179. La decisión

Azul oscuro

Mi vida es una noche de invierno que no acaba nunca.

Las cosas, como son: si el amor me regalara sus abrazos o mis jornadas laborales me resultaran gratas, no estaría escribiendo estas meditaciones. Si el miedo no habitara en cada célula de mi cuerpo, no estaría escribiendo estas meditaciones. Si fuera una persona decidida, si no reflexionara profundamente sobre cada paso que voy a dar en la vida, no estaría escribiendo estas meditaciones.

En un avión, camino de España.

Ya me he presentado pues: soy un hombre miedoso y cuya vida es de color gris tormenta. Mi nombre no importa.

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Hace meses que el recuerdo del olivo de mi abuelo Pepe me acosa. A cualquier hora y en cualquier lugar. Despierto y dormido. En casa, en el trabajo, y en mi restaurante favorito, donde a menudo voy a devorar hamburguesas exóticas y monstruosas. Me visualizo sentado entre sus tres pies, puesta la mirada en su copa verdiplata. Como antaño hacía. Recuerdo la luz de Andalucía filtrarse con decisión entre la ramas. Esa mirada cálida de la naturaleza. Una luz casi hipnótica.

En realidad, todos los olivos de la finca eran de mi abuelo Pepe. Y los frutales. Y los campos de cereal. Pero ese olivo siempre ha sido el del abuelo Pepe para toda la familia, porque era su olivo favorito.

De adolescente me refugiaba bajo su copa cuando necesitaba reflexionar sobre mi vida, y buscar respuestas a las preguntas que me hacía, consuelo para mis cuitas de adolescente enamoradizo o inspiración para tomar decisiones. Como si sus ramas fueran antenas que permitieran conectar con algún ser superior sabio y benevolente dispuesto a escucharme y ayudarme.

No podría contabilizar las veces que lloré abrazado a uno de sus pies tras una regañina de mi madre o que me lamenté de mi suerte. O que escribí versos que aún conservo, transido de impotencia, por no haberme atrevido a pedirle una cita a la chica que me gustaba. Ni las que rogué a Dios que me concediera el don de la vocación religiosa, y no una vocación cualquiera, sino la de monje o fraile, para escapar de los desengaños que sufría viviendo en el siglo, como se decía antiguamente.

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La zona de confort (del inglés, comfort zone) es un estado psicológico en el que una persona se siente tranquila y segura, sin miedos ni ansiedad. En esa etapa mantiene una misma rutina, no asume nuevos retos y, por lo tanto, su desarrollo personal e estanca.

Cuando este estado mental de seguridad se mantiene por tiempos prolongados, genera consecuencias negativas como la pérdida de motivación, la apatía, la monotonía y el desgaste.

La zona de confort se termina convirtiendo en la excusa por la cual una persona no se arriesga, no hace nada y, finalmente, no vive. En su lugar, opta por un ansiedad neutral que le permita tener un rendimiento constante, pero lejos de la incertidumbre.

Yo describo la zona de confort como un paraíso de cartón piedra poblado de sombras, donde uno se alimenta de bombones rellenos de miedo.

La definción que he copiado de internet afirma que quien vive en su zona de confort no tiene miedos ni ansiedad. Yo en cambio sufro miedo y ansiedad: miedo de estar tirando mi vida a la basura y ansiedad nacida de la necesidad de hacer algo para corregir el rumbo. ¿Vivo pues en mi zona de confort?

Me hice esta pregunta hace tiempo, y tras reflexionar sobre ella, concluí que no vivo en mi zona de confort, sino en su frontera, donde me he instalado porque no me atrevo a alejarme.

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El olivo de mi abuelo Pepe se erguía majestuoso en mitad de una suave ladera rodeado de olivos más jóvenes. Semejaba un padre paseando a sus hijos por el campo. Durante el día desafiaba al sol con sus poderosas ramas y en la noche acariciaba a la luna con la ayuda de la brisa.

Desde la ventana de mi habitación podía verlo en lontananza.

El cortijo propiedad de mi familia era una suerte de fortaleza blanca, o al menos así lo veía yo con mis ojos de adolescente apasionado por la lectura. Disponía de un patio de labores/armas, cocherones/cuadras y almacenes/armerías y un caserón/torre de homenaje. En su esquina sureste se alzaba un torreón cuadrado al que que nos encantaba a mis hermanos y a mí subir para jugar a las batallas medievales.

