19. Apretón de manos

Juan Carlos Pérez López

 

Tantos años de ausencia, tantos recuerdos acumulados… Tantas lágrimas de nostalgia derramadas en la distancia y en soledad, tantas como aceitunas echaban las mujeres en los capazos de esparto tras el vareo del olivo…

He regresado al pueblo que me vio nacer. Me he apeado del coche en la Cruz de los Panaderos, un otero desde el que se divisan las casas, apiñadas y dando forma a una mancha blanca e irregular en medio de un verde océano de olivos que se extiende, con un oleaje sereno de la tierra, hasta las estribaciones de la Sierra de Cazorla. Han acudido a recibirme las evocaciones de aquel tiempo de frío y de matanzas, de la sacrificada recogida de la aceituna, de la extracción del aceite nuevo en la almazara, tras la cual se extendía por el aire el intenso olor a alpechín…

A estas horas tan intempestivas las calles todavía están desoladas, inflamadas por el resplandor azafranado de las farolas que permanecen encendidas. La tranquilidad es importunada por el ladrido lejano de algún perro callejero; quizá el viento le ha avecinado hasta su fino olfato el olor de mi inoportuna presencia. Mientras mis paisanos duermen aún, se enseñorea de la atmósfera la fragancia acre de la madera de olivo que arde a llama viva en los hornos de las dos tahonas, donde los panaderos cuecen hogazas de masa madre que, sin duda, tendrán un sabor inigualable, igual de bueno que sabían los panes de mi niñez, cuyos sabrosos rescoldos se resisten a abandonar la zona evocadora de mi paladar.

Camino sigiloso por la heredad de mi infancia, como si fuera un duelista que mide sus pasos para alcanzar su posición de disparo. Se desata en mis entrañas un tremor visceral al escuchar el silbo del viento al caracolear entre los soportales de unas viviendas situadas en la plaza; plagia el aullido lejano de un lobo melancólico en noche de luna llena, cuyo fulgor de lechosa rotundidad espejea en las aguas bermejas del Guadalimar ―lo árabes lo llamaron “Wad al-ihmar” o Río Rojo―, rivera donde nos bañábamos los chiquillos, y cuya corriente discurre plácida entre los ojos del puente que se construyó para el paso de un ferrocarril que acabó siendo un tren fantasma.

Maúlla un gato que, apostado en el alfeizar de una ventana, parece el centinela mayor del pueblo. Estallan mil recuerdos que me devuelven de súbito a los gélidos amaneceres de mi niñez, cuando nos levantábamos para ir a la recogida de la aceituna en compañía de nuestros padres e incluso de nuestros abuelos. Porque la recogida de la aceituna era un tiempo de trabajar en familia. Entonces se escuchaban por doquier los cascos herrados de las bestias golpeando los adoquines, y las conversaciones de las cuadrillas de hombres y mujeres de camino hacia los olivares cercanos, los serones de los mulos y burros cargados con capazos y esportones de esparto y con los mantos de tela que se colocan alrededor de los olivos. Caminando en grupos y con sus varas al hombro ―los vareadores las manejan con oficio para no dañar el ramaje, y de manera concienzuda para que las aceitunas caigan en los fardos y no queden frutos olvidados en las ramas―, los hombres parecían batallones de soldados de los tercios de Flandes escapados del famoso cuadro de Diego de Velázquez, La Rendición de Breda. Las mujeres, algunas canturreando cancioncillas para que el trayecto se hiciese más ameno, acarreaban los botijos llenos de agua y las barjuletas con pan, tocino, chorizo, sardinas arenques y alguna pieza de fruta y vino, para reponer fuerzas durante el merecido descanso para el almuerzo.

Eran aquellos otros tiempos; ni mejores ni peores que los de ahora. Simplemente, yo diría que diferentes, aunque quedaron patinados por esa melancolía que hace que los recordemos como especiales, incluso como entrañables a pesar de las dificultades y penurias que pasamos por aquellos días en los que la aceituna se recogía de rodillas, una por una a mano, y luego se pasaba por la limpia y se le daba un último repaso para retirar las chinas, barro y restos de hojarasca antes de meterlas en sacos para ser enviadas cuanto antes al molino, para que no se atrojase durante mucho tiempo y perdiera calidad, una dura labor que solía llevarse a cabo en jornadas por lo general con tan bajas temperaturas que los dedos y las orejas se cubrían de sabañones.

