
17. Olivia de mi alma
Cuando alcanzábamos la cima de la ladera después de largos paseos, nuestros ojos atónitos contemplaban los campos de olivares glorificados por la historia, convertidos en símbolos de abundancia, venerados desde la antigüedad.
Los Reyes de Israel eran ungidos por la esencia que daban sus frutos lo que les confería poder, autoridad y gloria, esperaban la llegada del Mesías, el “ungido” que traería un reino de justicia y paz. Así nos sentíamos en lo alto de la colina, admirábamos el olivar extasiados que como un manto monocolor de olores se extendía hasta donde la vista ya no alcanzaba.
Fuimos bendecidos por la presencia de longevos olivos que guardaban historias milenarias, habían sido testigos de lo acontecido en el pasado y guardaban silencio, como obligados bajo secreto de confesión, elegidos guardianes de sabiduría continuaban atesorando las historias presentes y atisbaban las venideras que con invocación a los Dioses casi podían adivinar.
Era viejo el olivo que nos vio crecer, al que acudíamos cada atardecer, condensado de tiempo, belleza y armonía, empapado de leyendas, historia, cultura y aromas. Estremecía pensar los hechos que habría presenciado y cuantas cosas nos hubiera revelado si sus raíces articularan palabras. A veces cuando el viento soplaba y sus ramas se mecían pareciera que susurraba las mil batallas vividas, había sido testigo de los lances de nuestros antepasados y seguiría allí para continuar custodiando lo que la vida deparase a nuestros descendientes.
Ese viejo inmortal que continuaba floreciendo, con su tronco retorcido por el tiempo y aun aguantando el viento por el que paseaba la vida, guardando en sus entrañas la sabiduría milenaria que solo se consigue con el transcurrir de las estaciones. No en vano relata la biblia que después del diluvio universal fue una rama de olivo que transporto una paloma el símbolo del restablecimiento de la vida.
Bajo su cobijo nuestras manos se rozaron por primera vez, cuando sus flores comenzaban a germinar, era finales de mayo. Poníamos una manta bajo el resguardo del más robusto, el más anciano, buscando su beneplácito para iniciar nuestra andadura en los placeres carnales, como niños que jugaban a ser adultos, el deleite de descubrirnos fue creciendo al tiempo que sus frutos maduraban, el amor llego después, cuando descubrimos que en cada caricia surgía el deseo de permanecer amarrados a ese tiempo, el deseo de permanecer como aquel viejo árbol de profundas raíces anclados en aquel lugar, quietos en ese espacio.
Concentraban los olivos toda su vida y su energía en una flor que daba un fruto al que dieron en llamar aceituna. Hay árbol milenario las penas que pase cuando te vareaban, golpeaban tu madera, golpes suaves y de palo y sobre la lona honrada caía tu fruto venerado del cual se extraería el jugo con el que llenaríamos las almazaras que nos abastecerían durante el año.
Terminada la faena, allí quedaban los campos de olivos desnudos sobre la tierra arenosa y cada mochuelo a su olivo.
Era entonces cuando nosotros, mochuelos del olivo más longevo, nos apoyábamos en su tronco, bajo sus ramas ya desprendidas del fruto, ligeras de peso alzaba al cielo sus haldares, suplicando que la próxima cosecha de oro fuera más abundante y de mayor excelencia.
Todo quedaba en silencio en los campos olivareros y se dejaba de escuchar la música de Manolo Escobar “Debajo de los olivos”, era cuando tus ojos me miraban y como decía el poema yo quisiera que tus besos me mataran con su fuego de pasión, tu boca sonriera y cantara, el aire te besara y tu boca me llamara.
Fueron pasando los años y cosecha tras cosecha aquel árbol fue testigo de nuestro romance y también de nuestra separación. Anuncio su marcha a otras tierras mientras miraba al horizonte viendo el campo devastado.
Arraso la enfermedad los olivos al tiempo que sus ojos arrasados por el llanto me prometían volver. Pareciera que la vida terminaba en ese instante. Se hizo un paréntesis en nuestro cortejo que llenamos con extensas cartas de amor y nuestro adorado árbol durante cinco primaveras no recibió ninguna visita al atardecer.
Cuando la sinrazón se instaló en nuestros campos y ataco sin piedad la tuberculosis a todo el olivar, debilito aquel hermoso árbol, infecto sus heridas y seco sus ramas. Aquel año no vimos racimos de rapas hermafroditas, con sus pétalos blancos en forma de cruz que solía prender en tu cabello cuando nos despedíamos. La ultima la puse en tu melena una tarde de mayo, cuando al atardecer el sol se escondía detrás de los truenos pareciendo predecir una suerte de desdichas.
Nos despedimos un día de difuntos bajo aquel árbol quebrado sobre la tierra seca y arenosa. Nos prometimos amor eterno aun en la distancia, no sabíamos entonces que años más tarde bajo el mismo olivo y ya heredada la tierra volveríamos a ver florecer aquel sabio olivo entonces quejumbroso y dolorido.
