
170. En olivares no nacidos
El sol se abalanza rapaz sobre sus cuerpos, pero no tuerce la voluntad de aquellos singulares seres. Los rodea un silencio sonoro, silencio de cigarras y los cobija un mismo cielo, igual de inmenso, de un azul intenso. Cuando un olivarero de Oriente como Youssef despierta, uno andaluz como Pepe todavía duerme. Pero ambos esperarán que el aceite brinque de la tierra al fruto para recoger las aceitunas y acompasarán su vida al eterno ritornello de las estaciones. Son las mismas sus esperas, las mismas sus penas. ¡Ay, olivareros del mundo! En conexión íntima, sin saberlo.
Todo comenzó cuando Pepe el ubetense cumplía cincuenta años. Ya no era el galán que había seducido a su esposa Marisol. Su piel tostada y algo agrisada, empezaba a camuflarse con la de los olivos centenarios. Sin embargo, no solo el sol y el trabajo lo habían envejecido, sino también, y por sobre todo, una profunda preocupación. Pepe había recibido en herencia aquellas tierras de Jaén cuando su padre había muerto. En estas cuestiones, todo el linaje familiar parecía obedecer un plan maestro e inmutable. Unos a otros, de padres a hijos, se habían enseñado el oficio olivarero. Él, en cambio, sólo tenía un hijo y este le acababa de decir que no se haría cargo de las tierras.
Pepico parecía desde su nacimiento afectado por una extraña enfermedad. Joven y taciturno, su carácter seguía el prototipo que los antiguos llaman el melancólico. No sonreía nunca, le gustaba escuchar el canto de los pájaros y lo cautivaban los libros. Ya por entonces demostraba poco interés por el mundo de la aceituna. Su forma reposada de mirar más allá del horizonte no tenía precedentes familiares; hasta entonces sus antepasados solo despegaban la vista de sus tierras cuando leían las nubes, o cuando bebían vino de la bota.
Pepico, que en el colegio sorprendía por sus buenos resultados, muy pronto recibió el apodo de “Bachiller de los Olivicos”. Su padre durante el almuerzo apenas le prestaba atención y cuando su hijo empezaba a bachillear más de lo debido, se distraía. Solo una vez le escuchó. “¿Has dicho olivos?” preguntó, parando en seco la conversación. Su hijo asintió, por fin tenía la atención de su padre. Pepico memorizó en el colegio qué era el Oleastrum, un bosque de olivos que crecía en tiempos antiguos cerca de Cádiz, cuánto había costado que el olivo arraigara en América, o que un millón de olivos fueron plantados en tiempos de los Reyes Católicos. Pepe respondía a todo aquello sacudiendo la cabeza:“bobadas, hijo, bobadas”. Pero antes de dormir, el viejo imaginaba con gran ingenuidad, a los reyes de Aragón y Castilla, ambos de rodillas, cultivando el ejemplar centenario de su hacienda.
Las ensoñaciones eran comunes también al otro lado del Mediterráneo. Se decía que los olivos del señor Youssef eran vástagos de los del Monte Nebo, lugar sagrado desde donde se avistó la tierra de promisión, y posibles parientes lejanos de los primeros olivos cultivados por el ser humano, en Mesopotamia. Él también había heredado las tierras de su padre y su olivar era la envidia de la región. “Una ola verde sobre la ladera mansa” -la había descrito un poeta local-, una visión a la que contribuía el generoso frotarse de las hojas cuando corría la brisa.
La historia de Youssef tuvo lugar cuando la injusticia todavía no se había instalado en aquellas tierras. “Una familia encantadora”, recordaban los vecinos que quedaron después de la catástrofe. Cuando esta historia comenzó, Youssef y Leila rayaban los cincuenta años y sus cuatro hijos se repartían las tareas de acuerdo a sus edades. Tan pronto como podían ayudar en el campo, aprendían el lenguaje de los olivos.
Aixa, la más pequeña, fue una hija inesperada. Sus hermanos tenían la edad suficiente para no recelar de ella, y la necesaria para no desentenderse totalmente de su crianza. Precoz en todo, caminó con seis meses recién cumplidos, como si para ella esperar un año fuese un capricho. Y no fueron los ánimos de sus padres los que la animaron a dar el primer paso. Fue el deseo de recoger una aceituna que se le ofrecía al alcance de su mano. ¡Una aceituna! La hazaña fue muy conocida y circuló con gran aceptación por aquellas tierras.
Aixa era puro vigor, brincaba con el nervio que anima a los animales salvajes; parecía nutrida por la savia de los árboles. La naturaleza entera se manifestaba en su carácter indomable. Además, poseía Aixa una facilidad innata para predecir las lluvias. Le bastaba con mirar el cielo, cerrar los ojos y sentir la brisa en su piel. “Lloverá dos horas, después saldrá el sol”.