He de reconocer que tuve una infancia feliz. Mis hermanos y yo pasábamos el curso en Madrid con mis padres y los veranos en el cortijo con mis abuelos. Mis primos de Valencia, Málaga y Santander hacían los mismo. Mis padres y mis tíos venían cuando sus vacaciones se lo permitían.

Quien de niño no ha pasado un verano en el pueblo de sus abuelos, no ha vivido un verano de verdad. La nostalgia aflora en mí cuando me sobrevienen entremezclados los recuerdos de aquellos veranos. El olor de las tostadas recién hechas al fuego, la figura de mi abuelo con la cara embadurnada de jabón afeitándose en una palangana, las correrías con la bici con mis primos y los amigos del pueblo, los baños en la alberca, las excursiones al pueblo para comprar chucherías y jugar al fútbol. Los días parecían eternos. Las siestas, más eternas todavía. Las pasábamos en el jardín de la tatarabuela María, aledaño al cortijo, a la sombra de los árboles y a la vera de un pilar recubierto de verdín. Ahora mismo estoy oyendo el enloquecedor estridular de las chicharras. Ha quedado grabado en mi cerebro de por vida.

Teníamos prohibido bañarnos, por la digesión, e irnos con las bicis, por el calor. También teníamos prohibido hacer el más mínimo ruido por lo menos hasta las siete de la tarde, para no despertar a los mayores de su siesta. Y prohibidísimo entrar en el caserón durante esas horas, no sólo por el ruido que pudiéramos hacer, sino porque mi abuela no quería que moviésemos ni un sólo cojín de los sofás. So pena de fuerte reprimenda.

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Durante mucho tiempo me he preguntado por qué me doctoré en derecho internacional. También me he respondido: porque eres imbécil, querido.

En psicología, la compensación es una estrategia mediante la cual se encubren consciente o inconscientemente debilidades, frustraciones, deseos o sentimientos de insuficiencia o incompetencia en un área de la vida a través de la gratificación o (el deseo de alcanzar) la excelencia en otra área. La compensación puede encubrir deficiencias reales o imaginarias y la inferioridad personal o física. Las compensaciones positivas pueden ayudar a una persona a superar sus dificultades. Por otro lado, las compensaciones negativas no lo hacen, lo que resulta en un reforzamiento del sentimiento de inferioridad.

He aquí la respuesta correcta.

¿Qué mejor que doctorarme en derecho para demostrar que valía mucho más que el adolescente acomplejado y tímido que al menor contratiempo se refugiaba entre los pies de un olivo a lamentarse, llorar o a escribir versos malos y ñoños?

Pretendía trabajar en EEUU tras acabar la carrera y el doctorado gracias a un contacto de mis padres. Ya me veía volviendo al pueblo cuando trabajara en uno de esos bufetes de nombres rimbombantes que encadenan varios apellidos extranjeros: Arch&Roy, Silver&White&Daniels. Los amigos me envidiarían en el pueblo y las chicas caerían rendidas a mis pies.

Esto último no me había ocurrido nunca. Siempre que he triunfado con una chica, lo he conseguido a base de pico y pala y ayudado por algún golpe de suerte. Así conseguí conquistar a mi esposa.

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Quince años hace que no me siento entre los firmes pies del olivo de mi abuelo. Aquella tarde, sus hojas de orfebrería mecidas por el viento me susurraron que no volviera al pueblo.

En esa última visita lloré mi mala suerte en el amor. Ángeles, la de los ojos como turmalinas negras y los labios finos como un retal de seda, había cerrado su puerta a mis pretensiones. De forma inesperada, pues todas las señales que me había enviado ―miradas inquisitivas, sonrisas aprobadoras, contactos físicos fugaces― me hacían pensar que al menos estaba entreabierta.

Dije adiós a su nariz respingona antes de haberla besado y a las dunas de sus caderas antes de haberlas recorrido con mis manos.

Por supuesto, escuché el consejo del olivo: decidí que no volvería al pueblo. Lo hice mientras recogía de la tierra los trozos de mi corazón.

