
159. El zurdo
Oscuridad. Me rodea por todos sitios y la navego con la destreza del que lleva vagando mucho tiempo. Seis meses, para ser exactos. Al menos, es lo que me dijeron ayer mis hijas. Padezco una enfermedad rara, una de nombre y apellido imposible de pronunciar. Una de esas que afecta a una persona entre cientos de millones, una de esas que no se sabe por qué ocurre, una de esas para las que no hay investigación ni suficiente dinero. Nunca había sabido de su existencia, incluso, ahora mismo, no tengo mucho interés en conocerla; a fin de cuentas, es sólo una etiqueta. Pero, por desgracia, me define casi por completo. Por su culpa, no puedo mover ningún músculo. Mis párpados están condenados a estar sellados y mi boca enclaustrada en un vil silencio. Me siento el esqueleto de un viejo olivo, uno de esos que están resecos por dentro, ajados por el tiempo. Tan solo busco movimiento, respirar, pero estoy anclado en el espacio. Al menos, aún recorre algo de savia, aunque sea en forma de recuerdos pasados. De hecho, es lo único que hago, junto a dormir, pues estoy siempre cansado. Recordar es fatigoso. Desesperante también.
Perdón. Quizás haya pecado de nihilismo barato en mi introducción; es lo que tiene estar rodeado de tinieblas, que tu pensamiento se oscurece. Tengo la inmensa fortuna de recibir muchas visitas. Y, en esos momentos, me entrego a la vida de mis hijas, de mis amigos, de mi nieto… Los oigo dudar en voz alta: “¿Nos escuchará?” Los médicos no se lo pueden asegurar, pero les recomiendan que me hablen. Y ellos, con toda la buena voluntad del mundo, lo hacen. “¿Nos escuchas?”, preguntan aun así cada cierto tiempo. Entonces, me esfuerzo por gritar que sí, pero mi mensaje se pierde en una conexión neural deficitaria. A pesar de mi forzado silencio, todos los días me cuentan cómo marcha la finca, los increíbles avances de mi nieto y de este loco mundo. Parece ser que somos campeonas del mundo. Qué alegría. Mi pequeña jugó al fútbol muchos años; su tono delataba orgullo por el logro.
Pero aún no me he presentado, la soledad le hace a uno perder los modales. Soy Manuel, aunque todo el mundo me llama Manolo, al igual que mi abuelo. Mi padre Pepe, mi madre Luisa, y ambos navegan una oscuridad más tenebrosa que la mía. Toda mi vida me he dedicado a cuidar la finca que ellos nos dejaron, a mi hermano y a mí. En total, unos tres mil olivos que habían heredado a su vez de mi abuelo Manuel que nació “más pobre que un arao” y de mi abuela Águeda, de la “Quinta de los Almendros”. Cuentan que mi abuelo tenía ese don que quita el hambre y alimenta el alma: era un poeta. Como muchos otros, nunca fue al colegio y nadie más que él sabe cómo aprendió a leer. Conquistó a mi abuela leyéndole poemas de Bécquer, de Góngora, de Quevedo. Los copiaba a mano en la biblioteca. Suyos también, o eso me dijo mi padre, pero nunca he podido leer ninguno. Los quemó todos cuando ella murió. Pertenecían a su Águeda, no tenía sentido que nadie más los leyera.
Toda mi vida me he considerado un “aceitunero altivo”, definición que me apliqué por el poema de Miguel Hernández. Lo leí por primera vez en la piedra que está a la entrada de nuestra finca. Mi abuelo mismo fue el que lo labró. Quizás penséis que, como soy un propietario, un pequeño señorito, ese poema no me pertenece. Pero, al igual que mi abuelo o mi padre, al igual que mi abuela o mi madre, al igual que mi hermano, con mi sudor he regado estas tierras durante décadas. Desde bien pequeño me enseñaron a hacer tareas que necesitaban destrezas y manos de jornalero, como arrancar las raíces de los matojos con la azada, eso sí, sin dejar hoyos. Recoger las aceitunas del suelo a almorzás y en cuclillas (me río de los jóvenes deportistas y sus sentadillas). A peinar la oliva con el mimo de un esgrimista. Mi abuelo me alababa por no romper tallos ni lanzar aceitunas fuera de las mantas: “Muy bien, de lado, nunca de frente”. Sin embargo, otras ocupaciones requerían otro tipo de habilidades, y también las aprendí: organizar las cuadrillas para la recogida de forma eficiente, gestionar horarios, tramitar los asuntos fiscales, dedicarle tiempo, mucho tiempo, a la promoción del aceite, financiar la maquinaria e investigar técnicas de producción ecológica, más un largo etcétera. Hablo pues con experiencia, y he de admitir, que me gusta pensar que el adjetivo me lo he ganado a golpe de trabajar.
