177. Bronce y sueño
Es irrebatible que el cuerpo y alma humanos son capaces de albergar recuerdos, por pequeños que sean. Si uno cierra los ojos y le da alas a su imaginación podrá posiblemente reconocerse en momentos marcados, a lo mejor, por caricias, miradas e incluso, palabras. Esto nos hace especiales pues los instantes, personas y lugares que ocupan los recovecos de nuestro espíritu nos dan lo más característico de cada uno de nosotros: la identidad.
Sin embargo, si históricamente hablando hemos pecado de algo ha sido, sin lugar a dudas, de soberbia. Nos hemos otorgado la legitimidad de determinar la magnitud y relevancia de todas las cosas, de aquellas que están en la tierra, como en el cielo. Así, en base a nuestra percepción se ha establecido un orden.
Por ejemplo, hemos concluido que la más ostentosa de las catedrales es un mejor sendero hacia la divinidad que una rústica ermita. Exactamente de la misma manera, se ha razonado que el águila es magnífica, pero un vencejo es insignificante y no tendría nada que hacer ante el vuelo de la rapaz. De esta forma, concatenando dicha serie de ideas superficiales, el humano se ha autoproclamado señor de todo el orbe presuponiendo que aquello que le hace especial también le vuelve único. No obstante, ¿y si la Tierra tiene memoria?
Quizás Ella que nos cuida y alimenta desde el inicio de los tiempos es también capaz de recordar a todas sus criaturas. Tal vez Ella materializa en sí misma, en sus maravillas, todo lo que bajo nuestra mirada resulta un pormenor. Puede que la identidad que nos representa, que nos distingue a unos de otros haciéndonos irrepetibles, no sea sino una sutil mimesis de este fascinante mundo que nos rodea. Al fin y al cabo, la naturaleza está repleta de pequeñas particularidades. Particularidades poseedoras de un ánima casi mágica.
En esta vida salvaje nuestro entorno en su totalidad, atesora una esencia propia. Desde el más magno de los brotes hasta el más diminuto fruto. Precisamente, un roble centenario es igualmente capaz de amparar en sus entrañas lo mismo que una oliva en su hueso.
Pues a pesar de su aparente trivialidad este fruto aúna en torno a sí la historia de miles de años, miles de años de historias…
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Hace doce mil años que se comenzó a trabajar el suelo; ya son, aproximadamente, ocho mil desde que surgió el cultivo del olivo. Nuestros ancestros no tardaron en darse cuenta de la divinidad que reside tanto en el árbol, como en los productos que germinan en él. Asimismo, descubrieron el oro que manaban estos últimos; con ello, paralelamente al cultivo se desarrolló el culto.
La mitificación de este vegetal es arcaica, ha recorrido los confines de los tiempos acompañando a las más prestigiosas civilizaciones. Sociedades como la egipcia, la fenicia o la griega lo han empleado para nutrirse de él. Además, las religiones abrahámicas lo han reconocido como venerable.
Es decir, puede uno visualizar un aura mística en derredor del mencionado árbol y de su vástago, la oliva. Al fin y al cabo, es de buen gusto fantasear con faraonas que empleaban aceite en sus cosméticos. Es suculento soñar con Atenea, quien eligió obsequiar al pueblo de Cécrope con un ejemplar de esta planta ganándose así el corazón de sus habitantes (a quienes conocemos hoy por hoy como atenienses gracias al gesto).
Para los más religiosos, imagino, ha de ser igual de gratificante poder consumir en su día a día la cosecha del huerto de Getsemaní, donde oraba El Nazareno. Así como ver que el emblema de la paz es el ave que le notificó al patriarca Noé el fin del diluvio, portando en su pico una rama de nuestro enraizado protagonista. De igual manera, alumbrar las sacras mezquitas con candelas de combustible dorado logrando ver en sus halos al mismo Dios resultará magnífico.
Mas la Tierra no comprende ni de orientes ni occidentes; no distingue a faraones de esclavos, en su equilibrio todos ellos tienen su función. Los sustenta por igual concediéndoles su plenitud, donándoles sus manjares y joyas.
La natura no excluye de su memoria a ninguno de sus retoños. Por esa razón retiene las faces de quienes la honraron.
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En su reminiscencia trascienden de igual manera los muertos de los sarcófagos y los pobres de las cuevas que se fueron a la muerte con la humilde guía de una vela hecha con agua y aceite.
No le importan los patrones, sí las aceituneras. Con los cantares, las jotas, el repicar de las castañuelas; las coplas a sus amores para alegrar la jornada hasta en momentos de dolores de corazón o de espalda.
