
166. El cristo de olivo
Vengan todos a sentarse alrededor del fuego, que ahora que estuve en Guatemala, me contaron una genial historia sobre una mujer formidable, que por desgracia cayó en el olvido. Apréndanla y escríbanla, para que no vuelva a perderse su nombre.
Doña María nació en Úbeda en el año de 1509. Era hija de una familia hidalga con pocas perspectivas, pero eso lo compensaba su madre con voluntad y determinación. Cuando era niña, le gustaba escaparse y jugar descalza en medio de los olivos que rodeaban su casa, aunque eso le costara los regaños de su ama, quien le recordaba lo importante que era para una futura esposa tener pies pequeños y bonitos. A ella eso no le importaba en lo absoluto, pues su única preocupación era jugar en aquellos campos interminables de olivos centenarios, donde su fantasía de niña le hacía ver duendes, hadas y demás criaturas mitológicas con las que ella, en su imaginación, se divertía. Ni siquiera en los meses de sol abrazador, cuando la tierra caliente le quemaba los piececitos, dejaba de escaparse y perderse entre aquel paraje rústico romano, por lo que puede decirse que el gran amor de su vida fue únicamente el campo de Úbeda.
Su niñez fue corta debido a las presiones familiares que le abrieron la conciencia sobre la necesidad de conseguir un buen marido. Por desgracia ella poco podía hacer, aparte de emplearse en los estudios necesarios para saber llevar una casa, pues la situación familiar no era la idónea, y un enlace con doña María tenía muy poco que ofrecer a cualquier pretendiente digno de su mano; sin embargo, la gran tragedia de doña María no fue la situación económica de su apellido, sino su falta de atractivo físico. Toda la generosidad, el encanto, la elocuencia y la bondad de su corazón no fueron acompañadas por la belleza externa, lo que complicaba aún más sus posibilidades de obtener un “buen enlace”.
Los años pasaban uno detrás del otro, y se iban apilando como se apila la leña para el invierno, volviéndola una mujer atormentada. Entre las presiones de su familia y las que ella misma ponía sobre sus hombros, estuvo a punto de volverse loca, de no haber sido por los paseos en el campo que sanaban su espíritu. Ahí, en medio de los olivos, conseguía tranquilizarse y obtener las energías necesarias para afrontar los días, los meses y los años. Dejándose perseguir por la luna en sus paseos nocturnos, encontraba paz en su corazón y se convencía de que tal vez el propósito de su vida no era el matrimonio. Posiblemente su destino era otro, dedicado a la caridad o cuidando de sus padres, ahora que se estaba volviendo solterona. Incluso contempló la posibilidad de entrar en un convento, pero no podía renunciar a sus paseos por el campo de olivos, por vivir en la clausura. Estar encerrada en un monasterio no era una opción, pero el matrimonio tampoco, así que intentando no darle importancia al asunto, pasó la mayor parte de su vida. Así vio Doña María aparecer las primeras canas y a notar los cambios de su cuerpo, propios de una persona de casi treinta años en el siglo XVI.
Una tarde cualquiera y sin que el cielo le anunciara tormenta, su madre le dio el mayor disgusto de su vida. Doña Beatriz de la Cueva, hija de una de las familias más nobles de Úbeda, se había casado con el adelantado y conquistador de las Indias, don Pedro de Alvarado, y estaba buscando veinte doncellas casaderas que la acompañaran en el viaje hacia el Nuevo Mundo. El objetivo era llevar mujeres para evitar que los conquistadores se unieran a las indias y crear a la nueva aristocracia que gobernaría los lejanos territorios, recién incorporados a la Corona de Castilla. La idea horrorizó a doña María, quien se sentía como un olivo más de aquellos campos y que ahora estaba siendo arrancado de raíz. Se negó rotundamente y dijo a su madre que prefería que la mataran. Su padre, don Manuel trató de convencerla; le dijo que era una carga para la familia y que ya no podían seguirla manteniendo, por lo que debía sacrificarse por el bienestar de sus padres, sin embargo, Doña María no aceptaba. Ofrecía irse a trabajar fuera de casa para sostener el hogar si era necesario, pero no quería apartarse ni de su tierra ni de su gente. Agotadas las razones, echó don Manuel mano de una rama seca de olvido y cuando ya se vio con las piernas en carne viva, aceptó la moza embarcarse a las Indias en busca del porvenir.
La noche antes de partir lloró desconsolada a la sombra de los olivos, intentando memorizar aquel paisaje para no olvidarlo nunca. Sabía en su corazón que se marchaba para no volver jamás y eso destrozaba su espíritu. Lloró hasta que se cansó, lloró por el pasado, el presente y el futuro, lloró por la vida y lloró por la muerte que aún no le llegaba. Lloró por ella y lloró por todos.
