con un tono de voz que dejaba entrever un respeto inesperado por el lugar—. Es decir, cuando empezaron en 2002, apenas se hablaba de oleoturismo en España, y mucho menos en Jaén.
Jaime, con las manos en los bolsillos, lanzó una mirada a Lucas como si quisiera que fuese él quien respondiera.
—Bueno —dijo Lucas, frotándose el mentón—, la decisión no fue fácil. Al principio, no sabíamos si esto iba a funcionar. Traer turistas al campo no era algo común por entonces. Pero vimos una oportunidad para que la gente de ciudad se conectara de nuevo con la tierra, con la vida rural.
El periodista sonrió, animado por la respuesta.
— ¿Cómo ha sido el proceso para lograrlo? —continuó—.
Lucas hizo una pausa, mirando alrededor, como si no se hubiera acostumbrado aún a lo que habían creado en esos veinte años. La almazara conservaba su aspecto rústico, pero había detalles que mostraban claramente el cuidado puesto en cada rincón. Las viejas prensas estaban restauradas, los patios llenos de visitantes que aprendían sobre el aceite de oliva, las herramientas antiguas se mezclaban con pantallas interactivas que explicaban cada etapa del proceso de elaboración.
—Bueno —dijo Lucas—, la clave fue no perder la esencia de este lugar. Queríamos que los visitantes pudieran sentir lo mismo que nosotros sentimos cuando estamos aquí, que pudieran apreciar el valor del trabajo de generaciones. Queremos que la gente no solo vea el proceso, sino que participe en él.
El periodista levantó la vista de su libreta, intrigado.
—¿Participar en el proceso? —preguntó.
—Sí —respondió la madre de Lucas, con una sonrisa—. Desde hace unos años ofrecemos experiencias inmersivas. La gente puede participar en la recolección de las aceitunas, seguir el proceso en la almazara y hasta embotellar su propio aceite. Se llevan a casa una botella que han visto nacer desde el árbol hasta la mesa. Eso les conecta de una manera diferente con el producto.
—Es algo increíble —intervino Jaime, con tono más apagado, pero claramente orgulloso—. Yo que tenía algo de recelo, he visto que es una nueva manera de mantener viva nuestra historia, de que no se pierda.
El periodista tomaba notas frenéticamente, y entonces Lucas añadió, con un brillo en los ojos.
—Y no nos hemos quedado ahí. Hemos lanzado algo que es completamente nuevo para nosotros: una oleoteca digital. Es una plataforma online donde la gente puede comprar muestras de nuestras variedades de aceite de oliva y hacer catas virtuales desde sus casas.
—¿Catas virtuales? —repitió el periodista, con una sonrisa incrédula.
—Sí —afirmó Lucas—. Y no solo eso, estamos trabajando en incorporar realidad aumentada en el futuro, para que los turistas puedan experimentar cómo eran las almazaras hace cien años.
El periodista asintió, claramente impresionado.
—Es fascinante todo lo logrado. ¿Qué dirían que ha sido lo más difícil?
Lucas miró a su madre y a su tío. Los tres compartieron un breve silencio, una pausa cargada de significado. La madre fue la primera en hablar.
—Lo más difícil ha sido aceptar que las cosas tienen que cambiar. Que no podemos aferrarnos al pasado con tanta fuerza como para asfixiar el futuro. Mi padre, su abuelo, habría entendido eso, aunque en su época ni siquiera habríamos soñado con algo como el oleoturismo. Pero lo importante es que hemos mantenido el alma de la almazara, lo que siempre ha sido.
—Al principio pensé que esto era una locura — añadió Jaime —. Yo me crié aquí, entre estos olivos. Para mí, que vinieran turistas… no lo entendía. Pero he visto cómo, poco a poco, las visitas traen respeto. La gente llega aquí y se da cuenta de que esto no es solo un negocio. Es nuestra vida, nuestra historia.
El periodista tomó una última nota y guardó su libreta, sonriendo.
—Gracias por su tiempo. Seguro que su historia inspirará a muchos otros.
Se despidieron con un apretón de manos, y mientras el periodista se alejaba, Lucas sec quedó solo bajo la sombra de los olivos. El ruido de las conversaciones de los turistas llegaba a sus oídos como un eco distante, casi como una música lejana que se fundía con el susurro del viento entre las ramas.
Mientras caminaba por los senderos del olivar, Lucas sintió una mezcla de emociones difíciles de describir. Habían recorrido un largo camino desde aquel día en que le propuso a su madre y su tío transformar la almazara. Y ahora, dos décadas después, podía ver cómo la idea, que había germinado tímidamente, había florecido en algo mucho más grande de lo que nunca hubiera imaginado.
El oleoturismo no solo había salvado la almazara, había cambiado al pueblo entero. Los visitantes traían consigo más que dinero. Traían preguntas, interés, respeto por una tradición que, antes de todo esto, parecía destinada a desvanecerse en el olvido. Lo que ellos hacían aquí, lo que habían logrado, era más que una reconversión económica. Era una conexión profunda entre el pasado y el presente.
Se detuvo un momento y miró a su alrededor. Los olivos seguían en pie, inmortales, tal y como los había visto de pequeño. En su mente, se agolpaban las imágenes de su abuelo, su madre, Jaime, y todo lo que habían sacrificado por mantener viva la almazara. Si hubieran dejado que el tiempo la devorara, como a tantas otras, habrían perdido mucho más que un negocio.
Ahora, con la oleoteca digital, las catas virtuales y los proyectos futuros, sabía que estaban en la vanguardia de algo más grande. Pero Lucas también sabía que todo esto no valdría nada si se perdía el vínculo con la tierra, con el trabajo manual, con el olor a aceitunas frescas y el sonido de las prensas. Ese era el verdadero legado y habían logrado mantenerlo intacto.
«El futuro pertenece a quienes son capaces de honrar el pasado sin temerle al cambio», pensó mientras volvía a la almazara, donde su madre y su tío aún conversaban.