
164. Nuestro aceite
Filo siempre fue una muchacha revoltosa y charlatana; eso le permitió quedarse a trabajar en la casería. Desde que nació, había vivido allí, ya que sus padres eran los guardeses de toda la finca. Sus hermanas se habían ido a la ciudad, para servir en la casa en la que los señores, don Antonio Moya y su mujer, doña Carmen, vivían todo el año; sin embargo, ella, la más pequeña de las tres, que rondaba ya los quince años y tenía edad de trabajar, se quedó con sus padres, ayudándoles en todas las tareas domésticas y agrícolas. Puede ser que fuese debido también a su brusquedad, ya que Filo era la menos comedida de las tres, y eso en la ciudad, no iba a estar muy bien visto; sus hermanas harían mejor ese trabajo.
Filo podía cargar sacos de harina, darle de comer a los animales, trabajar en el molino, o ir al pueblo y volver en un santiamén para hacer cualquier recado. Su ayuda era indispensable, sobre todo desde que su padre se marchó a la guerra. Sin ella, su madre no habría podido llevar sola toda la labor, y más ahora, que iba a comenzar la campaña de recolección de la aceituna.
Como todos los años, decenas de vecinos trabajaban para los señores durante los meses que duraba la campaña. Más de la mitad de las familias del pueblo dependían de esta labor, ya que les aportaba el sustento principal para mantenerse el resto del año. Los hombres se encargaban de varear los olivos y acarrear las espuertas, mientras que las mujeres se dedicaban a las aceitunas que estaban en el suelo y colocaban los fardos debajo de los árboles. Filo, en cambio, realizaba ambas tareas; a media mañana se ausentaba para volver a la casería y recargar el agua, además de traer el almuerzo que había preparado su madre por la mañana para todos los jornaleros.
Si por algo era conocida Rafaela, la madre de Filo, era por la buena mano que tenía para la cocina. Todos los años, los vecinos del pueblo le repetían lo mismo, estaban deseando que llegara la campaña de la aceituna para volver a probar sus guisos y demás recetas: “Anda ya, jomío, si yo no sé cocinar, – decía ella – yo solo hago lo que buenamente puedo”. El día que hacía más frío, preparaba un buen potaje de habichuelas o unos garbanzos con espinacas, así todo el mundo entraba en calor rápidamente; si el tiempo estaba menos fresco, preparaba algo menos fatigoso, una tortilla de patatas, o su especialidad, la ensaladilla de pimientos: “Pero si no tiene ná, – les decía a las mujeres que le preguntaban por la receta – el secreto es el comino, que le da el toquecillo”.
Era una mujer muy reservada, se pasaba todo el año trabajando en la casería, solo salía para ir a misa los domingos y poco más, ya que era su hija la que hacía los recados; y para ir a la procesión de la Virgen de los Remedios, eso sí, allí estaba la primera todos los años pidiendo salud para toda la familia.
Desde que su marido se fue a la guerra, Rafaela estaba más callada que nunca, apenas le daba algunas indicaciones a su hija, que prácticamente sabía lo que le iba a decir su madre con una sola mirada. Estaba triste, no tenía noticias de su marido desde hacía ya un par de meses. Antes le llegaba una carta semanalmente, le contaba cómo había pasado los días, aunque fuesen todos iguales.
Filo no pensaba en la guerra, tenía tantas cosas de las que ocuparse, que no podía ponerse a imaginar si su padre estaba bien o mal. Además, no era la única que estaba así, el pueblo se había quedado habitado solo por mujeres y niños. Solo algunos hombres mayores que apenas podían moverse se habían librado de que los llamaran a filas. Ese año habría una campaña de recogida muy diferente, casi todo lo tendrían que hacer las mujeres.
El señorito, que así era como todo el pueblo conocía a don Antonio Moya, no vio con buenos ojos tal situación, de modo que se presentó en la finca para solucionar el problema; se iba a quedar sin aceituna ese año si no encontraba hombres para trabajar los cientos de fanegas de olivos que tenía. Pero hombres no había.
Filo sabía lo importante que era la campaña de la aceituna no solo para los Moya, sino para todo el pueblo; sin esos jornales, más de uno tendría que malvivir durante todo el año o incluso emigrar, como ya habían hecho bastantes en el pueblo. De modo que nada más llegar don Antonio, fue a hablar con él. El señorito bajó de su flamante coche, perfectamente vestido de traje y sombrero. Era un hombre maduro, pero aún conservaba la figura. Aunque ella llevaba el discurso preparado, se puso muy nerviosa al verlo.