Empleé el verano siguiente entre vaguear en el chalet que unos tíos míos tenían en Fuengirola y un viaje por interraíl con mis amigos. En octubre comencé a estudiar derecho, y mi vida cambió. Nuevas costumbres, nuevos amigos. Ni se me pasó por la cabeza ir al cortijo durante los siguientes veranos, no sólo por mi determinación de no hacerlo, ni porque consideraba el lugar contaminado por los recuerdos/radiactividad de Ángeles, sino porque tenía planes mucho más interesantes. Ya no volví a recorrer aquellso campos en bici con mis primos, ni a jugar al fútbol con los chavales del pueblo. A mis abuelos, hasta que murieron, los visité en su residencia invernal, en Jaén.

No sólo procuré no acortar la distancia física que me separaba de ella, sino que algunos años después, tal y como me había propuesto, puse un océano de por medio. Como si cada kilómetro y cada milla tuvieran la propiedad de borrar de mi mente un fragmento de los recuerdos que guardaba contra mi voluntad.

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Sísifo tendría que llamarme, pues mi vida parece la suya.

Cada día recorro diez kilómetros en coche desde mi casa de película americana ―alquilada― hasta el bufete, en pleno down town. Cada día tengo reuniones con clientes y compañeros de trabajo, y vistas en diferentes cortes de justicia. Cada día como alguna guarrería sobre la marcha.

Cada día regreso a casa por la tarde, o por la noche, más triste, más cansado y más viejo que el día anterior.

Cada día me acuesto junto a una mujer a la que ya no amo.

Sé que escribo razonablemente bien. Me lo han asegurado personas con criterio. Mis textos gustan mucho y he ganado un par de premios. Humildes, eso sí.

Quiero decir que escribo razonablemente bien novelas y relatos, no esta especie de diario que no tiene otra finalidad que la de aliviar la presión que siento en mi alma. Escribir sobre la marcha durante un viaje no es lo ideal para mí.

No obstante, acabo de releer estas notas, y me he dado cuenta de que, puestas en orden, podrían constituir un relato. Creo que lo haré, aunque no le interese a nadie.

A lo que iba: ¿cómo describir la libertad absoluta que siento cuando escribo? Dicen las personas que han vivido un cierto tipo de ECM ―Experiencia Cercana a la Muerte― que ven desde arriba su propio cuerpo y lo que ocurre alrededor, que son invadidos por una gran paz y que cuando son conscientes de que tienen que regresar a su envoltura física, no quieren. Al hacerlo, vuelven a sentir el dolor físico y también los sentimientos negativos que tenían antes de la experiencia.

Algo así es lo que siento cuando escribo y cuando tengo que dejar de hacerlo para atender a mis obligaciones.

Me imagino viviendo de la literatura en una casita humilde y acogedora. Junto al mar, en un pueblo de pescadores. Escribo cada mañana, cada tarde paseo por la playa y antes de cenar me tomo un chato con los lugareños en un bar guindilla pequeño y cutre mientras observo a los turistas que vienen a mendigar libertad durante unos días al lugar en que yo disfruto todo el tiempo.

Para alcanzar este sueño necesito renunciar a los pilares que sostienen mi actual vida. Para empezar, a una carrera laboral en el que empiezo a estar reconocido, y a un sueldo que empieza a ser interesante. Para constinuar, a una esposa con la que no quiero seguir casado, a la que voy a decepcionar, y que se va a quedar con la mitad de nuestros magros ahorros tras el divorcio. Y para terminar, a nuestros amigos de Boston.

Renunciar a la carrera es lo que menos costaría. Al fin y al cabo ya no necesito ser un abogado de éxito para sentirme seguro. Con la literatura me bastaría, si fuera capaz de vivir de ella.

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Nunca me han gustado los aeropuertos. Me parecen lugares impersonales en donde todo el mundo está de paso.. No creo que nadie tenga apego por ellos, salvo los pobres sintecho que en ellos se refugian en defensa propia. A veces, cuando estoy en uno ―porque no me queda más remedio―, me fijo en algunas personas concretas. La casualidad nos ha hecho coincidir en el mismo sitio y ya nunca más volveremos a estar más cerca que en esos momentos. Entonces me hago preguntas: ¿Dónde vivirá? ¿Cómo habrá sido su vida? ¿Cómo será en el futuro? ¿Cuándo y cómo morirá? Estos encuentros me recuerdan que como individuos somos insignificantes y que hay unos cuantos miles de millones de yoes en este planeta. Que no debo tomarme tan en serio la vida.