A medida que la joven cumplía años, Yousef recibía cada vez más peticiones de apuestos jóvenes que querían conocer a su hija y ayudar con la cosecha. Su hermoso pelo y sus atractivos ojos negros, tenían el color brillante de un fruto maduro. Cuando Aixa, oculta entre las ramas de los olivos, se zambullía para recoger las aceitunas, sus ojos centelleaban como dos lindos frutos. Así fue, al menos, hasta que ella empezó a sentirse débil. Todo indicaba el comienzo de una larga enfermedad.
En el olivar de Jaén, Pepico también enfermaba con frecuencia. Además, debía soportar todos los días la misma cantinela. ¿Qué culpa tenía él de no gustarle el campo? Mientras Pepico se sumía en la lectura de sus libros, el viejo Pepe se sumía poco a poco en la más profunda de las penas. Sentía el desinterés de su hijo como un fracaso personal, un oprobio a su abolengo aceitunero. “¿Qué he hecho mal?”, preguntaba desolado a Marisol antes de acostarse. “¿Qué he hecho mal?”
Pronto Pepico se empezó a ausentar de la casa familiar por semanas enteras. Sus padres se impacientaban. Una de aquellas veces transcurrió todo un mes sin dejarse ver. Y llegó el día más temido, de una forma insólita. ¡Una carta! Una cuadrilla de papel plegada en tres. Pepe llamó a Marisol, tembloroso, para que la leyera. Era de Pepico… mandaba saludos, había encontrado trabajo en la ciudad y prometía visitarlos en Navidad. Su padre, en silencio, abrazó a su esposa. Juntos lloraron con amargor. Nunca habían imaginado que un puñado de palabras escritas en un trozo de papel plegado pudiera hacer tanto daño. La vida sería difícil sin su hijo.
Aixa, mientras tanto, se había recuperado de la enfermedad. Ya se sabe, “el aceite de oliva, todo mal quita”. Pero las pesadillas no terminaban de marcharse, como augurios funestos. Un día predijo que llovería y prepararon los chubasqueros, pero al día siguiente no llovió. En lugar de la lluvia, una inmensa nube, huésped extraño en esas tierras, llegó para quedarse. El viejo olivar de Youssef se convirtió en un paraje nebuloso, como de cuento inglés.
El radiante gesto de Aixa también se había enturbiado. “Algo ocurre”, decía a cada rato. No dormía por las noches, sus previsiones erraban. En la radio las noticias eran pésimas: la población estaba descontenta con el gobierno, había mucho miedo en todas partes. Por fin se supo la causa de los trastornos de Aixa, la guerra había comenzado. La que todo lo invierte, la que convierte al cretino en buen soldado, al criminal en héroe.
¿Qué decir de la guerra? Todo sucedió muy rápido. Y como en toda guerra, no hubo tiempo para pensar. Se vieron separados de sus vecinos por altos muros de hormigón y los límpidos cielos se emborronaron con mil humos. Los olivos que antes respiraban aire puro, quedaron roncos, al borde del tosido. Y aquel año, el aceite tuvo un regusto amargo a trincheras. Cuando llegó el invierno decidieron partir.
Aixa contó aquella historia muchas veces, tiempo después. Nunca dejaron de ser las suyas, las memorias de una niña. Recordaba con precisión las alambradas puntiagudas, los rostros de los militares, el tintineo de sus armas de fuego. Con el apoyo y las lágrimas de su familia en el recuerdo, llegó sola a España. Allí buscó trabajo. En un país cuyo idioma le era incomprensible, se sentía como un animal indefenso. Todos sus jefes criticaban con dureza su torpeza de manos: no soportaba el peso de las cajas, no mantenía la estabilidad de las tazas… Se sentía frustrada.
En sus días libres, le gustaba pasear por la orilla del mar, mirar el horizonte y sentir sus pies en contacto con el inconstante elemento. “El mismo mar, y tan lejos mi tierra”, pensaba triste para sí. Finalmente, después de unos meses, abandonó la costa y decidió probar suerte en el interior. Con una maleta pequeña, atravesó Granada y después Jaén. No cabía en sí de asombro. Exultante y excitada, reconoció en el viaje la silueta de los olivos, una silueta amiga, colinas enteras sembradas con el árbol sagrado. Como un calco de su Oriente en Occidente, se abrían y cerraban como abanicos, todos en fila como en un juego de dominó.
Se apeó del bus y caminó más de una legua por un camino de tierra. Allí vio a un caballero a lo lejos, cuyo semblante ajado se le fue haciendo cada vez más nítido. Solo a través de gestos pudieron entenderse. El hombre la hizo entrar en casa. Y en el interior del hogar, gracias a la tenue luz de una ventana, la joven vio salir de una alcoba a una señora mayor, de sonrisa dulcísima. Se saludaron como dos viejas amigas. “Pepe, déjanos a solas”, pidió Marisol. Después salieron a dar un paseo y se perdieron entre los olivos.
