
176. El decorador
—Otra vez aquí… —musitó Miguel mirando a su alrededor—. Aunque he de admitir que es una estancia realmente acogedora.
A Miguel Cansino Almazarez le habían llevado allí obligado, pero prometió no resistirse más de la cuenta si se le permitía imponer un requisito: decorar él mismo la sala en la que cada semana debía pasar como mínimo una hora de su vida.
Su familia aceptó enseguida. ¿Qué menos se le podía conceder a uno de los grandes referentes españoles en el ámbito de la decoración? El dinero iba a salir de su bolsillo de todos modos, y aunque era cierto que su bolsillo no tenía fondo a la hora de transformar cualquier habitación inhóspita e insulsa en otra cálida y confortable, todo proyecto en el que se embarcaba —fuera por amor al arte o por trabajo— le servía para ganar más prestigio, un prestigio que se transformaba a su vez en más dinero, y eso significaba más dinero al que sus allegados podrían echarle el guante. Pero compartir sus ganancias le daba igual, pues su única preocupación era plasmar en la vida real todas las estancias que aparecían en su mente, y parecía que había conseguido ese objetivo con la habitación en la que se encontraba.
Miraba en todas direcciones complacido: paredes verde aceituna con un friso blanco adornado con molduras, una colocada a media altura para dividir los colores y el resto formando rectángulos separados de forma uniforme entre sí; suelo de madera de olivo centenario hecho tablones largos y anchos; una mesa de madera maciza pegada a la pared con un jarrón de porcelana lleno de ramas de arrayán y dos lámparas de mimbre para proporcionar una agradable fuente de luz indirecta. En el centro de la habitación colocó dos sillones con orejeras enfrentados entre sí, y como toque característico para plasmar su estilo, rompió la simetría colocando una almohada de plumas en el asiento más alejado de la puerta. Era importante que fuera una almohada y no un cojín, ya que siempre le gustaba generar una pizca de incertidumbre.
Su satisfacción duró poco. Todo estaba como debía estar salvo una de las paredes, que en vez de imitar a las otras tres estaba ocupada casi en su totalidad por un inmenso cristal en el que Miguel se podía ver reflejado con claridad. Enseguida se dio cuenta de que le daba más amplitud a la estancia, pero él no había pedido ese espejo.
—¡Eso no debería de estar ahí! —protestó señalando al enorme espejo que hasta ese momento se escondía a simple vista.
—Da más amplitud.
—Eso es… completamente cierto —admitió Miguel sacando una pequeña navaja suiza del bolsillo que se puso a manosear sin buscar abrirla—, pero no es lo que yo había pedido.
—¿Seguro?
A Miguel le entraron las dudas con esa simple pregunta.
—Estoy casi seguro de que no. Bueno, no sé. ¿Se encontraba ese espejo en el diseño? Diría que no, pero… no sabría decir.
»Ahora que lo mencionas sí que me suena, aunque no tiene mucho sentido que yo haya elegido algo así —se quedó pensativo, entrando en una especie de bucle—. ¿Lo hice?
Al otro lado de ese espejo, la doctora en psicología Silvia Laval observaba con atención mientras tomaba anotaciones desde un pequeño cuarto con una enorme lámpara de techo que proyectaba una luz mortecina.
Un hombre bajito con perilla y pelo negro casi rapado entró en el cuarto. Al acercarse a Silvia se quitó los cascos de música que llevaba.
—Hey doctora —saludó desviando la mirada hacia el cristal—. ¿Otra vez él?
—Sí, otra vez él —respondió ella irritada por la pregunta—. ¿No ves que es la sala tres? Solo él puede usar la sala tres.
—Entiendo. Oye, ¿y se sigue rayando con el espejo? —preguntó conteniendo la risa.
—Sí… —lamentó la doctora Laval—. Pero estamos consiguiendo avances.
—¿Avances? Permítame que lo dude —dijo con tono burlesco observando por el espejo—. Deja que entre yo y le espabilo en un segundo.
La doctora permaneció seria.
—Tú haz tu trabajo —ordenó secamente—. Tu turno no ha acabado aún.
—Sí, señora.