Apenas me separan tres horas y media de coche para llegar a mi destino. Estoy nervioso. Normal, son muchos años sin visitar al olivo.

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Miedo:

1. Sensación de angustia provocada por la presencia de un peligro real o imaginario.

2. Sentimiento de desconfianza que impulsa a creer que ocurrirá un hecho contrario a lo que se desea.

¿Qué ocurre si no consigo triunfar? ¿Cómo podré comer cada día? ¿Cómo compraré o alquilaré esa casita junto al mar? ¿Con qué cara me presentaré ante mi familia y mis amigos con una mano delante y otra detrás después de haber dejado un trabajo que ellos consideran de categoría?

En Economía y Teoría de la decisión, la aversión a la pérdia se refiere a la fuerte tendencia de la gente a preferir evitar pérdidas monetarias antes que conseguir ganancias monetarias equivalentes: Las pérdidas pesan mucho más que las ganancias.

No hay duda de que padezco avesión a la pérdida.

He intentado racionalizar mis miedos para atreverme a tomar la decisión que quiero tomar. Está todo en mi cabeza, me repito. No va a ocurrir nada de lo que vaticinas. Sabes escribir bien, y tienes contactos en el mundo editorial. Vas a vender libros. No vas tener que pedir ayuda a tu familia, y mucho menos a verte empujando un carrito de la compra por la calle. Conocerás a otras mujeres. Harás nuevos amigos. Sólo es cuestión de que te pongas a ello.

Pero he fracasado.

Desde luego, quien invente una pastilla para eliminar de raíz el miedo se hará millonario.

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Son las once de la mañana. Apenas dormí dos horas anoche en el avión, pero no me siento cansado. La proximidad del momento en que me sentaré a los pies del olivo de mi abuelo Pepe estimula a mi cerebro a producir alguna sustancia cuyos efectos son que no siento el cansancio, que tengo constantemente ganas de orinar y que una especie de globo se ha inflado en mi estómgo.

Me he visto obligado a detenerme por tercera vez para ir al servicio. En esta ocasión he decidido aprovechar para tomar un café y sobre todo, escribir.

El coche que he alquilado me ha permitido viajar a más de 150 km/h sin notar la más mínima sensación de peligro. Los campos de La Mancha han quedado atrás en un visto y no visto. Dentro de pocos kilómetros entraré en Andalucía.

A veces pienso que ya he tomado la decisión y que no voy a hacer otra cosa que corroborarla al pie del olivo: dejo atrás mi vida y EEUU, y me dedico a escribir a tiempo completo. Sin embargo, en otras ocasiones, las más, siento que todavía no la he tomado, y que lo haré al amparo de su copa, como antaño, al igual que allí decidí declararme a Ángeles, no volver al pueblo, ni al cortijo, y estudiar derecho. Decisión ésta que fue correcta, pues por aquel entonces la escritura no estaba entre mis planes. La pasión por escribir me sobrevino después.

Así pues, allí decidiré qué camino seguir en la vida. Estoy seguro de que la que tome, será una buena decisión.

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No doy crédito a lo ocurrido.

No sé cómo calmar el dolor que lacera todo mi ser.

Tampoco sé cómo gestionar la situación en que me encuentro.

Una autovía pasa exactamente por donde se erguía el olivo de mi abuelo Pepe. Dos horribles cintas grises han abierto una trinchera en la ladera justo en ese punto y han aplastado la belleza del lugar.

No puedo creer que nadie me haya dicho nada.

He pasado unos minutos terribles e interminables tras descubrir esta desgracia. Me he desorientado. No me lo explico, pero ha ocurrido. Me he desorientado, sin duda.

De inmediato me he encaminado hacia el cortijo para buscar desde allí el olivo. Mas, de camino he recordado aquel cerro, aquella casa, la cinta de sauces que escoltan al arroyo chico y otros hitos Todo estaba en su sitio, no me había desorientado. Simplemente, el olivo no estaba. Había desaparecido, y con él una parte importante de mi vida. Así, sin más.

Me pregunto si alguien en el aeropuerto se ha hecho las mismas preguntas que me hago yo, pero conmigo como protagonista. Es imposible que esta persona imaginara esta situación. Tampoco podría imaginarse mi futuro. Un futuro que ni yo mismo conozco, pues no sé qué voy a hacer con mi vida.

¿Cómo podría saberlo? Ahora no tengo dónde tomar una decisión.