“¿Cómo la vamos a contratar?, preguntaba Pepe a su esposa aquella noche, ya acostados los dos. “Ni que esto fuera una casa de acogida o un convento. Además, seguro que tiene otro Dios que no es el nuestro”. Marisol no hacía caso a su marido. El último “¿cómo la vamos a contratar?” fue dicho con un hilo de voz exangüe, ya sin fuerza. Al día siguiente Pepe se vistió con el mejor de sus atuendos y se enfundó el más lucido de sus sombreros. Aunque lo negara, quería impresionar a la joven, le iba a enseñar cómo se recogía la aceituna de mesa.
“Aceituna”, repetía, mientras giraba entre sus dedos la pequeña esfera. “Aceituna”, pedía a Aixa que repitiera. Estaba convencido de que antes de aprender a recogerlas debía saber nombrarlas. Ella, sonriente, repitió varias veces la palabra. No entendía todavía cómo, pero aquel jugoso vocablo provenía de su propia lengua: az-zaytūn. Y cuando él se encaramó en una banca de verdeo para enseñarle cómo se recolectaba, ella ya había hecho lo propio en otro olivo. Él se giró para demostrarle cómo era el proceso y al virarse, quedó atónito. Aixa había completado el árbol. Se frotó los ojos, sin dar crédito todavía. Pensó que aquel olivo no tendría apenas fruto, estaría clarillo. La situación se repitió varias veces. ¡Caray, esta chica parece haber nacido para recoger aceitunas!, le dijo a Marisol aquella noche.
Aixa, que no hablaba la lengua de aquellas tierras, sí conocía el lenguaje de los olivos. Estos cedían sus frutos a sus manos expertas, se entregaban a sus caricias orientales como si se conocieran desde siempre. Cuando terminaron la recogida, la invitaron a quedarse. La habitación de Pepico estaba libre, durante el último año no habían sabido nada de él. Mientras tanto, en la ciudad, Pepico extrañaba a sus padres. ¿Hace cuánto tiempo que no hablaba con ellos? Pidió unos días libres, tomó su coche y condujo hasta la vieja casa.
Cuando lo vieron aparecer, los ancianos dieron voces de alegría. Pepico dio un largo paseo con ellos, entre los olivares. Hablaron de la ciudad, de la posibilidad de tener nietos, del campo y de la sequía,… Hablaron tanto y de tantas cosas que sin darse cuenta llegaron al pie del olivo centenario, en las lindes de la finca. Allí se sentaron a ver el atardecer. De repente escucharon un entrechocarse de hojas en la copa del olivo centenario. Pepico se sobresaltó. ¿Acaso no estaban solos? En lo alto vio dos hermosas aceitunas. Recordó cómo los estorninos de su infancia robaban golosos las aceitunas: una en el pico y dos en sus patitas. Aguardó para verlo volar. Pero en vez de un aleteo, se escuchó una violenta sacudida. De la copa precipitaron dos frutos, con gran estruendo. Una joven mujer cayó del árbol. Aixa, fragante a olivo, quedó frente a Pepico. Sus hermosos ojos negros, carnosos de tanto mirar aceitunas, centelleaban mirándolo.
Al día siguiente, Pepico pidió cinco días de excedencia en el trabajo. Después, una semana más y su jefe le advirtió que no abusara. Alegó enfermedad para completar el mes. Y cuando le llegó la carta de despido, no le importó lo más mínimo: era el hombre más feliz del mundo. Aixa y Pepico estaban enamorados. Un año y medio después, un niño nuevo gateaba por los pasillos de la vieja casa. Las maderas crujían, agradecidas; habían olvidado lo que era tener retoños en el hogar. “Al fin y al cabo, el plan no había fracasado del todo”, el abuelo se decía, repitiendo sus cantinelas de siempre.
Su hijo invitaba a la finca a decenas de turistas a ver el olivo centenario. El anciano no comprendía a aquellas hordas de franceses y alemanes que pagaban por ver sus olivos. Escuchaba a su hijo contarles la historia del bosque Oleastrum de Cádiz y las pamplinas sobre los Reyes Católicos. Sorprendido, escuchaba rumores de sorpresa y aprobación. “Los tiempos cambian, amor”, le decía a su mujer.
Un día de primavera, tuvo lugar un acontecimiento insólito. Una decena de turistas, extraviados por entre las encamadas olivareras, exclamaron al unísono sobresaltados. Pepe y Aixa temieron lo peor. “¡Fran!”, gritaron, y corrieron a socorrer a su niño. Los abuelos corrieron también llenos de temor y los visitantes les abrieron hueco. El pequeño, en efecto, era el centro de atención. Había dejado de gatear y ahora tan solo sus piececitos desnudos se apoyaban en el suelo. Observaron atónitos cómo sus manos diminutas se agitaban en el aire, tanteando las hojas del árbol, con la naturalidad con que los labios del neonato buscan el seno materno. Entonces el pequeño Francisco se irguió del todo, apretó en su puño una ramita de olivo y recogió su primera aceituna.