
165. El buen olivo
Dicen que el olivo es egoísta. Puede dejar morir sus flores y sus frutos por salvarse. El mío, no.
Creció retorcido frente a San Lorenzo, Úbeda, rodeado de iguales.
La sequía amenazó los Cerros. Los olivos marchitaban sus flores, para que sus raíces mantuvieran el tronco, mientras él seguía alimentándolas.
Sin lluvias, cansado y triste, añoraba a las nubes. Desde la Iglesia de San Lorenzo, los visitantes le fotografiaban. “¡El único con flores, milagro!”, gritaban. Los demás parecían muertos, cuando el que moría, era él.
Estaba agotado. Se estremeció, emitiendo un doloroso aullido que hizo temblar al valle.
Una pequeña nube, que pernoctaba en Jódar, le escuchó. Triste, empezó a llorar volando como rayo y cobijándole con su llanto. Dejó caer sobre él, lluvia fresca y fina. El olivo la miraba agradecido y cuando se recuperó, mandó savia a sus ramas y flores. Se abrieron preciosas y sus aceitunas perdieron su rugosidad, volviéndose verde esmeralda. Estiró sus raíces rabiosamente para regar a sus compañeros.
La nube, conmovida avisó a los cirros cercanos, que cubrieron el valle. Cada tarde volvían a refrescarles con su llovizna continua.
Llegó octubre y Jaén produjo la mejor cosecha de todos los tiempos.