171. La ciudad no es para mí

Juan Antonio Guerra Ruiz

 

I

Antes no vivía aquí, vivía mucho más lejos, el nombre del lugar seguramente no os dirá nada porque era una finca hermosa y tranquila en las inmediaciones de Antequera, Lomas de Noé.   No sé cuántos seríamos allí, pero éramos muchos, quizás dos mil, tres mil, no podría concretar.

He dicho que “era” una finca porque ahora aquel lugar debe estar muy cambiado, yo diría que estará irreconocible.   Antes de echarnos de allí, pusieron un cartel grande anunciando la construcción de viviendas unifamiliares; lo que todo el mundo conoce en estos tiempos como chalet adosados; que son adosados pero que dictan mucho de ser chalets.  Eran anuncios idílicos en grandes dimensiones, con niños sonrientes bañándose en las piscinas comunitarias, pistas de pádel donde muchachos atléticos ejercitan sus músculos de una forma lúdica y divertida. Y, como no, jardines, con césped y palmeras. Hasta un cocotero había en el anuncio que colocaron junto a la carretera. Solo les faltó poner el eslogan: Un mundo feliz, pero no se atrevieron o les daría un poco de reparo y en su lugar pusieron: El paraíso a su alcance, lo que dejaba en el aire la idea de felicidad y, claro, la propia idea de paraíso, que también es ambigua, ya se pueden imaginar; pero lo más importante para ellos, aparte de frases publicitarias, era que todo estaba vendido antes de nos echaran a nosotros, eso era lo importante. Una sola palabra:  dinero.

¡Con lo bien que estábamos allí! Pero ese es el inconveniente de vivir tan cerca de una población. Hubiera sido mejor haber vivido en un lugar muy aislado donde a nadie se le hubiera ocurrido la idea de construir casas o naves industriales.  Fue, de todas formas, una sorpresa tremenda, pues la verdad sea dicha, mientras vivíamos allí, cuando éramos jóvenes despreocupados, ni siquiera se nos pasaba por la cabeza la posibilidad de un traslado, ni en la más remota de las ensoñaciones se nos hubiera pasado por la mente la idea de un cambio de lugar. Ni tan siquiera los que siempre tuvieron una cabeza futurista pudieron vislumbrar un horizonte como el que nos esperaba, una catástrofe como la ocurrida en nuestra comunidad.

 

 

II

De la noche a la mañana sobrevino el caos. Máquinas por aquí y por allá, hombres pisoteando nuestras tierras provistos de aparatos para medir; gritos, ordenes, técnicos especialistas. En una semana estaba consumado el cambio: naturaleza por cemento. En poco más de tiempo ya estaba allanado el terreno y trazadas las calles, colocadas las grúas y las casetas de obra.    Ni siquiera tuvimos tiempo de llorar por nuestras tierras, ni siquiera tuvimos tiempo de despedirnos unos de otros. Me preguntaba por qué, qué estaba pasando para estar metido en esa pesadilla, pero no era tan difícil la explicación, aquellos terrenos, convertidos en urbanizables por las autoridades competentes, habían aumentado su valor unas quinientas veces y el dueño no pudo resistirse al abultamiento de su cuenta corriente. Se había criado allí con sus padres, había correteado entre los olivos y otros árboles cuando era niño y le gustaba aquello bastante, pero, ¡quién puede rechazar tanto dinero! Los sentimientos no se materializan en nada, en cambio, con el dinero se puede seguir acumulando riqueza. La fórmula era simple, aunque yo no la pudiera entender. Además, el dinero es poder y el poder lleva al dinero, eso era todo, por eso nos arrancaban de nuestro hogar de siempre. Nuestro futuro incierto era una realidad.

Yo había oído hablar del desarraigo y había oído contar historias sobre esos pueblos que han sido enterrados por las aguas de un embalse y sus habitantes han sido desperdigados sin compasión, sin tener en cuenta los vínculos afectivos que se crean entre las familias que pertenecen a ese lugar y ese paisaje.  Pero no me podía imaginar que a nosotros nos ocurriría lo mismo. Tenía constancia de historias de personas que habían muerto al poco tiempo de ser desalojados de sus viviendas aquejados de melancolía y de añoranza; males del alma que ningún médico es capaz de diagnosticar ni de curar.

Aquel día, el peor día de mi vida, no se me olvidará nunca, es como si me hubieran arrancado el alma y mi propia vida. Estaba sin fuerzas y me sentía morir a cada instante. Nos trasladaron de noche y recuerdo que al día siguiente me espabilaron los ruidos de los coches y de las máquinas excavadoras. Y sin mediar palabras, sin pedir opinión,  sin miramiento alguno,  me colocaron aquí y lo único positivo era que estaba vivo. Presentía una vida precaria, una vida sin calidad de vida, pero al menos, me dije, estoy vivo, otros no habrán tenido la misma suerte que yo. Pero todavía no había analizado las consecuencias del cambio, era solo la momentánea felicidad del que está en la cárcel y agradece estar vivo, aunque encerrado sin poder ejercer la voluntad ni poder decidir por su vida.