Una de las cosas que echo más de menos, aparte de mi familia, es cuando en pleno marzo florecen nuestros doscientos almendros. ¡Vaya sorpresa el nombre de la finca! Ahora, en esta densa oscuridad, el rosa refulge todavía más. ¡Ay! ¡Lo que daría yo por ver mis olivos y mis almendros! No me gustaría morir sin volver a mi campo, ni abrazar a mis hijas. Con el recuerdo de la madre me es suficiente. Estoy divorciado y no encuentro necesidad alguna. Lo que se rompió, bien roto está. Para mí, es tan complicado entender el amor, cómo imposible de entender la razón por la cual mis canales de Calcio, en las sinapsis neuronales, han dejado de abrirse. No sé lo que eso significa, pero es lo que me pasa. Nunca he sido de tomar mucha leche, pero supongo que eso no será. Si así fuera, estoy dispuesto a beberme la leche de mil vacas y cien ovejas. Este insípido suero me mata… Lo que daría por un buen trozo de pan y aceite con queso curado, unas habas recién recogidas con jamón, o unas buenas migas con melón.
Qué largo es no hacer nada. Largo y jodido, y que poco acostumbrado estoy. Tengo callos en las manos de la vara, del hacha y del azadón, mi torso está enrojecido por el sol de mediodía y siempre que ha hecho falta me he colgado la vibradora, aquella guitarra pesada y esta eléctrica tan moderna y ligera. He sido (¡Dios mío, por qué hablo en pasado!), soy, mejor dicho, una persona inquieta, a nivel físico y también mental. Dejé pronto la escuela, pero no me han faltado libros que leer o personas a las que escuchar. Se aprende mucho, sobre todo, de las personas adecuadas, de aquellas que merecen la pena. Quizás, por ello, ahora no me cuesta ningún esfuerzo. Escucho y aprendo de todos los que me hablan durante esta pesadilla. Cuando ellos callan, recorro mi vida y encuentro momentos memorables, y por supuesto, fallos. También largos pasajes de cansancio, de ansiedad, de ilusión… pero sobre todo encuentro vacío. Tengo grandes saltos en el espacio y el tiempo; un día se parece a otro, y otro se parece a un día. Es una larga letanía de días que se asemejan, tan parecidos en lo superficial, como las hojas de un mismo árbol y, en lo profundo, en las hondas raíces. Pero no penséis que ese vacío de recuerdos es un reflejo de soledad. Para nada. Siempre estaba rodeado de mis olivos. Si ahora pudiera estar rodeado de ellos, otro gallo cantaría. Me curarían el alma y, quizás, esta maldita enfermedad. No navegaría en la oscuridad, sino en la vida misma.
Voy a cerrar los ojos, si me permiten la licencia poética, porque estoy agotado.
***
Al despertarme, un mundo de colores me inundó. Estaba en una aséptica habitación de hospital con su pequeña televisión, una mesa con libros, botellas de agua, algo de ropa en el sofá y mi hija durmiendo en él. No aparté la mirada de ella. Quise llamarla, pero no pude, seguía sin tener el más mínimo control sobre mi cuerpo. Ver a Leticia, acurrucada, con su lunar en la mejilla derecha, sus labios finos, tan finos que apenas si los reconocía desde la cama, me supo a gloria. Capturar su expresión de alegría al ver mis ojos abiertos, fue un instante mágico que, desgraciadamente, se transformó en desilusión rápidamente. No pude responder a su entusiasmo. Una solitaria lágrima resbaló por su mejilla y me rompí por dentro. Quise llorar, mas no lo logré.
Leticia me abrazó y salió corriendo de la habitación. Al poco llegó una doctora que informó de que abrir los ojos representaba un avance increíble y que, a partir de ahora, se podría llevar a cabo varias vías de exploración, pero, también advirtió, que no significaba que la consciencia hubiera vuelto.