El hombre se puso de nuevo los cascos de música, aunque dejó el volumen silenciado y media oreja fuera. La sesión era mucho más interesante que cualquiera de las canciones de su lista de reproducción. De forma descarada, se quedó limpiando minuciosamente la misma mesa una y otra vez sin siquiera mirar por dónde pasaba la bayeta. La doctora era consciente que para él la vida de aquel paciente no era más que un entretenimiento, pero en un ataque de orgullo quería demostrar a ese empleado lo mucho que había progresado la clínica con el caso de Miguel.
Ambos empezaron a prestar atención en completo silencio.
—Bueno, ya está bien de quejarse —declaró Miguel en voz alta tras frotarse los ojos con las manos—. Seamos positivos. La habitación queda mucho mejor así. Yo le hubiese puesto un marco bonito de madera de nogal al espejo, pero tampoco queda mal empotrado en la pared. Cuanto más lo miras más parece inspirado en una sala de interrogatorios de la policía. Resulta de lo más original… —se acarició la barba pensativo hasta esbozar una sonrisa—. Sí, me gusta.
—A mí también.
—Pues ya somos dos —concluyó complacido.
—Genial, pero sabes que no es de decoración de lo que debes hablar.
—Está bien —concedió Miguel—. Supongo que debo hablar sobre por qué estoy aquí.
—Correcto.
Miguel se giró noventa grados en el sillón para echar las piernas sobre uno de los brazos y apoyar la espalda en el otro. Era la postura que veía más cómoda en ese momento.
—Para empezar, mi familia piensa que estoy loco por un tema absurdo —dijo mirando al techo pintado de blanco mientras buscaba alguna imperfección.
—Y tú no lo estás.
—No, espera un momento —repuso Miguel haciendo un gesto con la mano—. Estar loco, lo que se dice estar loco, sí que lo estoy.
—Sabes que no se debe usar esa palabra. No existe la gente loca, simplemente existe gente que se aparta de lo común o que simplemente necesita atención médica de la misma forma que la necesitaría alguien que se ha quemado ambas manos con aceite hirviendo y no puede curárselas por sí mismo.
Miguel desvió con pereza la mirada hacia el otro sillón durante un segundo y después retomó su análisis del techo. Una parte cercana a una de las esquinas estaba más oscura que el resto. Asumió que el pintor no había repasado bien esa zona.
—Eso es muy fácil decirlo —reprochó—. De todas formas, ese no es el problema…
»A mí no me importa que me tachen de loco, es más, me gusta. Mucha gente aprecia mi excentricismo. Lo que sí me importa —enfatizó—, es que me tachen de loco por el motivo equivocado. Eso sí que me pone de los nervios, y es precisamente lo que hace mi familia.
—Di por qué motivo tu familia cree que estás loco.
Antes de seguir, el decorador intentó sentarse correctamente en el sillón, pero en menos de un segundo cambió de parecer y volvió a reposar las piernas en uno de los brazos.
—Mi familia cree que tengo una obsesión enfermiza con el aceite de oliva, aunque a mi parecer son ellos los que no son capaces de apreciarlo lo suficiente —declaró acariciando de nuevo la navaja con las manos.
—Continúa.
—Yo no estoy obsesionado —prosiguió Miguel—, es solo que me gusta mucho. Para estar obsesionado con el aceite de oliva debería saber todo sobre él o al menos intentar saberlo, pero yo solo sé que me encanta usarlo. Por ejemplo, aparte del precio y el sabor, no sé cuál es la diferencia entre el aceite de oliva, el aceite de oliva virgen y el aceite de oliva virgen extra. Tampoco sé, por más veces que lo he buscado, cuál es la diferencia entre una aceituna y una oliva.
»Esa clase de cosas las sabría alguien «obsesionado», ¿no crees?
—Estoy de acuerdo.
—Yo simplemente sé valorar lo bueno que es este aceite con respecto al resto. No me baso en ningún hecho científico, por supuesto, sólo me baso en mi propia experiencia como andaluz que lo lleva usando desde siempre. Su sabor es único y espléndido, por lo que pocas cosas existen que se puedan cocinar y no mejoren con un chorrito de aceite, y lo mejor de todo… ¡Encima es sano! —exclamó entusiasmado mientras se levantaba del sillón por la emoción que sentía—. Y ya no es solo que sirva para cocinar, es que también…
»Por cierto, si te aburro me lo dices —comunicó interrumpiéndose a sí mismo—. A estas alturas ya estaría mi hermana resoplando.