Como el, nosotros dimos fruto abundante, sano y fuerte, convinimos en nombrarlos Olivia, Esperanza, Roció, Sebastián y Fermín. Crecieron al tiempo que nuestras fincas se multiplicaban y nuestras cosechas de picual se hacían famosas en la comarca por el espléndido líquido dorado que de ellas exprimíamos.
Mientras, por los olivares, los retoños jugaban al escondite alrededor de aquel longevo árbol que fue testigo del principio y pudo ver complacido las carreras incesantes de nuestros sucesores, escuchaba sus risas y también sus lloriqueos cuando caían al suelo y se arañaban las piernas con los arbustos secos, parecía acariciar con sus ramas la espalda de los herederos ofreciéndoles consuelo.
De vez en cuando, a lo lejos se oía un susurro llegado de la casona y escuchaba su voz entonando esa canción que tantas veces cantaba desde que Olivia llego al mundo.
“A la nanita nana, nanita ea,
A la nanita nana, nanita ea,
El niño tiene sueño, bendito sea,
Fuentecilla que corres clara y sonora, ruiseñor, que en la selva cantando llora, calla mientras la cuna se balancea.
A la nanita nana, nanita ea, ea, ea”
Los sucesores crecieron y algún hueso de aceituna se les atragantó en el camino, pero no sin fortuna pudimos a tiempo extraerlo mientras les enseñábamos a no olvidar que de los huesos extirpados crecerían olivos sanos y fuertes, de flores encantadas que traerían olores suaves y dulces para dejar paso a los frutos verdes de sabores amargos y ácidos que antagónicamente proliferarían de las mismas raíces, utilizando la misma sabia.
Debajo de aquel olivo, a su sombra y cobijo merendaban naranja con un chorro de aceite y sal y ella les contaba cuentos que hablaban de cinco hermanos valientes, como los cuentos de los cinco de Enid Blyton.
Escuchaban sus historias con la boca abierta, quietos y absortos, de tal forma que cuando acababa el relato descubría que sus meriendas continuaban intactas. Le pedían alborozados otro cuento y ella les reprendía bajito, advirtiéndoles que antes de contar otra historia había que dar cuenta de esa rica naranja.
En la época de renovar los olivos cada uno guardaba una rama que colocaban atada a los cabeceros de sus camas y mudaban cada año cuando llegaba la época de poda, respetuosamente enterraban o quemaban la anterior y colocaban con cuidado la nueva ramita que permanecería en la cabecera de sus camas para su protección hasta la próxima poda. Así vi anudadas a sus camas rama tras rama año tras año.
Hubo un tiempo en el que ante su ausencia era ella quien después de la poda recogía las cinco ramas más hermosas, como en una ceremonia ancestral ungía sus hojas con aceite y las sujetaba con un lazo en el cabecero de sus camas, cinco lazos de organza cada uno de un color.
Aquellos árboles que habían contemplado nuestra juventud y vigor poco a poco fueron viendo como nuestros cabellos se tornaban blancos y nuestro rostro manifestaba el paso de los años con surcos que marcaban cada estocada de la vida. Solo nuestros ojos parecían permanecer inmutables ante el paso del tiempo y aunque cansados todavía reflejaban audaces la dicha de la primera vez que nos miramos, continuaban atónitos contemplando los campos de olivares.
Dábamos largos paseos algo más torpes y cansados para alcanzar la cima de la colina, nos sentábamos en la piedra y observábamos desde lo alto todo lo que la tierra nos había ofrecido y orgullosos oteábamos como al norte, al sur, al este y al oeste se erigía imponente el olivar de los Sancho&Baeza.
Fue una tarde de mayo cuando prendí de su pelo la que supe sería la última flor blanca de aquel olivo viejo.
Se fue deprisa, se fue con él, demasiado deprisa, sin tiempo para decirle las veces suficientes lo que la había amado, la amo y la amare, se fue serena, se fue mirándome a los ojos, pronunciando mi nombre.
Se la llevo con él, se fue secando a la vez que las raíces de aquel longevo árbol se pudrían. Aquel año no dio frutos y sus hojas iban cayendo al tiempo que su pelo, su tronco retorcido crujía cuando sentados apoyábamos la espalda sobre él, ella por el contrario nunca se quejó, aguantaba armada de un coraje indescriptible.
Fue comenzada la poda la mañana de difuntos cuando sus ramas se rompieron y sus ojos se cerraron, siempre supe que la amaba, lo supe desde aquel día que nos despedimos debajo de sus ramas y sus ojos me prometieron volver, él le prometió ese día que se marcharían juntos.
Enterré sus cenizas bajo el tronco seco, así lo quiso ella.
Una vez a la semana acudo al amanecer a regar sus raíces y dejar flores bajo su tumba con la esperanza de que si aquel deshecho árbol reviviera ella lo haría con él.
Y en esas estaré hasta que tú me llames o decidas volver Olivia de mi alma.