163. Aceite en las venas
A Martina nunca le había interesado el campo, ni mucho menos cualquier cosa que oliera a naturaleza. Para ella, el aire acondicionado era un derecho humano, y las plantas, decoraciones de plástico que se compraban a juego con los muebles. El vino, si no era rosado y servido en copas estilizadas, podía ser de cartón y para el aceite bastaba con que no fuera grasoso al tacto. ¿Olivos milenarios? Eso sonaba tan lejano como irrelevante, un cuento antiguo que no le hubiera interesado ni a sus seguidores en Instagram, donde la vida real se filtraba a través de colores pastel y sonrisas prefabricadas.
Su mundo estaba hecho de luces de neón, aquellas que parpadeaban como estrellas artificiales sobre las tiendas de moda en los centros comerciales, los lugares donde la realidad se desdibujaba entre el brillo de los escaparates y el tintineo del cristal de los cócteles sin alcohol. Las cafeterías de moda eran sus templos, donde los baristas ya conocían su orden: un latte con leche de avena, decorado con una flor de espuma que le garantizaba al menos 100 likes. Su día comenzaba con un selfie en el espejo de su gimnasio y terminaba con otro en algún restaurante exclusivo, de esos donde se pagaba más por la estética del plato que por el sabor, lo importante era que tuviera un repertorio amplio de buenos fondos para las fotografías.
Así que cuando sus padres, llenos de un entusiasmo casi infantil, le anunciaron con ojos brillantes que pasarían una semana en España «explorando la Cultura del Olivar», el mundo de Martina se desplomó con un estruendo inaudible, pero devastador. Su suspiro fue tan profundo y prolongado que, por un momento, la luz en la habitación pareció oscurecerse, como si las paredes compartieran su abrumador tedio.
—Es educativo, hija —dijo su madre, con esa sonrisa complacida de quien se siente en la cima del mundo tras haber cambiado su dieta a base de pan integral y yoga los martes por la tarde.
Martina no dijo nada. Las palabras se quedaron atrapadas en algún rincón de su garganta, junto con la risa sarcástica que quería liberar. ¿Educativo? ¿Qué clase de tortura disfrazada de conocimiento les había dado por planear? El turismo de olivos. Dos palabras que juntas le producían la misma sensación que la frase «corte de energía en pleno verano». Lo único que se imaginaba era a sí misma, paseando bajo un sol abrasador, observando filas interminables de árboles viejos y arrugados, que parecían más muertos que vivos. Pequeñas aceitunas amargas colgando de sus ramas, como si fueran bromas de mal gusto de la naturaleza. ¿Flores? Ni hablar. Esto no era la Provenza, ni un jardín botánico lleno de orquídeas exóticas.
—Qué emocionante, el turismo de olivos —pensó con sarcasmo, mientras esbozaba una sonrisa vacía que solo resaltaba el perfecto brillo de sus labios recién pintados.
Lo que no podía prever en ese momento, ni siquiera con todo su desprecio por la idea, era que algo cambiaría en lo más profundo de ella. Pero por ahora, todo lo que podía hacer era imaginar una semana larga y sofocante, sin Wi-Fi, y rodeada de un interminable océano de verde olivar.
El primer día en Jaén fue exactamente lo que Martina había temido, pero con una intensidad que solo los paisajes áridos del sur de España podían otorgar. El calor, ese calor que se infiltraba en los huesos y secaba el aire hasta hacerlo irrespirable, la envolvió desde el momento en que pisó aquella tierra antigua. El polvo, levantado por el viento, se pegaba a su piel como un velo incómodo que la naturaleza le imponía. Jaén, en su inmensidad, era un testimonio vivo de un pasado que Martina no tenía interés en descubrir. El guía, un hombre curtido por los años, se movía con una naturalidad que contrastaba con la rigidez moderna de Martina. Mientras él hablaba de la cosecha de aceitunas con la reverencia de quien conoce los secretos de la tierra, ella, armada con su teléfono móvil, enviaba mensajes furtivos a sus amigas, esperando que alguna respuesta la rescatara de lo que consideraba un destino tedioso.
«Estoy atrapada en el pasado», escribió, con una mezcla de humor y desespero.
El paisaje que se desplegaba frente a ella no despertaba más que indiferencia. Los olivos, esos árboles milenarios que para otros representaban la memoria de generaciones, se extendían hasta el horizonte, formando un mar interminable de verde. Pero para Martina, el verde era solo eso: verde. «Más verde. Un poco más de verde. Fascinante», pensaba con una mueca de desprecio. Cada paso que daba entre aquellos árboles la hacía sentirse más ajena, más fuera de lugar, como si la misma tierra se negase a recibir.
El viento seco arrastraba el aroma penetrante de las aceitunas fermentadas en las fábricas cercanas, y el sonido incesante de las cigarras se mezclaba con el polvo y el calor. Para ella, aquella sinfonía natural no era más que un ruido constante, un lamento que parecía surgir de lo profundo de la tierra, un sufrimiento que solo ella parecía escuchar. Sus pasos en el campo, que se pegaban al suelo polvoriento, la hacían sentir como si la tierra misma la estuviera reteniendo en un abrazo incómodo, uno del que no podía huir.