***
Cuando estoy solo, cierro los ojos. No me interesan los objetos de esta aburrida habitación. Gracias a Dios que nadie ha encendido la tele. Así que prosigo con mis recuerdos. Qué bello cuando el sol cae entre las lomas, cuando se intercala entre las ramas de las olivas, arrancando cálidos naranjas, seductores amarillos, eternos bermellones. Qué plácida es la nocturnidad más absoluta, qué vivas son las noches de luna llena cuando el agua corre salvaje por las acequias, formando reflejos plateados que conectan cientos, sino miles, de olivos. Qué elegantes son los troncos, eternos en su retorcimiento.
Me tranquiliza saber que Nadim, el marido de Leticia, está gestionando la finca en mi ausencia. Tiene experiencia de sobra en todos los ámbitos. Ni Leticia, mi mayor, ni Helena, mi menor, lo hacen, aunque, durante muchos años, sí que estuvieron conmigo. Ahora, están todo el día delante de la maldita pantalla del ordenador, ya no conviven con árboles hechos y derechos. Al menos, me queda el consuelo de que Leticia se enamoró de un amante del olivar. Estábamos en plena recogida, y habíamos parado a comer. Como siempre, toda la cuadrilla junta. Al principio, eran hombres y mujeres del pueblo, jóvenes y no tan jóvenes. Sin embargo, con el paso de los años, se fueron incorporando emigrantes que venían expresamente para la campaña. Al principio, tengo que reconocer, fui reticente. Sin embargo, la mano de obra escaseaba y sí lo hice fue más por necesidad que por voluntad. Pronto me di cuenta de mi error. Nadim siempre destacó por su entrega y dedicación, pero en esa comida, también afloró su inteligencia y sentido crítico. En aquella merienda, comentó que estaba harto de comentarios xenófobos. Estaba indignado de escuchar que los inmigrantes venían a España sólo por las ayudas y que, y esto es lo peor, también les quitaban el trabajo a los españoles. Dijo: “Somos como ese maldito gato”. “¿Qué gato?”, preguntó mi hija curiosa. “El de Schoröndiger”. Leticia, que estaba masticando un trozo de empanada, se le escapó una profusa carcajada seguida de una ahogadiza tos. Cuando se calmó, bebió pequeños sorbos de agua, y al levantar la vista hacia Nadim, su mirada estaba cargada de esa magia que solo una enamorada desprende. Desde entonces, Nadim ha sido mi mano derecha en todo lo referido a la gestión de la finca. Y, ahora, me consuela saber que es él que está al cargo de todo.
***
Por fin, el trabajo con la logopeda ha dado sus frutos. He sido capaz de comunicarme con la mirada utilizando ese tablón con letras que trae cada mañana. Mi primera y única frase ha sido: Jeremías, el zurdo. Mis hijas, al ver la frase, han rozado la perplejidad. Nunca les he hablado de él, normal que no lo ubiquen. “¿Qué quieres de él? ¿Qué tienes en la cabeza, papá?” Preguntan con un poco de miedo.
Jeremías, qué gran personaje es el zurdo. Trabajaba para mi padre, por lo que, durante muchos años, lo vi casi a diario. Todo lo consistente y fiel que era de trabajador, también lo era de apostador. Además de los juegos de azar como quiniela, mus o póker, apostaba a cualquier otra cosa: si Julián, el carnicero, era capaz de comerse un chuletón de dos kilos, si mañana iba a llover, si el próximo en nacer en el pueblo sería un niño o una niña… Una vez apostó su coche, un roído Ford granate, a que era capaz de encestar de espaldas desde el centro de la pista. Menos mal que era querido por la gente del pueblo, y nadie lo tomaba en serio cuando sus apuestas eran elevadas, de lo contrario, hubiera estado en la ruina hace mucho tiempo. Por supuesto, él no había tocado un balón de baloncesto en su vida. El sobrenombre le venía porque las perdía casi todas, no daba una. Cualquier tarde, después del trabajo, era costumbre verlo deambulando por el pueblo, buscando su siguiente apuesta. Pero a las nueve de la noche desaparecía. Sin explicación precisa y sí con muchas evasivas. Hasta que un día de enero especialmente frío, estábamos encendiendo una lumbre para calentar a la cuadrilla, me dijo: “Don Manolo, (siempre se dirigía a mí, aunque me tuteaba, con el don para incordiar) te voy a confesar algo. Las noches las dedico a algo que nadie sabe y me da vergüenza revelar”.