Su madre le había preparado su mejor conjunto por la mañana. Salió de la cocina, desde donde estaba viendo la llegada del señorito junto a su madre: “yo me quedo aquí terminado la comida, ve tú a recibirlo”.
Se encontraron en la puerta de la casa: “¡Cómo has crecido Filico!”, dijo él al verla mientras se atusaba el bigote. Ella le empezó a explicar todo lo que había estado pensando para solucionar el problema: “Yo me puedo encargar don Antonio, conozco a la perfección todo el proceso, las mujeres están de acuerdo y ya hemos repartido las tareas”. No le respondió. Se limitó a mirarla con una medio sonrisa en su cara. La chica no sabía qué más decir. Un par de segundos más tarde, él se dirigió hacia la cocina: “¿Por qué no ha salido tu madre?”. Su plan se vino abajo en el momento en el que vio cómo su madre se dirigía hacia el coche con semblante serio y empezó a sacar maletas.
Las mujeres del pueblo llegaron a la finca el día de comienzo de la recogida. El señorito las recibió vestido con su atuendo de faena, ese año él sería el capataz. Trajo además a los pocos hombres que encontró en el pueblo, una docena de mozos que aún no habían sido llamados a filas. Las mujeres del pueblo no solían llevarse a sus hijos al campo; no querían que las miraran con malos ojos, se quedaban al cuidado de algún familiar. Ese año sería el primero para esos muchachos en la campaña de los Moya. Todo el mundo en el pueblo conocía cómo funcionaba el campo, rara era la familia que no tenía un pedazo de olivos. Pero una cosa era coger la cosecha propia y otra trabajar para los señoritos.
Filo, al igual que todas las demás, empezó a seguir las órdenes de don Antonio. Él sería el encargado de varear los olivos con la ayuda de los muchachos y ellas siguieron con sus faenas tradicionales. Empezaron a colocar los telones bajo las ramas de los olivos y prepararlos para que los zarandearan. Los muchachos empezaron a golpear los olivos siguiendo las indicaciones que les daba el capataz. Las ramas empezaron a partirse, cayendo al suelo cargadas de aceitunas negras y brillantes. Moya empezó a desesperarse: “¡vais a dejarme sin cosecha, malditos!”, les gritaba a la vez que los empujaba para seguir él vareando. El sudor empezó a bajar por la frente y las sienes del mandamás, mientras los chiquillos, temerosos de sufrir otra regañina, daban palos con miedo, peinando las ramas de los árboles, que veían como las aceitunas se desprendían delicadamente. Las mujeres, que debían recoger la aceituna del suelo una vez que habían retirado los fardos, estaban de pie, esperando que terminaran para ponerse manos a la obra.
A media mañana, apenas habían terminado cuatro olivos. Filo, no lo pensó dos veces y cogió una vara que estaba en el suelo. Empezó a darle a las ramas con todas sus fuerzas, metiéndose entre las ramas para llegar a los escondrijos del interior del árbol, subiendo por su tronco para darle a las ramas más altas, afilando su mirada para que no quedara ni una. Los muchachos, al verla, se quedaron boquiabiertos; las mujeres, miraban la escena con media sonrisa esbozada en sus caras. El olivo fue ventilado en un santiamén. La muchacha se acercó al señorito, que la estaba mirando con resignación: “Estas mujeres saben coger la vara igual que yo. Si me deja, yo llevaré una cuadrilla y usted otra.” Entonces, la mitad de las mujeres y mozos siguieron a Filo hacia la parte más alta de la finca; había comprobado en los días anteriores que esos olivos tenían la aceituna más madura y caería de manera más fácil. El otro grupo se quedó en el mismo lugar y siguió con la tarea.
Los días se sucedieron con las dos cuadrillas repartidas por la finca, sin ninguna palabra por parte del señorito al respecto, parecía haber asumido que la joven asistenta se hiciera con el mando y liderara la faena en el campo. Al menos eso pensaron todas las mujeres, que realizaban las labores serias, la guerra estaba presente al pensar en sus maridos, que no estaban allí como todos los años, pero llenas de satisfacción por poder encargarse de todo aquello que siempre se les había negado. Las varas, las espuertas, los sacos empezaron a sentir el tacto femenino de manera habitual. Ellas no quisieron ufanarse de ello, por temor a alguna reprimenda del señor.
