
180. El molocotonero de Yu Huang
En un monasterio de unas lejanas montañas Chinas un viejo maestro sembró una humilde semilla de melocotonero. Todos los templos y edificios del monasterio, así como su huerto, estaban ubicados en los jardines mágicos del palacio del poderoso emperador Yu Huang.
El anciano Pu Ling cuidaba con esmero del pequeño frutal y sentado su lado, en un destartalado taburete de madera, pasaba las tardes leyendo y meditando. Como sucedía a menudo a los hombres de su edad, el tiempo de meditación algunos días se transformaba en una placentera siesta y otros, en cambio, terminaba siendo el momento en el que recordaba historias y cuentos de su niñez, que las más de las veces balbuceaba a media voz.
Curioso como todos los árboles, el pequeño melocotonero escuchaba atento las narraciones pausadas de Pu Ling y en esos atardeceres lentos en los que el tiempo parecía ralentizarse y la savia fluir perezosa, en esas tardes rosadas, el árbol también se dejaba llevar por sus pensamientos y soñaba con las historias de su maestro:
“En lugar muy, muy lejano hay unos árboles que crecen en los suelos más pobres pero que llegan a cubrir hasta los cerros más altos donde la vista se pierde”
Y estación tras estación el árbol crecía y se hacía más hermoso mientras escuchaba las letanías que relataba el anciano maestro:
“En un lugar a muchas leguas de aquí hay unos árboles con flores modestas en su copa pero que saben dibujar flores en el interior de su madera”
Y año tras año el melocotonero se hacía más fuerte y vistoso. Había ganado altura y su copa de bonitas hojas verdes había adquirido gran frondosidad. Su sombra aliviaba el calor en el verano y dejaba pasar los tibios rayos de sol en el invierno. El maestro, sentado en su pequeño banco, se recostaba contra su tronco y hablaba mientras el árbol, mirando de reojo, seguía atento escuchando la débil voz que contaba historias que hablaban de mucho más allá de las montañas:
“En un lugar muy lejano hay unos árboles a los que ni el duro sol ni la sequía hacen perder sus hojas pero estos árboles dan pequeñas frutas ásperas y negras que los hombres saben convertir en luz”
En su interior cada palabra de estas historias le perforaba como las termitas que socaban la madera, como los insectos que muerden las hojas.
Así era el melocotonero del jardín de Yu Huang, un árbol frondoso que cada mil años daba unas hermosas floras rosas, de un color tan intenso como el del atardecer. Y de esas flores salían los frutos más dulces, de un color sólo comparable al reflejo del sol en las montañas.
Los melocotoneros mágicos de Yu Huang viven casi una eternidad y tienen mucho tiempo para pensar. Así la duda sobre la existencia de los árboles prodigiosos de los que hablaba el maestro crecía tanto como su curiosidad, incluso como su envidia. No escuchaba historias que alabasen su fronda o la música que el viento hacia sonar en sus ramas. No había leyendas sobre las mariposas que acudían a sus flores y no entendía qué vieron otros en esos árboles que no tenían comparación con él. ¿Sería verdad lo que se decía en los viejos cuentos del monasterio? De ser así él deseaba verlo con sus propios ojos y compararse. ¿Serían acaso sus frutos menos valiosos o sus flores menos coloridas? De este modo un extraño sentimiento fue anidando entre sus ramas.
El tiempo pasaba de mil en mil años de flores y frutos hasta que un día, después de la celebración del Festival de los Melocotones, tomó una decisión. Esa noche, a hurtadillas, sacó con mucho cuidado sus raíces del jardín y con un ligero balanceo de las hojas, a modo de despedida, simuló una reverencia hacia su maestro y partió hacia oeste intentando no hacer ruido.
Caminó siempre de noche sobre las puntas de sus raíces y se ocultó de día escondido entre otros árboles. Cruzó montañas y planicies, bosques y ríos. Bebió por sus raíces de mil aguas diferentes y respiró mil aires por los poros de sus hojas mirando siempre al horizonte donde se ocultaba el sol.
Había pasado muchas jornadas caminando, tirando de sus raíces cuando se enganchaban en la maleza del camino o se hundían en el barro pegajoso de sendas mal cuidadas. Había tenido que sacudir muchas veces sus ramas para quitarse el polvo de las inmensas estepas y para refrescarse las noches de calor cuando finalmente llegó al país donde se termina la tierra hacia el oeste.
Esa noche enterró de nuevo sus raíces en la tierra. Con cuidado fue introduciendo los ápices más y más profundamente. Notó cómo el suelo cálido envolvía su alma de madera y una extraña sensación de placidez le envolvió. Esa sensación le trajo a su memoria los recuerdos de los jóvenes aprendices cuando por primera vez hundían sus dedos en la pasta de requesón y con esos pensamientos se quedó completamente dormido.
Fue una noche serena en la que durmió tranquilo hasta que el frescor del amanecer le despertó. Abrió los ojos cuando el horizonte todavía apenas es una fina línea que separa los sueños de la realidad. La incipiente claridad le permitió vislumbrar una inabarcable sucesión de manchas verdes que se extendían hasta el límite de su vista y que empezaban a destacar sobre un paisaje ocre. Cuando su visión se fue adaptando a la escasa luz aquellas manchas verdes comenzaron a perfilarse mejor. Sólo en ese momento supo que había llegado.