Pero entonces ocurrió algo inesperado. La llevaron a la almazara, el lugar donde nacía el aceite, ese oro líquido del que tanto hablaba el guía con orgullo ancestral. Martina observaba con desinterés, como si la maquinaria que trituraba las aceitunas no fuera más que otro espectáculo de una vida que ella no había pedido. Sin embargo, el sonido de las máquinas, al principio distante, comenzó a resonar en su mente con un ritmo hipnótico, casi como una melodía primitiva. Había algo en ese proceso, en la brutalidad con la que las aceitunas eran molidas, que parecía más vivo que cualquier cosa que hubiera experimentado en los últimos días.
El aroma del aceite recién prensado flotaba en el aire, y sin que Martina lo notara, su cuerpo reaccionó. Inhaló profundamente, capturando ese perfume complejo que danzaba entre lo amargo y lo dulce, entre lo fresco y lo añejo. Era un olor que la envolvía, que la transportaba sin que ella supiera a dónde. Fue en ese momento, rodeado del bullicio de la almazara, cuando algo en su interior comenzó a cambiar. Sin darse cuenta, había dejado de ser una observadora distante para convertirse en una participante involuntaria de aquel proceso antiguo.
La cata de aceites fue el momento decisivo. Cuando la guía les ofreció un vaso pequeño de aceite extra virgen, Martina se preparó para el desprecio. ¿Beber aceite de oliva? ¿Acaso aquello no era una broma? Se dispuso a hacer una mueca, a rodar los ojos como tantas veces había hecho desde que llegó a Jaén. Pero algo la detuvo. Quizás fue el cansancio, quizás el deseo de acabar pronto, pero Martina decidió probarlo. Y cuando el aceite tocó sus labios, cuando aquel líquido dorado se deslizó por su lengua, algo en su interior cambió.
El sabor era intenso, un estallido de notas amargas y picantes que se mezclaban con la tierra y el sol. Era un sabor que no había esperado, uno que, en lugar de rechazar, la respuesta. Sentía el calor del aceite en su garganta, pero también algo más profundo: una conexión. Era como si aquel aceite, nacido de la tierra, hubiera llevado consigo un mensaje secreto, uno que solo ahora comenzaba a descifrar.
Martina se quedó quieta por un momento, dejando que aquel sabor la envolviera. En medio del bullicio, algo en su cuerpo se desprendió, una capa invisible de superficialidad que había cargado consigo durante tanto tiempo. ¿Sería esto lo que la gente decía cuando hablaba de autenticidad? Se río para sí misma, sorprendida por la transformación que había comenzado sin que ella lo notara. No podía evitar pensar que, al final del día, aquel encanto se desvanecería con el primer sorbo de latte en la mañana, pero en ese instante, bajo el sol de Jaén, Martina se sintió diferente. Como si, por primera vez, hubiera descubierto algo real.
Para el tercer día, Martina no era la misma. Había llegado a los olivos con el desdén de quien ha vivido demasiado tiempo entre la urbanidad sofocante de lo efímero, de lo que brilla sin raíces. Sin embargo, algo, quizás en la inmensidad del campo o en la memoria de aquella tierra, la había despertado. En las primeras luces del amanecer, cuando el silencio parecía más antiguo que el mismo tiempo, los olivos se alzaban como figuras eternas, sus ramas danzando suavemente al compás de un viento que parecía susurrar secretos. Martina despertó antes que los demás, con los ojos llenos de una curiosidad que no podia explicar. Se sintió atraída por aquellos árboles, no como simple turista, sino como alguien que comienza a reconocer un lenguaje que, quizás en otra vida, había sido suyo.
El crujido de las hojas bajo sus zapatillas ya no era ruido, sino música; el zumbido del viento, una caricia sutil que la envolvía. Mientras caminaba entre los olivos, sentía que aquellos árboles, testigos de siglos de historias, guardaban una sabiduría que ella apenas empezaba a vislumbrar. Aquello que había despreciado como aburrido, como un destino vacío, ahora le parecía lleno de significado. La naturaleza le revelaba un mundo que no comprendía del todo, pero que intuía como vasto y profundo.
Y fue entonces, al final de ese viaje, que Martina, la misma joven que se burlaba de todo lo que no tenía un rastro de modernidad, se encontró sentada en una terraza, participando de un ritual ancestral: mojar pan en aceite de oliva. Cada gota que impregnaba el pan le parecía un pedazo de historia, una comunión con algo mayor, algo que la trascendía. El aceite no era simplemente un condimento; era la sangre de una tierra vieja, una tierra que había alimentado generaciones antes de ella y que seguiría nutriéndose a quienes vinieran después.
El paisaje que antes le resultaba monótono ahora se extendía ante sus ojos como una vasta obra de arte, llena de vida, de matices que antes había sido incapaz de ver. Los olivos ya no eran árboles; Eran guardianes, testigos silenciosos de incontables vidas y muertes, de amores y guerras, de nacimientos y despedidas.
Cuando Martina regresó a casa, ya no era del todo la misma. Algo de su alma había quedado entre los olivos, y aunque su vida en la ciudad continuaba, sus intereses ya no se limitaban a las modas pasajeras ni a los lujos efímeros. Las imágenes que compartía con sus amigas ya no se centraban en los lattes perfectamente espumados o en las prendas de diseñadores exclusivos; ahora también había fotos de olivos centenarios, de frascos de aceite de oliva artesanal, capturas de un mundo que sus amigas no comprendían.
Cuando alguna de ellas la llamaba «bohemia» en tono de broma, ella sonreía con esa sabiduría nueva, con la certeza de quien ha encontrado algo que no puede explicarse con palabras sencillas, y respondía con una ironía amable:
—Es que ustedes nunca entenderán lo que es tener aceite de verdad en las venas.