Una mañana, de repente, se escuchó un canto muy bonito. Una de las mujeres, Paquita, empezó a entonar una cancioncilla que se entonaba por el pueblo en las fiestas en honor a la Virgen de los Remedios:
“Al vino le llamo primo
Y al aguardiente pariente;
El día que no lo cato
Me duelen hasta los dientes.
Una vez yo tuve un novio,
Otra vez tuve dos;
Ahora no tengo ninguno,
Será castigo de Dios.”
Las mujeres empezaron a sonreír mientras buscaban la mirada cómplice entre unas y otras. Filo, conocía bien esa canción, como todas las demás, muchas veces la habían cantado juntas mientras iban recogiendo sus refajos una vez terminada la jornada, felices de volver a casa. “Paquita, ahora no” – le dijo en tono seco – “no vaya a escucharte.” La faena siguió.
Ya llevaban casi un mes de recogida. Lo más duro había pasado, Filo calculaba que en una semana podrían terminar, justo para la Nochebuena. Muchas de las mujeres decían que ellas preferían pasar las pascuas en el campo; este año no habría alegría en casa sin sus maridos, sin sus padres, sin sus hijos en algunos casos. Aun así, ellas no aflojaron el ritmo, eran conscientes de que la aceituna había que cogerla en el mejor momento para que el aceite tuviera buena calidad, y la aceituna ahora estaba en su punto. Si dejaban que las heladas de enero tocaran el fruto, la aceituna se arrugaría y perdería valor. Ninguna quería arriesgarse a que se las tachara de holgazanas y que, por su culpa, este había sido el aceite de peor calidad que se recuerda haber elaborado en la finca de los Moya.
Cuando el sol se ponía por detrás de la casería, la jornada se daba por concluida. Las mujeres y los muchachos guardaban sus avíos y enfilaban el camino que los llevaba al pueblo. Filo, en cambio, no se detenía ahí. Antes de lavarse y descansar, pasaba por el molino. Allí comprobaba que las bestias habían hecho su trabajo, girando para que la prensa machacara el sanguinolento fruto. Su madre, con la ayuda de algunos mozos, era la que se encargaba de ir arrimando aceituna a los capachos y de sacar la pasta mientras los demás estaban en el campo. Había que repetir el proceso varias veces, prensado tras prensado, hasta que salía el valioso oro líquido.
El olor del molino era muy intenso, no todo el mundo lo soportaba. A Filo ese tufillo ácido la relajaba. Ahora la aceituna tenía ese punto de verdor que permitía que el aceite de los Moya fuese tan característico y reconocido en la comarca. El rendimiento era más bajo, pero gentes de muchos pueblos venían a por el valioso aceite verde de la casería.
Filo separaba la aceituna recogida del suelo para que no la prensaran todavía, cuando notó que alguien entraba. Era Moya. Ella lo miró y no dijo nada, siguió amontonando la aceituna al fondo de la nave. Él se fue acercando poco a poco hasta que llegó a su lado. Tampoco se había acicalado todavía. Llevaba puesta aún la ropa manchada y su cara tenía el brillo del sudor que la había impregnado durante el día. La cogió por la cintura. La muchacha se quedó paralizada. Las manos del hombre empezaron a recorrer su espalda mientras apretaba su cuerpo hacia el de la joven. Ella intentó echarse hacia atrás, pero él la agarró fuertemente. Los forcejeos se sucedieron hasta que fue empujada sobre los capachos de esparto. Intentaba quitárselo de encima mientras este conseguía quitarle su ropa y tocar su piel. Un escalofrío la recorrió de arriba abajo y empezó a chillar. Él ya había accedido a ella y los empujones se sucedían mientras tapaba su boca. Entonces, un golpe secó lo derribó.
Rafaela se acercó al molino para ver cómo iba su hija; al ver la escena, levantó la olla que llevaba en sus manos y sin pensárselo fue hacia el señorito para estampársela en la cabeza. Este aullaba de dolor mientras rodaba por el suelo. Ayudó a levantar a Filo y le ordenó que saliera de allí. Una vez a solas con él le dijo: “Sinvergüenza, es una muchacha aún; aprovéchate de mí como has hecho otras veces, pero a ella ni la toques.”