Tal y como muchas veces había escuchado contar al viejo maestro, delante de él una cantidad casi infinita de arboles se extendía hasta donde podía alcanzar con su mirada. Hileras y más hileras de árboles, en perfecta alineación, cubrían las llanadas y trepaban en busca de los cerros más escarpados. No le llamó tanto la atención la profusión de árboles como su orden matemático. Al fin y al cabo, él ya había visto antes muchos bosques inmensos pero aquí, hacia los 4 puntos cardinales, se repetía la sucesión de troncos y ramas con perfección militar. Tal era el orden de esta formación árboles soldados que hubiese causado envidia a los más experimentados generales del emperador Yu Huang.
Todavía confuso por lo que veía delante de sus ojos sintió la necesidad de acercarse a los ejemplares más próximos. Ya sin recato, avanzó. Bombeó toda su savia hacia las hojas de sus ramas, se hinchó cuanto pudo y caminó balanceándose ligeramente sin preocuparse, siquiera, por enterrar un palmo su raíz. Su altura era mayor a la del resto de los árboles, que casi no llegaban a tocar sus ramas más bajas. Sintiéndose superior dada su taya y verdor, con cierto engreimiento, saludó y se presentó anunciando que provenía de la lejana China, del lugar donde crecen los melocotoneros mágicos. Con su curiosidad insaciable preguntó y una y otra vez, queriendo saber qué había de verdad en las narraciones que había escuchado.
Los árboles a los que se dirigió lo miraban con sorpresa. Vio que sus troncos no crecían rectos como el suyo. Parecían resistirse a crecer hacia el cielo y se retorcían en lo que parecía un gesto doloroso. Hubiese jurado que estos árboles querían crecer hacia el centro de la tierra. Sus hojas pequeñas y de color apagado no tenían parangón con el verdor que exhibían las suyas ni con la suavidad de su aterciopelada textura. Cuanto preguntaba le era respondido. Aunque pareciesen árboles cabizbajos, siempre recibía respuestas pausadas con un tono ronco pero amable.
Preguntó sobre todas las cosas que había escuchado contar y en especial quiso saber sobre el misterio de sus frutos oscuros. Los árboles más jóvenes, aunque todavía inexpertos en esto de dar frutos, le relataron cómo sus mayores explicaban que los hombres, armados con varas, pegaban en las ramas hasta hacerles llorar y que cada lágrima se convertía en una pequeña. baya. Los frutos se prensaban en los pueblos para obtener una preciada esencia y entonces todos los campos y ciudades se envolvían en un olor especial. La brisa empujaba ese aroma espeso por todos los rincones para devolvérselo a los árboles y aplacar su llanto.
Avanzaba el día y un implacable sol se desparramaba sobre cielo y tierra.
Vio el melocotonero un tronco retorcido, arrodillado. Cada curva, cada bulto, cada cicatriz de la corteza delataba su avanzada edad. Los nudos donde unía sus raíces al tronco cubrían tanto espacio que las ramas casi no alcanzaban a sombrearlo. Parecía un tronco de cera oscura que se fundía por el tórrido calor.
“No recuerdo la edad que tengo”, dijo, “pero seguro que he visto pasar tantos inviernos como leguas mide el jardín de Yu Huang”
Así descubrió que algunos de estos árboles, aunque no fuesen tan longevos como los melocotoneros mágicos, también llegaban a vivir mil años.
Ya solo había un secreto que le faltaba por descubrir. Se acercó hasta poder acariciar las duras hojas y sentir la aspereza de la corteza. Susurrando el melocotonero habló primero de sus preciosas flores rosas que se agrupaban en ramilletes cada mil primaveras pero lo cierto es que quería saber más sobre la extrañísima historia de las flores dibujadas en madera.
El viejo árbol sonrió. Lentamente apartó algunas de sus ramas más bajas. Con un crujido de madera quebrada fue ampliando una oquedad en su reseca corteza para poder mostrar el misterio que guardaba en su interior. Tras un quejido seco el viejo árbol se partió para siempre en dos.
Ya sin dudas y más sabio, se dio cuenta el melocotonero que sus hojas se habían retorcido y que los bordes comenzaban a secarse. Había olvidado que sus raíces no estaban bajo tierra y el fuerte sol había comenzado a secar las hojas. Intentó enterrar de nuevo sus raíces pero el suelo era duro y apenas tenía ya fuerza para arañar la tierra. El sol dañaba su copa tanto que notó cómo sus hojas se endurecían y disminuían en tamaño. Se quiso esconder y agrandó la base de su tronco. ¿Cómo era posible que él, un melocotonero mágico, hubiese olvidado que necesitaba hundir sus raíces para no morir de sed? Agachó su cabeza en un gesto de vergüenza y desesperación. Entonces vio que su madera clara empezaba a vetearse. Marcas oscuras y claras danzaban en sus fibras dibujando patrones increíbles que se asemejaban a flores. Y así se secó.
Esta historia se contaba en un monasterio de unas lejanas montañas Chinas, y la historia terminaba siempre con la misma frase: “Así fue que como por primera vez un melocotonero mágico se convirtió en olivo.”