165. La danza del olivo

Juan Orozco González

 

Pronto despuntara el alba y bañara el olivar con una calidad luz dorada. Las hojas de los olivos brillarán con el rocío de la mañana, el aire lleno de aromas nos marcara el inicio de la jornada. A lo largo del día debemos obtener el preciado aceite de oliva que cual ofrenda a los dioses, será utilizado para ungir con su sabor nuestras comidas. Si fuéramos dioses clavaríamos una lanza en la tierra y de ella brotaría un olivo, símbolo de paz, sabiduría y fuerza.  Pero sin embargo somo hombres y tenemos que domesticar la naturaleza, hemos de obtener el bien esencia que transformara el fruto del olivo en aceite.

Padre era un hombre curtido por el sol y el viento. Sus manos estaban marcadas por años de trabajo en la tierra. Conocía el momento oportuno para recolectar el fruto.  Deseaba ver el oculto néctar que se guardaban en su interior. Esas lágrimas de oro serían vertidas sobre ánforas de barro. Ánforas moldeadas por manos expertas, echas de arcilla porosa y terrosa, cocida a fuego lento en cuyo interior sería almacenado dicho tesoro.

Esta mañana se levanto muy temprano. Padre era un hombre de costumbres. Se dirigió hacia la percha de la entrada y con un gesto mecánico cogió su sombrero y su abrigo. Su sombrero de filtro suave había sido su compañero durante años. Sus formas ligeramente deformadas guardaban el secreto de innumerables avatares de la vida. El abrigo de lana gruesa y color marrón lo protegía del frío y le proporcionada una sensación de comodidad y seguridad. Padre se sentía listo para salir al mundo.  Se adentró por un laberinto de callejuelas que rodean el mercado. El olor a pescado y especias se mezclaban con el humo de los braseros creando una atmósfera a la vez cálida y fría. Había escuchado que detrás de una esquina podía conseguir café. Con paso cauteloso, se acercó a una pequeña puerta de madera. Llamó suavemente y esperó. Del interior surgió una figura envuelta en sombras, cuya voz susurró:

—¿Qué desea?

—Un cuarto de kilo de café, si es posible.

El hombre de la puerta asintió y desapareció en la oscuridad. Padre tragó saliva y se preparó para negociar el precio. Sabía que el precio sería elevado, pero necesitaba esos gramos que una vez entregados serían mezclados con granos de cebada tostada.

Ya en la casa el molinillo componía con su sonido, una sinfonía de sabores mezclando el amargor de los granos de café y la suavidad de la cebada tostada. Ese polvo resultante colocado en el filtro de la cafetera haría que el agua caliente arrancara esa mezcla de sabores que todos compartiríamos en la mesa. Hoy comienza el día en la que tendremos que salir al campo para bailar con nuestros olivos.

Sobre las brasas iban calentándose las hozas de pan, las cuales serían engullidas acompañadas de chicharrones, chorizos y quesos que dotará de la fuerza necesaria a nuestros brazos y a nuestras piernas.

Salimos todos juntos. Portamos en nuestras manos largo bastones que serán utilizados para poder arrebatarles en su fecundidad al hijo acunado de sus ramas. Mis hermanas y yo extendemos las mantas sobre las que caerán las aceitunas, protegiéndolas así de su caída. Las ramas, retorcidas se extendían cual brazos arañando el aire y separándonos de nuestro objetivo. Como pequeñas joyas están colgando, esperando, racimos de aceitunas.  Extendemos nuestras manos capturando las mas próximas a nuestro alcance. Mi padre y mis hermanos sustentan las varas, que, cuya prolongación de la voluntad humana se alzaran más allá, a través de rincones inaccesibles, haciendo que su vibración consiga la emancipación del fruto del árbol. Con cada vibración cae el fruto sobre al manto, esperando ser recogido.

Mi Hermana y yo sujetamos la zaranda, mientras mis otros dos hermanos elevan la manta posada a sus pies.  Nos vierten su contenido. Realizamos movimientos suaves y constantes agitando el instrumento que nos permitirá separar las hojas de las perlas, que, como regalos, guardan en su interior un líquido esencia y sublime ofrenda de la tierra y el sol. Volcamos la zaranda entregando su contenido al saco.

Árbol a árbol vamos recorriendo la linde hasta alcanzar la doce del mediodía. Un instante de calma, en el corazón del día, un momento para respirar profundamente y sentir que en cada inhalación se eleva nuestro espíritu dejando que el aliento se renueve. Es hora de hacer una tregua y parar un momento.