Pero con el paso de los años, el silencio le ganó la partida al bullicio durante la época de la recolección de la aceituna, pero también al jolgorio de la chiquillería, y el futuro quedó constreñido conforme la gente fue emigrando a la capital o a otras regiones distantes, en las que la incipiente industrialización ofrecía otras oportunidades laborales que no había en el campo, sueños de prosperidad que, en no pocas ocasiones, quedaron truncados por la cruda y pertinaz realidad.

Durante el invierno de aquella época ya tan lejana, me gustaba acurrucarme en la cama, transfigurado en una cochinilla debajo de las mantas de lana apenas oía chiflar las corrientes de aire gélido, que respingaban entre los vanos de la espadaña de la iglesia parroquial de Santa María la Mayor. A veces, las campanas se bamboleaban de manera casi imperceptible, lo justo para arrancarles un resuello metálico en mitad de la oscuridad noctívaga, como si la invisible mano de un fantasma huido de su necrópolis las tocase para avisarnos a los nenes insomnes de que lo mejor que podíamos hacer no era sino dormirnos de una vez, y cuanto antes mejor, so pena de presentarse en nuestras dormitorios, que en mi caso no era sino el sobrado de la humilde casa familiar, hogar donde me crie huyendo de la desdicha, una forma como otra cualquiera de ser feliz, yo ajeno a las necesidades más perentorias que, por aquella época tan gris y decadente, asolaban a la mayoría de los pueblos de las comarcas aceituneras, los cielos por entonces enjalbegados por una densa borra de nubes plúmbeas que parecía enlucir el ambiente con el tono grisáceo propio de un invierno perpetuo. Para sumirme en un sueño profundo yo no contaba ovejas, sino que clavaba los ojos en los embutidos y las ristras de pimientos secos y de mazorcas de maíz que colgaban de las vigas, como estalactitas que saciarían el hambre, que se hacía tajante y recia durante la larga y blanca invernada, entonces el medio rural mostrando su rostro más inhóspito y menos hospitalario.

Mientras camino, me embarga una pura emoción. Ahora, frente al edificio abandonado del núcleo escolar, creo oír los ecos monocordes de los cantos de aquellas clases de antaño, que parecen aprisionados entre los muros levantados con sillares que se resisten al derrumbe… Siete por uno, siete; siete por dos, catorce; siete por tres… La lista cantada de los reyes godos, los nombres de los ríos y los de sus afluentes por la derecha y por la izquierda, así como las provincias que pertenecían a cada una de las regiones del país. Rescoldos sonoros de otra época, como si fuese relatada por aquella voz tan distintiva del NO-DO, noticiero que pasaban en el Ideal Cinema antes de las películas de indios y vaqueros o de Tarzán y la mona Chita.

Percibo mi corazón agitado, como si las estrechas y lanceoladas hojas de los olivos fueran sacudidas de manera halagüeña por una cálida brisa de primavera. Los latidos desbocados me llevan a rememorar aquellas batallas entre ejércitos de zagales revoltosos por los alrededores de las Torres Oscuras ―vigías de los olivares de nuestro pueblo―, creyéndonos mis amigos y yo aguerridos soldados que defendíamos la fortaleza de nuestros enemigos, quienes no eran sino los chiquillos de otros barrios, a quienes también retábamos en verano a sumergirnos en las gélidas aguas del Guadalimar, o a persecuciones por las revueltas de la carretera que conduce al pueblo vecino, o a partidos de pelota en las eras, a veces apostándonos nuestros tebeos preferidos, nosotros en todo momento soñando con convertirnos cuanto antes en mozos mayores para ir a los bailes ya con nuestras piernas cubiertas por pantalones largos. Pero mientras esa edad nos alcanzaba, jugábamos a piola, o al coger, o cazábamos lagartijas y grillos, o paseábamos por el campo mascando el dulce paloduz, o rebuscábamos huevos en los nidos, o le tirábamos piedras a las colmenas y emprendíamos una huida desesperada de las abejas, nosotros corriendo entre risas, aunque en el fondo despavoridos por la idea de catar aguijón… Simplemente éramos niños, y nos lo pasábamos en grande con cuantos divertimentos fuese capaz de poner en marcha nuestra imaginación sin límite, esta instigada por la vida en la calle, en el pueblo, en el campo… Un auténtico lujo vivir al aire libre, y pasear a la hora de la merienda en compañía de nuestros amigos del alma y saboreando un buen hoyo de pan bien empapado de aceite de oliva virgen extra.