De los trajes harapientos, del esparto desgastado por las piedras. De los trabajadores que sufrieron abusos por tener pan en su mesa. De todos y cada uno, de todos ellos se acuerda.
Acompañó en su lucha a las temporeras negras, a las de España y Marruecos a las de cara descompuesta. “Pues el niño tose mucho, el fin de mes no llega, saca muy malas notas, no puedo llevarle a la escuela…”
Escuchó con paciencia las plegarias jornaleras, las misivas a San Sebastián o a la Virgen de la Cabeza pidiendo bendiciones, protección, opulencia. Las contestó con mimo en las abundantes cosechas.
La sangre vertida de los prisioneros. La de Leonisa, Gabina, Rosario, Victoria, Francisca, María, Guadalupe y las dos Josefas. La sangre de los asesinados en nombre de la guerra la tiene en un relicario en el núcleo de la tierra.
Identifica a los pastorcillos moradores de la sierra, a los aldeanos, maestros, repudiadas madres solteras. Calló los secretos de pasiones que se dieron en las parcelas en el silencio de las noches sin Luna y sin estrellas.
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Sostengo firmemente las creencias de las que os hablo. Pues la narrativa sobre la cultura del olivar no reside únicamente en templos sagrados de dimensiones colosales, ni en la hermenéutica o teología.
La cultura del olivar es la congregación de las costumbres y tradiciones de las gentes que han trabajado el campo con el sudor de sus frentes. También es parte de quienes han convertido el paisaje en un símbolo del folklore.
La cultura olivarera pertenece a los poetas, cantantes y pintores como corresponde a los labriegos analfabetos.
Oralmente o por escrito son infinitas las alusiones que encontramos en la música y la literatura a esta cuestión milenaria. Está presente el olivo en la pintura, en la heráldica, antroponimia…
Monet, Van Gogh, Picasso, apellidos que resuenan; pintaron sobre sus lienzos paisajes en referencia al tema. También habrá miles de bocetos hechos en las escuelas por niños que tienen talento para pintar con acuarela. Aunque estos no están a la venta, se hallan en el mejor museo: sujetos de dos imanes, colgando de su nevera.
Canciones atemporales que hacen plañir guitarras, como Camarón de la Isla cantando “La Tarara”. Mas un anciano cantando de su pueblo en la verbena, a la aceituna dedicando una copla tiene el mismo patrimonio; es igual de sincera.
Versos de Antonio Machado, estrofas de los mártires poetas: Miguel Hernández, García Lorca. También ellos le ofrecieron al olivar sus letras.
Así profetizó Hernández:
“Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
decidme en el alma: ¿quién,
quién levantó los olivos?
No los levantó la nada,
ni el dinero, ni el señor,
sino la tierra callada,
el trabajo y el sudor.”
Machado de esta manera:
¡Ciudades y caseríos
en la margen de los ríos,
en los pliegues de la sierra!…
¡Venga Dios a los hogares
y a las almas de esta tierra
de olivares y olivares!
El injustamente asesinado poeta granaíno colocó el olivo en su obra, sobre escenarios y libros. ¿Pueden imaginarlo? Escribiendo a la sombra de las hojas el Romancero Gitano, Bodas de Sangre…
Así se nos dirigió Lorca:
Por el olivar venían
bronce y sueño, los gitanos
las cabezas levantadas
y los ojos entornados.
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Habrá centenares de mujeres y hombres que jamás recordaremos que elaboraron cremas, hicieron candelas, recogieron cosechas, plantaron árboles, diseñaron técnicas de riego…
Puede que no seamos capaces de identificar de forma individual a cada persona que ha contribuido con este patrimonio. Pero ha de ser tarea de toda la comunidad reconocer la verdad en la historia.
¡Que se hable en los colegios de la importancia de la tierra! Que se les enseñen a los niños mariposas, perdices, especies oliveras.
Se les instruya en el respeto a los acentos de las aldeas, se les muestren las canciones que entonaban sus abuelas.
Para que la humanidad no vuelva a pecar de soberbia, para que se reconozca en la equilibrada naturaleza. Para que nadie se avergüence nunca de su cultura, que no reniegue de sus creencias, de sus apellidos o raíces. Ningún infante debe sentir modestia porque su tía o su madre trabajan de aceituneras.
No ocultemos las pinturas, retablos, leyendas; escudos, banderas, textos, teatros, poemas… saquemos a la luz cada eslabón de esta cadena. Sigamos creando cultura, no ha de quedar obsoleta.
Con Dios en vuestros hogares de ciudades o caseríos; os guarde la tierra callada, aceituneros altivos. Espero disfrutaran del relato, bronce y sueño me despido.