El equipaje era escaso pues sus pertenencias eran pocas, pero se hizo acompañar de dos tesoros: el primero, un Cristo de muy buena hechura, de unos 30 cm de largo, que se hizo tallar por uno de los habilidosos peones de la finca con la madera de uno de sus olivos preferidos. El otro, una botella de aceite de oliva virgen, salido de las prensas de su propia casa. Junto a estas dos reliquias, los calzones heredados de su abuela, unos vestidos bien cortados por una costurera de Jaén, dos pares de zapatos, una muñeca, un rosario y un misal. Doña María quería llevarse el paisaje, los aromas, los sabores. Quería llevarse la sensación de plenitud y libertad que sólo en su tierra, con los pies descalzos alcanzaba. Quería llevárselo todo, pero al final no pudo llevar casi nada.
La travesía era larguísima y se prolongó durante meses, aunque tuvo la suerte de caer en la gracia de su señora, doña Beatriz, que disfrutaba escuchando las historias fantásticas que doña María se inventaba. Salieron en tres navíos con doscientos cincuenta hombres y un grupo colorido de muchachas, algunas ya de cierta edad, cuyo honor debía resguardar la pareja principal, tal y como lo había ordenado el mismísimo emperador. Cruzaron el Atlántico no sin contratiempos, hasta que tomaron la corriente que los llevaría a Santo Domingo. Doña María trataba de mantenerse ocupada, entreteniendo a su señora, pero cuando podía, se ponía a contemplar el mar, pensando que era su mar de olivos de Úbeda. Se sentía como subida a un campanario, desde el que veía todos aquellos árboles, tan naturales, colocados de una manera perfecta y artificial por la mano del hombre. Así el mar la conectaba con su mar y el viaje se le hizo más ligero.
Cuando desembarcaron en Santo Domingo, las señoras se enfrentaron por primera vez al Nuevo Mundo, maravilladas por las selvas, los frutos, los indios y los animales salvajes, pero todo eso no era nada, comparado con la aventura que les esperaba. Permanecieron allí varios días hasta que volvieron a embarcar y pusieron rumbo a Honduras, donde desembarcaron en Puerto Caballos el 02 de abril. De ahí el camino ya fue por tierra y tardaron meses atravesando selvas, ríos, montañas y llanuras, hasta llegar a Santiago de los Caballeros de Guatemala, el 15 de septiembre de 1539.
En esa prolongada travesía por la selva espesa, conoció doña María el infierno. Le resultaba difícil respirar, la humedad constante, los sudores y el bochorno tropical hacían que su paso fuera muy lento. Dormía poco pues el ruido de los animales por la noche la atormentaba en medio de aquella oscuridad, tan intensa como nunca la había visto. Mantenerse seca le fue imposible, y cayó enferma de fiebres, su piel se tornó amarilla y sufría de vómitos e intensos dolores musculares. Nadie sabía cuál era el origen de la enfermedad y hasta se le administró la extremaunción, puesto que todos pensaban que se moría. Fue doña Beatriz la que, revisando sus cosas, encontró la botella de aceite de oliva y tuvo la ocurrencia de darle una cucharadita en ayunas, con la esperanza de que pudiera recuperar sus fuerzas. El remedio resultó milagroso, pues cesaron los vómitos, pudo hidratarse y con renovadas energías, su sistema inmunológico comenzó a mejorar. Fueron tres semanas de agonía en medio de aquella selva inhóspita, repleta de serpientes y mosquitos, donde ocho personas no tuvieron la misma suerte que ella. Aunque perdió quince kilos y lucía extremadamente demacrada, logró llegar a Guatemala para asumir una nueva vida.
Santiago de los Caballeros era apenas una aldea, que soñaba con convertirse en una gran ciudad. La había fundado el mismo don Pedro, luego de participar en la toma de Tenochtitlán, como sitio de avanzada para organizar las expediciones de conquista. Aunque el trazado era rústico y las escasas construcciones eran de adobe y paja, había ya tres monasterios. La joven ciudad fue la base y la excusa para que don Pedro de Alvarado tomara posesión de su cargo como Gobernador y Capitán General de Guatemala, según lo había dispuesto Carlos V.