—Eres incapaz de aburrirme. Continúa.
—Genial, pues como iba diciendo, las ventajas del aceite de oliva no acaban en sus usos culinarios —explicó Miguel—, sino que también sirve para hidratar la piel e incluso para cuidar el cuero cabelludo. Para esto último, basta con echar unas gotas en las raíces y masajear suavemente con la yema de los dedos durante cinco minutos justo antes de lavarte el pelo. Es cierto, mira qué brillo coge —dijo Miguel mientras agarraba uno de sus mechones castaños.
—Tienes toda la razón. Es un aceite fantástico.
—A mí parecer es el mejor aceite que existe en la Tierra. En la única ocasión en la que prefiero el aceite de girasol es a la hora de hacer mayonesa casera, y solo porque el sabor del aceite de oliva es capaz de eclipsar al resto de ingredientes; pero esa es únicamente la excepción que confirma la regla.
—Tienes toda la razón. Es un aceite fantástico.
—Perdona, ¿me estás dando la razón como a los locos? —protestó Miguel irritado. Apretaba con fuerza su navaja de color rojo—. Te dije que me pararas si te aburría.
—No te estoy dando la razón como a los locos. Te estoy dando la razón a secas. Continúa.
—Está bien. Una cualidad que también quiero resaltar del aceite de oliva es su belleza. Cuando estoy nervioso y hay mucha luz —empezó a sonreír—, me encanta acercarme a la cristalera del jardín y colocar encima de la mesa una garrafa de cristal llena de aceite. Los rayos de luz solar empiezan a reflejarse en él, formando un brillo dorado tan resplandeciente que es capaz de embelesarme hasta el punto de que la relajación es inevitable.
»Desde el momento en el que admiré tal espectáculo para la vista por primera vez, entiendo perfectamente por qué lo llaman «oro líquido».
—Tienes toda la razón. Es un aceite fantástico.
La ira invadió el cuerpo de Miguel: sus uñas se clavaban contra las palmas de sus manos, su respiración se aceleraba y los músculos de su cuello se tensionaban con agresividad. Con la mandíbula echada hacia delante y las cejas fruncidas, milagrosamente no estalló. En su lugar apareció una serenidad tan repentina que hasta detrás del espejo resultaba inquietante.
—Sabes, ya te he contado por qué mi familia se equivoca —dijo con suma tranquilidad mirando de reojo hacia el otro sillón—, pero no te he contado por qué pienso que efectivamente estoy loco.
—Muéstralo.
Con el pulgar y el dedo índice pellizcó la hoja de acero inoxidable de su navaja suiza para sacarla hacia fuera. El mecanismo con pivote funcionó con plena eficiencia, pues estaba bien lubricado con un aceite apto para la manipulación de alimentos y de densidad idónea: el de oliva.
Al otro lado del espejo, el hombre bajito se puso nervioso y dejó de fingir que limpiaba:
—Doctora, ¿no debería intervenir?
—No —respondió tajantemente—. Es muy importante que no entre nadie.
—Pero…
Miguel se acercó hacia el sillón con lentitud, agarrando con firmeza la navaja. Su rostro no mostraba signos de compasión. Había llegado la hora.
Sin pensarlo, dio una gran puñalada con la que hundió la totalidad de la hoja en su objetivo.
—Estoy loco porque soy capaz de escucharte —dijo justo antes de sacar violentamente la hoja de metal para volver a apuñalar a su objetivo múltiples veces—. ¡Sal de mi cabeza! ¡Yo no debería oírte! ¡Eres cruel conmigo!
Las plumas empezaron a volar por toda la habitación, cumpliéndose el peor temor del hombre que estaba detrás del espejo.
—Dijiste que habíais conseguido avances —reprochó el hombre—. Otra vez me toca buscar plumas debajo de los sillones…
—Y los hemos conseguido —aseveró ella satisfecha—. Ahora sabemos qué es capaz de relajarle cuando se pone nervioso. Puede que la próxima vez obtengamos más información relevante.
—Oh, ¡qué gran noticia! —exclamó sarcásticamente—. Aunque he de admitir que en algo tenía razón el paciente.
La doctora se giró interesada.
—¿En qué?
—Pues en que no tiene sentido que le tachen de loco porque le entusiasme el aceite de oliva.