Hoy, tantos años después, con la vejez acechándome desde el quicio de la última etapa de mi existencia, me estremezco delante de los restos apocalípticos de la que fuera mi casa familiar. Creo escuchar a mi madre llamándome para que acudiese a casa: ¡¡Cristóbal…!! Pero sobre todo recuerdo, como si estuviese ocurriendo en este mismo instante, el momento preciso en el que cambió mi vida, sin yo vislumbrarlo mientras escuchaba aquella conversación, mi carita asomada entre la balaustrada de la escalera, igual que un preso pega su rostro a los barrotes de la ventana de su celda, ansioso de alcanzar la ansiada libertad…

 

―No corren buenos tiempos; el crío debe ayudarme en el campo, señor maestro. No es solo la recogida de las aceitunas. Después está la corta, la quema del ramón, arar…

― ¿Acaso crees que yo no lo sé? Son malos tiempos para todo el mundo. Pero el muchacho es listo como él solo, y no puede dejar de estudiar. Eso sería un crimen.

―Hombre, señor maestro… Tanto como un crimen…

―Eso es un decir, hombre; ya sé que sois honrados como el que más. Y es por eso mismo que tenéis que comprender y aveniros a lo que os pido. Vamos a ver una cosa: ¿y si yo le ayudo económicamente con los estudios? Tengo una hermana en Jaén que se ocuparía de él con mucho gusto; techo, cama y comida no habría de faltarle.

―En casa lo echaríamos mucho de menos, señor maestro. ―Terció mi madre.

―Yo les echo una mano en el olivar en mis ratos libres, y los fines de semana puedo ir a recolectar aceitunas si fuera menester o a apilar los troncos de la poda cuando toque, y el chico que se vaya a estudiar a la capital, que mi hermana lo va a tener como un rey, y encima no le va a quitar ojo de encima; ella también es maestra y ya verán lo bien que le va a ir. El crío es inteligente y será lo que él quiera ser. ¿Qué, hay trato?

 

Aún puedo sentir la calidez de la lágrima que rodó por mi mejilla al ver a padre y al señor maestro estrecharse las manos, entre las que ―aún yo ni de lejos alcanzaba a intuirlo― estaba atesorado mi futuro. Nunca supe si aquella lágrima la derramé de alegría por seguir estudiando y no tener que ir a la aceituna, o de tristeza por alejarme de mi familia, de mis amigos, de mi pueblo. Lo que sí puedo afirmar con rotundidad es que aquella lágrima sería el preludio de las muchas lágrimas que derramé décadas después al ver cómo por falta de críos se iban cerrando las escuelas de las zonas rurales, en las que yo di por bien empleados los muchos años que ejercí como maestro rural, siendo uno de los proyectos que más orgullo me generó la puesta en marcha de escuelas de adultos para aquellos hombres y mujeres que entregaron sus vidas a los olivos, de igual modo a otros cultivos agrícolas, quienes durante su infancia no tuvieron la oportunidad que a mí se me presentó de poder tener estudios,  y no ya básicos, sino incluso superiores.

Yo siempre estuve y estaré muy agradecido, hasta el punto de que me sentí en el deber ―y gustoso y agradecido de ello― de de compartir mis conocimientos con las gentes del campo, que tanto se sacrificaron por arrancar los productos de la tierra para nuestro disfrute y bienestar. Y puedo asegurarles que la cara que ponían al aprender a escribir o leer una nueva letra era semejante a la que yo veía reflejada en sus rostros cuando comprobaban que, conforme se iba aproximando la época de la recogida, los olivos estaban cuajados de aceitunas bien gordas.