Doña María había profundizado su amistad con la esposa del gobernador, por lo que vivía en “palacio”, mientras encontraban a un hombre digno de su linaje. En aquel caserón muy rápidamente estableció una rutina que comenzaba con la misa de la mañana, lecciones de español y de religión a los indios y bordados por las tardes. Cosía y tejía junto a las otras doncellas que aún no se casaban, mientras comentaban los acontecimientos del día o contaban historias sobre esto o aquello. Del aceite milagroso que la había salvado de la selva, quedaba apenas media botella, por lo que ya no se permitía una cucharadita al día, sino que limitaba la dosis a una vez a la semana (y siempre los viernes), para no olvidar el sabor de los campos de Úbeda y mantenerse sana. También en la selva adoptó la costumbre de rezar el rosario con su Cristo de olivo en la mano derecha, mientras contaba los Avemaría con la mano izquierda. Todos sus días en Guatemala eran iguales, enseñando a los indios, rezando y tejiendo.
Don Pedro rara vez estaba en casa, por lo que su esposa tenía que asumir el mando de las cosas de palacio y se hacía responsable de la gobernación. Doña Beatriz era una mujer de fuerte temperamento y no le temblaba el pulso al decidir sobre la gestión y la política local. Gobernaba con acierto y bondad los asuntos indígenas y tenía que plantarse firme ante los excesos de sus paisanos, que trataban a los indios peor que a las bestias y que los castigaban con extrema brutalidad. Doña Beatriz consideraba a los indios como súbditos de la corona y su visión estuvo cerca de provocar una guerra civil. Mientras doña María vivía la tranquilidad de una rutina marcada por los rezos, la enseñanza y los bordados, doña Beatriz intentaba mantener bajo control a aquella aldea salvaje, donde la tensión por los asuntos indígenas era constante.
Habían transcurrido dos años desde la llegada de doña María a Guatemala, cuando la sorprendió la noticia de la muerte de don Pedro, aplastado por su caballo en medio de la batalla contra los chichimecas. Doña Beatriz ahora viuda, mandó cubrir toda la ciudad de luto. Hizo pintar la iglesia de negro y a que todos los paños y todas las ropas fueran negras de manera indefinida. Sorprendió a todos ver la devoción que doña Beatriz sentía por su esposo siempre ausente, al estar don Pedro ocupado conquistando nuevas tierras y sometiendo naciones indígenas. Mayor fue la sorpresa de doña María al ver a su señora convertida en Gobernadora y Capitana Generala Interina de aquellas tierras salvajes, inhóspitas e indomables, nombrada por el cabildo de Guatemala. Doña Beatriz aceptó el cargo diciendo que “ya lo venía haciendo desde hace dos años” y firmó el documento donde asumía sus funciones de manera oficial autonombrándose “La Sin Ventura”.
Dos días después de nombramiento como gobernadora, estaba doña Beatriz rezando en la capilla del palacio junto a las damas de su séquito, cuando sobrevino la tragedia. Un formidable torrente de agua, lodo y enormes piedras bajó del Volcán Hunahpú, cubriendo buena parte del caserío de Santiago de los Caballeros y dañando el resto de las edificaciones. No tuvieron las señoras oportunidad de escapar y murieron sepultadas por la escorrentía, junto con otras seiscientas personas del pueblo. A doña María la encontraron con el Cristo de olivo en la mano derecha y muy apretado contra su pecho. Nunca cumplió su objetivo de ser esposa y tampoco le importó, puesto que su gran amor era, como ella misma decía, el campo de olivos de su natal Úbeda.
Llevaron los cuerpos fuera de la ciudad donde fueron enterradas las víctimas. Sobre la fosa común colocaron el tesoro de doña María, el Cristo tallado en madera de olivo, que cuidó con tanto esmero y con el que se sentía un poco más cerca de su hogar. La ciudad fue arduamente limpiada y reconstruida, bajo el mandato de un nuevo gobernador interino, don Francisco Marroquín Hurtado, primer obispo de Guatemala, secundado por el hermano de doña Beatriz, don Francisco de la Cueva. Ante las amenazas de nuevos desastres, la ciudad fue trasladada dos años después, al Valle de Panchoy y rebautizada como Antigua, Guatemala
Aquel primer asentamiento fue abandonado y la selva tomó posesión de él rápidamente, por lo que nadie advirtió el hermoso milagro que ocurrió allí. El Cristo de olivo que fue colocado sobre la tumba de aquellas nobles mujeres reverdeció, como si fuera el esqueje de un árbol recién cortado. Creció frondoso y dio frutos. Ahí lo encontré yo, cuatrocientos años después: un árbol de olivo europeo centenario, en medio de la selva tropical de Guatemala, lleno de aceitunas. No pude resistir la tentación de recoger sus frutos y cuidar sus semillas, con la esperanza de que éstas germinen nuevamente y con ellas, la memoria de las heroicas mujeres de Úbeda, que partieron hacia lo desconocido a generar una nueva civilización. Florezca siempre su recuerdo.