Sobre la colina descansamos entre risas y bromas.  Nos llevamos bocados de pan para reconformar nuestros cuerpos. Pan fabricado por nosotros, llevados a la molienda por Padre arrancándole el corazón de la espiga para convertirla en harina.  Había que cribarla, debíamos separar el moyuelo de la harina. Pan inventado en una mezcla de masa homogénea de harina con agua que posteriormente era tapado con un paño húmedo siendo guardado a temperatura ambiente durante un día. Las burbujas que se formaban en su superficie nos indicaban que debíamos continuar con el proceso. Mezclando nuevamente el resultado con harina y agua, repitiéndolo una y otra vez hasta conseguir que nuestro pan fuera acto para ser calentado en el horno. Cada bocado me recordaba lo tedioso y trabajoso del proceso que llevaba el conseguir elaborar el alimento que tomábamos. El último bocado se disuelve en el paladar. El cuerpo es saciado y concluido el descanso decidimos que debemos continuar. Volvemos a pertrecharnos pues hemos de reanudar la contienda.

Los aceituneros somos soldados armados de herramientas que se enfrentan a un enemigo común. El viento, la lluvia, el granizo pueden crearnos una embosca que a traición pueda cambiar el curso de la batalla. Cada fruto, recogido con cuidado constituye una victoria. Así que una a una, como si de posiciones enemigas se trataran, vamos despojando de su contenido los olivos nuestra finca.

Con las horas los movimientos se vuelven lentos y cansados. Es hora de ir recogiendo. Varas y fardos se acumulan como testigos mudos de nuestro esfuerzo. A pesar de la fatiga, sonreímos satisfechos por todo lo conseguido.

Las sombras comienzan a deslumbrase tras el horizonte. Un aire fresco acompaña a mi hermano cuando se dirige a la cuadra. Allí pacientemente esperan dos mulas. Mi hermano inspecciona las mulas palpa sus muslos y revisa sus cascos. Se dirige al rincón donde se encuentra la albardilla, una gruesa manta que protege la espalda del animal. Las mulas, acostumbradas a la rutina, permanecen quietas, solo moviendo las orejas para seguir su movimiento. Con ayuda de otro de mis hermanos coloca el yugo sobre los cuellos de las mulas, asegurándolas con correas de cuero para finalmente unirlos con una barra de madera al carro

En la ladera vemos como el carro avanza por el sendero. Pronto cargaremos nuestro esfuerzo en él. Uno a uno los sacos serán depositados en su interior. Bajamos la ladera custodiando nuestro tesoro, siguiendo un camino serpenteante. Nuestros pies esparcen el polvo del camino tras del pisar lento y tedioso de las bestias. Poco a poco se vislumbra el final del recorrido.

A la entrada de la finca vemos la báscula romana de cuyo gancho colgamos los sacos. Mi hermano mueve sobre una escala graduada un peso que le indicará con su equilibrio el contenido del saco. Cada saco es pesado y anotado su peso. Padre le gustaba que fuera yo el que le hiciera las sumas. Una a una íbamos anotando la suma del esfuerzo de nuestro trabajo.

Junto a la báscula se encuentra una antigua almazara. El edificio más preciado de nuestra finca. Gruesos muros y techos de madera lo recubren. Aún se filtra la luz mortecina del atardecer por sus ventanas. Un molino de piedra nos espera junto a un animal fuerte y robusto, de pelaje oscuro, ojos grandes y expresivos cuya vida transcurría del establo al girar acompasado de dos grandes piedras. Saco a saco es vertido en la parte superior del molino depositándose sobre la solera del mismo. En cada movimiento se ven como las piedras aplastaba y triturando el fruto liberando aceite de su interior. A medida que el mulo va girando una y otra vez, va formándose una pasta compacta y espesa mezcla de aceite, agua, pulpa y hueso de aceituna.

Llenamos los capachos ese tejido de esparto que albergara las entrañas de la molienda. Cada capacho es apilado uno encima del otro. Fabricando una columna que será entrujada. Como si de un enorme filtro se tratara se deslizan suavemente por sus poros hilos dorados que irán uniéndose formando un chorrito continuo. Este regalo de la naturaleza discurre canalizado hacia el trujal.

El aroma de las aceitunas recién molinas impregnan el aire. Una sinfonía de olores que me acaricia el alma. Olores a hierva fresca recién cortada, a almendra tierna, a manzana verde. Moléculas aromáticas que viajan en aire inhálalas en cada respiración. Es momento de la calma de que ese líquido dorado repose, y sea el tiempo el que se encargue de separar las últimas partículas. La densidad y la fuerza de la gravedad harán el resto, actuaran como aliados para permitirá que aflore únicamente el oro verde de Andalucía.

Ya hemos llegado al final de día. Ya será otro día cuando extraeremos el aceite de oliva de la superficie del trujal. Nos quedaremos con el extracto del olivo. Nos quedaremos con el beso del sol y del campo acariciando nuestro paladar.

Toca descansar pues la jornada ha quedado concluida con el ocaso del día. Me marcho ya, pues he de compartir la cena con mis hermanos. Me acostaré sobre mí colchón de lana de oveja y soñare con campos de olivos ya que el mañana volverá y volveremos a danzar con el olivo.

 

Escrito por AIREN