 

 

III

Estoy en un lugar horrible, apenas si se puede respirar, tampoco se puede descansar y el poco aire que nos llega es el de los tubos de escape de los coches y otros vehículos. El polvo contaminante se acumula en las hojas y en las ramas y casi nunca llueve.  Uno de mis compañeros dice que no hay que ser catastrofista, que por lo menos estamos vivos y podemos contarlo. Peor hubiera sido morir que es lo que le habrá ocurrido a la mayor parte de los nuestros. No estoy de acuerdo. Si yo hubiera muerto no tendría que estar pasando por esto. Además, me ahorraría el futuro que nos espera en los próximos años.  Estos tiempos de progreso y cambios tecnológicos van a convertir en inútiles muchas cosas maravillosas.  El campo se irá convirtiendo en algo desnaturalizado y los avances técnicos, la maquinaria digital, lo harán irreconocible. Cada día nuevas normas obligarán a los agricultores y ganaderos a cambiar su estilo de vida o desertar de las tierras y del ganado. Con el tiempo, sin que apenas nos demos cuenta, alimentos sintéticos irán desplazando a los que se cultivan en la naturaleza, la carne de laboratorio reemplazará a la carne criada de forma natural, la de toda la vida. Esto que nos ha ocurrido a nosotros no es nada comparado con lo que viene de camino.

¡Qué importan cien olivos, mil olivos… si se trata del progreso!

¡Qué importan cien olivos, mil olivos… si se trata del futuro!

 

 

 

 

 

IV

No quiero vivir más de este modo, sueño todos los días con mi vida anterior, añoro el campo, la tierra fértil, los pájaros que venían a mis ramas cada atardecer, los conejos y liebres correteando por allí con sus gazapos juguetones, las noches de luna llena iluminando la campiña; la tranquilidad de la madrugada, las alegrías y penas de los hombres al recoger las aceitunas y las frustraciones cuando estas escaseaban por la sequía.   Aquí las madrugadas son ruidosas y la luz es artificial. No me he adaptado a pesar del tiempo transcurrido.  No podré adaptarme.

No quiero seguir aquí, pero ni siquiera puedo dejar de alimentarme. Aunque decidiera dejar de comer hasta que me extinguiera, no puedo hacerlo, no tengo autonomía para eso. Las personas si pueden dejar de comer hasta la inanición. Si el cuerpo no recibe alimentos ni agua durante varios días llegará la muerte. También pueden declararse en huelga de hambre o incluso pedir la eutanasia voluntaria cuando tienen una enfermedad incurable, pero ¿y nosotros?, a nosotros nos están vetada esas dos fórmulas para poder desaparecer. Nos tenemos que conformar con el rol que se nos ha asignado y así, sin rechistar, pasar la vida un día tras otro, en una ciudad a la que no quieres, en un lugar inapropiado para la vida de un olivo. Muchos tienen la idea descabellada que donde hay tierra se puede plantar cualquier cosa. Una planta reproductora convertida en ornamental es lo más parecido a un crimen. Es como si a un hombre o a una mujer la desposeyeran de su capacidad de trabajo, de su iniciativa y los colocaran en un escaparate sustituyendo a los maniquíes o hicieran las veces de estatuas en los parques sustituyendo a las propias estatuas.

Estoy triste, estoy aburrido, encima mis dos vecinos colindantes están encantados de haberse conocidos, les parece bien la algarabía que hay a cada instante a nuestro alrededor; los ruidos de las motos y los coches les parecen música celestial; están contentos con estar rodeados de césped artificial de ese color verde horrendo; les da igual ver o no ver la luna desde donde estamos, rodeados de bloques enormes que nos intimidan en las noches de invierno.  Mis dos vecinos nunca se deprimen, nunca los veo alicaídos, ni siquiera si un perro o un gato toma su tronco como váter o un niño travieso se entretiene para pasar la tarde tirando piedras a su copa. Se han adaptado de maravilla a esta vida en la ciudad.

Mis vecinos no se explican como a mí no me gusta esta forma que nos han dado, pero, ¡cómo me va a gustar!  parecemos setas gigantes de color verde o enormes tartas sobre una peana. Otros, más abajo, tienen cada rama con diferentes formas.  Los podadores, con vocación de peluqueros, vienen aquí asiduamente a darnos un retoque. La gente que pasa no sabe que somos olivos porque somos olivos desnaturalizados.  Afortunadamente con el cambio me he quedado estéril y se me caen las flores antes de convertirse en aceitunas.

La soledad es lo peor de todo y en mi caso es mayor aún, no puedo desahogarme hablando con mis vecinos, incluso han dejado de hablarme.  Me horroriza mi figura deformada y más me horroriza contemplar la figura de algunos de los mío, uno de ellos tiene por copa cinco o seis esferas, una por rama, como si fuera un malabarista en continua acción.

Cuando llega la navidad la cosa empeora aún más. Nos colocan adornos navideños y nos iluminan con las luces multicolores que parpadean sin cesar.  Algún año han teñido nuestro tronco de blanco imitando la nieve.

No hay derecho me digo. Si por lo menos nos metieran en el grupo de especies protegidas no podrían hacer con nosotros lo que le viniera en gana. Los algarrobos tienen más suerte, a ellos no se les puede tocar.

No, no quiero ser un olivo ornamental, no quiero estar en el parque de una ciudad ni quiero que venga el peluquero con regularidad a perfilar mi ridícula copa.

¡Estoy harto de esta vida!   Mi única esperanza es morirme de pena. Dicen que hay antecedentes de plantas a las que la melancolía se las ha llevado por delante. Esa es mi única esperanza.

Cuando alguien pasa cerca de mí o se para a mirarme, le susurro mis cuitas y le suplico que me ayuden a escapar, pero nadie me escucha. Nadie quiere ayudar a un pobre olivo desarraigado.