El día de Nochebuena sería el último de la campaña. Apenas quedaba medio centenar de olivos por recoger, por lo que antes de que acabara el jornal, habrían finalizado. Mientras las cuadrillas se afanaban en terminar, se oyó el ruido de un coche que se acercaba a la casería. A los pocos minutos una figura apareció por entre las ramas: “¡Antoñito, felices pascuas!”. Doña Carmen cogió a su esposo por las mejillas y le plantó un beso: “Qué aspecto, hijo. Voy a la casa, hay mucho que preparar, luego hablamos bien cuando te laves un poco”. – dijo mientras se daba la vuelta – “¡Anda, Filo! han venido tus hermanas, ¿no quieres saludarlas?”.
Esa Nochebuena no fue igual que las anteriores. Todos los años los señores pasaban las pascuas en la casería rodeados de invitados. Llegaban antes de que terminara la campaña y se quedaban hasta Año Nuevo. Don Antonio y doña Carmen no tenían hijos, pero cada Navidad traían a alguien que venía de la ciudad para que conociera su finca; allí aprovechaban para agasajarlos con todo tipo de atenciones. Era importante que por la ciudad se conociera lo maravillosa que era la casa de los Moya en mitad del olivar. Pero ese año cenaron los dos solos. El señorito no había estado el último mes en la ciudad y no había invitado a nadie. La guerra había hecho que incluso las familias adineradas cambiaran sus costumbres. La señora esperaba indicaciones para preparar la velada, pero al no recibir ninguna, se presentó allí sola.
En la cocina, Rafaela terminaba de preparar los platos. Rosa y Serafina, sus hijas mayores, la ayudaban; Filo también, feliz de ver a sus hermanas después de tanto tiempo. Las muchachas fueron llevando platos al salón: embutidos, quesos y codornices conformaban el menú. Para terminar, un caldo recién guisado y aromatizado con hierbabuena. “Filo, bautiza el caldo del señor” – dijo Rafaela. La muchacha cogió una botella de manzanilla y echó un buen chorreón en el tazón.
Una vez terminada la cena, los señores se acercaron a la cocina. Allí, las cuatro mujeres estaban tomando un poco del caldo sobrante al calor de la chimenea. Doña Carmen, con voz afectada felicitó la Pascua a sus criadas, reconociendo lo duro que debía ser para ellas esta fecha, sabiendo que su padre estaba en el frente: “Rosa y Serafina son unas benditas, todos los días han rezado por él, Rafaela.” Las cuatro miraron al matrimonio sin pronunciar palabra. “Vamos a bajar al pueblo a escuchar la misa del gallo, si hubiera sitio en el coche ya nos gustaría bajarlas, pero…”
Rafaela se lo agradeció y añadió: “Disculpen ustedes que se lo diga hoy. Mañana dejamos la casa, una prima ha conseguido trabajo para las cuatro en la misma casa”.
Doña Carmen puso el grito en el cielo, empezó a vociferar, diciendo que era una traición, después de lo bien que se habían portado con ellos siempre; que cómo no se esperaban a que encontrasen a alguien para que guardara la casa. Antonio Moya no levantó la mirada del suelo.
La señora intentó retenerla: “Rafaela, si el problema es el dinero, podemos hablarlo, dice Antonio que este año hay muy buena cosecha, pero por Dios, déjame al menos que me quede las niñas en la casa de la ciudad”. Rafaela le contestó: “No voy a dejar que mis hijas estén ni un solo día más cerca de vuestra familia”.
Doña Carmen, colérica, las obligó a salir de la cocina inmediatamente. Ellas fueron a recoger sus cosas y salieron de la casería en mitad de la noche mientras doña Carmen las maldecía desde la puerta. Las cuatro bajaron al pueblo con sus maletas y escucharon la misa del gallo junto a las otras mujeres, que rezaban porque sus maridos e hijos volvieron sanos y salvos.
Al salir de la Iglesia, Filo, abrió su petate y sacó una pequeña botella de aceite y un pan. Repartió un trozo a cada una de las mujeres y lo empapó bien. “Aquí tenéis, este aceite es nuestro”. Todas lo probaron; algunas empezaron a relamer las gotas que se escapaban por sus dedos. Una sonrisa inundó sus caras y todas juntas empezaron a andar hacia sus casas.