Y me lo contó. Ojalá mis hijas lo encuentren; hace ya muchos años que se mudó del pueblo. Hizo una apuesta al amor y ganó. Y, ahora, lo necesitó. Más que nunca, lo necesito.
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Lo han encontrado. Va a venir. Qué emoción. Lloraría si pudiera.
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Está más mayor; ha pasado el tiempo, vaya que si ha pasado. Tiene canas en una larga barba, el pelo blanco, pero sigue fuerte, con esa vigorosidad que regala el campo. Se le nota la fuerza en los brazos, en el cuello, en las manos. Son manos de aceitunero. Sonrío. Me mira y se ríe. “Don Manolo, pero, ¿qué te ha pasado?”
Leticia le pone al día. Lo observo, me gustaría decir que con la mirada de dos viejos amigos, pero no sé si soy capaz de transmitir esa complicidad. Mis hijas dicen que nos van a dejar a solas. Han pasado más de quince años desde la última vez.
Habla y habla con voz jovial. Le va bien en la vida. Sigue trabajando, pero ahora en un molino. “Se está más calentito haciendo el pesaje que recogiendo aceitunas, y eso los huesos lo agradecen”. También me comenta que su mujer es la contable, que la ve todos los días y que, eso, es lo mejor. Me confiesa, así mismo, que dejó las apuestas, que ya no las necesita para encontrar motivación. No tiene hijos, pero que les hubiera gustado. “Esa apuesta, Don Manolo, no la he ganado, pero no me importa seguir intentándolo siempre que puedo”. Se ríe con una risotada seca y cae en un profundo silencio. Me mira atentamente, le tiembla un poco la voz. “¿Y qué?, ¿qué puedo hacer por ti? Tiene unos ojos pardos, secos. Se la devuelvo con toda la profundidad que puedo, la mantengo varios segundos, y la desvió hacia la blanca pared. Ojalá entienda mi gesto.
Pasan unos segundos que se disfrazan de milenios. Entonces, con voz tranquila, me dice: “Eso está hecho, Manolo”. Por primera no ha utilizado el don. Quiero abrazarlo, pero por toda respuesta cierro los ojos. Estoy agradecido, estoy agotado de tanta tensión. Me aprieta la mano y se va con una sonrisa. Ojalá funcione el plan.
Pasan varios días sin que nada ocurra. La doctora confirma que la evolución es impredecible, totalmente impredecible. Qué equivocada está. Sólo necesito que Jeremías haga su parte.
Vuelvo a dormirme, cansado, pero ilusionado. No me falles, amigo.
***
Unos gritos de asombro me despiertan. Mis hijas lanzan exclamaciones que se confunde con sentencias. “Es lo que se ve desde la Villa”. “La parte de los cien olivos y la alberca de los almendros”. “Sí, sí”, corrobora la otra. “¿Cómo? ¿Por qué?” Abro los ojos, es de día y, en la pared, están dibujados decenas de olivos. Destaca uno en primer plano, grande, retorcido, de tres pies. Siempre lo he llamado Pi, aunque no recuerdo el porqué. Al fondo, otros tantos organizados en hilera, ascienden con lentitud sobre una colina que desaparece hasta un hermoso sol naciente. ¡Es mágico! Cuánto veces lo he visto con Jeremías a mi lado. Cuántas veces lo he visto solo. Qué belleza. Mis olivos. Quiero llorar, pero no puedo. Me da igual, me deleito con el mundo que Jeremías ha pintado. Mi mundo. Mis hijas me dan la mano. Cuchichean entre ellas; que cuándo, que quién, que nos van a echar la bronca. Pero, se vuelven hacia mí y callan. Me observan y noto la mano de Leticia en mi mejilla. Estoy llorando, mi alma ha comenzado a liberarse de esta prisión. Intento abrazarla, pero es inútil, mi mano no responde, pero por fin he dado el primer paso. Me siento renacido. Gracias Jeremías. Los aceituneros siempre hemos sido grandes luchadores, y eso se lo debemos, en parte, al eterno paisaje que nos rodea. No me conformaré con ser un esclavo. Necesito volver a recorrer la libertad que destilan las eternas lomas del olivar.