
168. Vareo
El olivo se amaneció malhumorado, los primeros rayos de sol de otoño, le resultaban, hoy, muy antipáticos. Se sentía sobrecargado, centenares de olivas abarrotaban sus ramas, sus puntiagudas hojas apenas podían mantenerse erguidas. Se le hacían complicados los días previos a la recogida. Verse liberado de esas pequeñas fierecillas ovaladas, que crecían sin tino en su afán de llegar a ser parte de ese oro líquido llamado Aove, era impagable.
El silencio de la mañana en el olivar se rompió por la ruidosa charla de los olivareros que se acercaban. ¡Por fin! Pensó el olivo, hoy toca vareo, y un latigazo de alivio le recorrió de la raíz a la última rama. Recordaba la primera vara, esbelta de madera clara, cuando era olivo joven, que le zarandeó las ramas y que le pareció una danza de cortejo hermosa, que cada año ansiaba repetir.
Cuando los olivareros se acercaron, sus varas ya no estaban, portaban enormes cacharros aparatosos, que comenzaron a batir al pobre olivo, sin piedad, con una violencia muy desagradable. Una enorme decepción recorrió su tronco, le estaban privando de su deleite anual. Agotado y vacío, la tarde le acompañó en su despedida para siempre.